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Capítulo 7
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Biografía de Santiago Ramón y Cajal en Wikipedia | |
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
El pesimista corregido |
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VII Cierta tarde otoñal, tibia y serena, paseaba Juan por las umbrías alamedas del Retiro, no lejos de la glorieta del Angel caído. Maquinalmente, y cediendo al reflejismo de sus músculos, sentóse a la orilla de un seto, bajo los pinos gigantes y enfrente de un claro del ramaje, especie de locutorio al cual llegaban, vigorosos y vibrantes, el rechinamiento de los carruajes, las conversaciones de los hombres y las argentinas carcajadas de las muchachas. Declinaba el sol lentamente, enrojeciendo las copas de los árboles, dorando y espiritualizando el rostro de las mujeres. Sentíase llegar poco a poco esa hora melancólica y dulce en que la Naturaleza se obscurece y las ideas se encienden; en que las pomposas frondas del boscaje, engalanadas un instante por el sol, cambian su rico matiz anaranjado verdoso por el azul violáceo; en que la claridad nos abandona como si la tierra cayera en antro profundísimo. De las alturas de la atmósfera, serena e inmóvil, descendía un silencio augusto que parecía apagar el rumor de las hojas y el estridor de los carruajes. A intervalos, batían el aire con sus obscuras y mudas alas los murciélagos, semejantes a almas en pena. Extremadamente sensible al desfallecimiento de las cosas vivas, el espíritu de Juan se puso al unísono con el ambiente, sintiéndose penetrado de esa indefinible melancolía que parece irradiar de la vida ve getal cuando es abandonada del sol, su Dios y su fuerza. Después de tender nuestro héroe una mirada distraída por el horizonte, a trechos perceptible por entre los troncos de los árboles, fijóse un momento en el cielo, hacia occidente, maculado por una larga pincelada fuliginosa. Era el humo de una fábrica eléctrica que se disponía a iluminar la ciudad. —Ese humo negro—exclamó Juan—está ligado a la luz como el dolor al pensamiento. También yo he ansiado luz, mucha luz... y conseguí, sin duda, alumbrar mi inteligencia; pero ¡ay! el humo de la llama en tenebreció mi corazón y empañó el cielo de mi dicha... Poco después emergía por el oriente el astro de la noche, rojo y amenazador como un espectro trágico. Miróle Juan obstinadamente. Una vez más contempló sus mares desecados, sus montañas abruptas y peladas, sus cráteres vacíos o inertes, sus grietas colosales... — ¡He aquí — se dijo —la fiel imagen de nuestro aciago destino! También la pálida luna tuvo un corazón lleno de lava derretida, y vivió rebosante de fuerza y de actividad, engalanada con la pompa de la vegetación, animada por el correr de los ríos, ceñida por el cerúleo tul de la atmósfera y embellecida por la dorada diadema de las nubes. Por ley ineluctable de la evolución, hoy la hermosa Diana no es más que la calavera de un mundo. Sus órbitas gigantes están vueltas a la tierra, a cuya pujanza y vitalidad dirigieron, sin duda, sus últimas y envidiosas miradas. De igual modo, nuestras órbitas vacías quedarán también un día orientadas hacia los astros, pero no se rán ¡ay! atravesadas por el pincel dorado de la luz... Al llegar a este punto de sus cavilaciones, cayó Juan en profunda postración. Lo triste evoca lo triste. A su mente acudieron en tropel dolorosas remembranzas: la prematura muerte de sus padres; ensueños de gloria desvanecidos; amores sin esperanza. Al exceso de emoción intensa y angustiosa sucedió un estado de subconciencia, durante el cual percepciones e imágenes lucían, a intervalos, como llama próxima a extinguirse. Haciendo, empero, un poderoso esfuerzo interior, a fin de encender de nuevo la luz del pensamiento, continuó: —Veo negro y siento frío. Me parece que una ola tenebrosa de la noche estelar penetra en mi alma; que la temperatura glacial de los espacios interplanetarios me empapa como al errabundo aerolito; que las células de mi cuerpo pugnan por dispersarse como enjambre de abejas enloquecidas... ¡Lástima que la muerte suspenda la conciencia, sin transferirla del cerebro a la célula, y de ésta a la molécula! Momento felicísimo debe ser para los átomos de carbono y de nitrógeno encarcelados en los albuminoides del protoplasma, el de la liberación definitiva y su libre expansión en los amplios dominios de la atmósfera. ¡Qué placer más grande sería sentirse disolver en la nada; ocultarse de la luz, aleteando sin rumor, como el murciélago que se refugia en la caverna; caer en el abismo, a semejanza del barco zozobrado en las tinieblas, sin producir espumas ni remolinos visibles; sin dejar, en fin, en ningún corazón, el amargor de un sentimiento! ............................ Sudor viscoso y frío bañó el rostro de Juan. Cesaron pensamiento y palabra. Su piel estremecióse con ese intenso calofrío que traduce las sensaciones obscuras, pavorosas e indefinibles. Latíale el corazón rápida y descompasadamente, y la sangre, huyendo del frío periférico, concentraba su calor en las más nobles e importantes entrañas. El hilo, cada vez más sutil de la percepción consciente, amenazaba romperse. En tan angustiosos momentos, y a guisa de suprema despedida del mundo ingrato, tendió Juan una postrera y desmayada mirada a los seres alegres y bulliciosos que, a pocos pasos de distancia, representaban la poderosa y obstinada corriente de la vida vulgar, por igual indiferente al dolor y a la gloria... Y ¡oh cruel ironía! En aquel desfile de cuerpos sin alma creyó ver o vio realmente a la desdeñosa e insensible Elvira. Sí... ¡era ella! Venía sobre lujosa carretela; la cabeza iluminada a contraluz; con el cabello dorado y como incendiado por los últimos arreboles del cielo; con la frente serena y ennoblecida por los azules reflejos del oriente; ardientes y arrebatadores los ojos negros; los labios, semejantes a pétalos de geranio, rizados por espiritual sonrisa. Lucía talle adorablemente femenino, donde resaltaban las graciosas y rotundas curvas juveniles, triunfadoras de la curiosidad sensual de los hombres y de la inquisición maliciosa de las mujeres. En fin, la impecable estatua aparecía adornada con un soberbio traje de terciopelo verde obscuro que, por sabio y artístico contraste, además de dar al cuerpo aspecto de capullo, sonrosaba hechiceramente el nácar de una garganta de diosa y de unas manos marfilinas irreprocháblemente dibujadas. Sí..., ¡no cabía duda!; era la Elvira de siempre...: la virgen fuerte, equilibrada y serena que meses antes, en un día aciago, había sido deshecha y envilecida por el implacable escalpelo del análisis; pero contemplada ahora a la debida distancia, es decir, a la distancia de la ilusión, acariciada por luz suave y armoniosa, alzada, en fin, sobre el cristalino pedestal del espacio, merced al cual los soles pierden sus manchas y las lunas sus cráteres. Y cuando el casi espirante filósofo, mudo de estupor por la sobrenatural aparición, fijó los ojos en la radiante estrella y sorprendió una de sus ardientes miradas, sintió de repente que una oleada de sangre caliente le inundaba el cerebro, y que su corazón, reconfortado, volvía a latir con el ritmo solemne y brioso de la salud. Habríase dicho que las células de la colmena vital, antes ansiosas de libertad y expansión, estrechaban de nuevo el nexo de la solidaridad y de la sinergia orgánicas. Con el retorno de la esperanza, le pareció ahora la vida, miserable y todo, digna de ser vivida. Y la estupenda resurrección operada fue en una décima de segundo, el lapso de tiempo es trictamente preciso para sentirse enfocado por unos ojos piadosos, subyugadores, impregnados de nupciales promesas... |
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