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Andrés González Blanco

"El más feliz"

Biografía de Andrés González-Blanco en Wikipedia

 
 
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El más feliz

OBRAS DEL AUTOR

El más feliz
En el convento de Santa Clara
La chula de Amaniel
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IV

Cuando el correo de Madrid, que traía el profesor de Lengua griega, llegó a la estación de Sancho-Tello, del campanario de las Petras descendían lentas, llenas de serenidad litúrgica, las oraciones de la tarde.

En el andén esperaban a Macario Ruiz los catedráticos de la Facultad, que le acompañaron hasta la fonda del Pasaje, mesón netamente castellano, con hipocresías de hotel, donde se comía diariamente cocido y se bebía vino de Toro, y no se conocía el entrecot ni de oídas ni se podía beber whisky porque jamás lo hubo. En una ocasión pasó un inglés por Sancho-Tello (acontecimiento registrado en las efemérides locales) y dejó turulatos a todos los camareros pidiendo whisky and soda... Sin embargo, era éste el mejor alojamiento de la población, la hospedería más limpia, mejor servida y más económica, como pregonaba un anuncio en la cuarta plana de El Labriego, periódico bisemanal e independiente... o que se llamaba así por oposición a La Voz de Sancho-Tello, que dependía de los demócratas.

Le dejaron solo en la fonda, después de los saludos y ofrecimientos de ritual. Al quedarse en aquella alcoba sombría, tétrica en su misma blancura... picada de moscas, como un semblante varioloso, Macario sintió que una angustia profunda le asaltaba el corazón.

Era como si toda la tristeza de la Catedral, que perfilaba sus dos torres color de oro viejo en el cielo luminoso del crepúsculo, hubiera caído sobre su alma. Desde la ventana de su cuarto se divisaba la ciudad cuestuda, como un hacinamiento confuso de tejados amparándose bajo las alas de la Catedral. Enfrente de la fonda espejeaban las galerías de una casa grande con un inmenso jardín descuidado y agreste.

Se lavó, se atusó, y pidió el condumio; — porque no quería salir de la habitación y saborear la familiaridad anodina de las mesas redondas.

Porque aquella mesa de aquella fonda sería como la de todas las fondas que en el mundo han sido, son y serán. Habría un magistrado viejo, asmático y conservador; dos empleados de Correos, jóvenes, dicharacheros y demócratas; dos viajantes de comercío, dispépsicos y anticlericales... ¡Qué tedio y qué asco de mesa redonda! pensó Macario, que estaba aquella tarde lleno de piedad y de indulgencia, reconciliado con toda la creación... menos con las mesas redondas de las misérrimas hospederías provincianas.

Le sirvió una criada bizca y empalagosa, que repetía a cada dos palabras el tratamiento de señorito, como para ganarse la afectuosidad del nuevo huésped, al verse tratado con tal reverencia.

Se acostó oyendo sonar las diez en la Audiencia. Miró tras los cristales del balcón y sólo divisó sombras y más sombras cortadas por alguna lucecita misteriosa que delataba un interior tranquilo de casa burguesa. Las lechuzas graznaban con estridencia en las torres de una iglesia próxima, que era la de San Vicente. Una infinita tristeza se apoderó de él; encontrándose tan solo en aquella ciudad nueva.

Se acostó; y para librarse del dolor psíquico que le producía su desamparo, no leyó antes de dormirse como de costumbre, sino que apagó la luz en seguida y se sumergió en su cueva interior, que más negra se le aparecía aún en la negrura de la alcoba.

Se refugió en los recuerdos, que se extendían ante él, nítidos y diáfanos, como un tejido de hechos iguales y vulgares. ¡Qué vida tan opaca la suya! ¡tan falta de relieve, tan llena de deseos incumplidos!... ¡Qué poco había vivido de su propia vida, de la que él había soñado!...

Al morir su madre, lo había recogido un tío que estaba empleado en Correos, y que vivía en un piso tercero, en una casa de La calle de Mendizábal, por donde entraba el sol a torrentes, dando un tono amarillento de cosa desteñida y vieja a los muebles.

Siempre salía con su tío a la Moncloa, en las mañanas dominicales de invierno y de primavera, y los demás días de la semana, pasábalos estudiando vorazmente, insaciablemente, como sí aquellas declinaciones y aquellos reyes godos, aprendidos de memoria, fueran cheques al portador, de pago inmediato y seguro. Porque por el puro y desinteresado amor a la ciencia, bien comprendía que no le mandaba estudiar el tío, muy apegado al dinero, como hombre por cuyas manos han pasado muchos sobres monederos y muchos pliegos de valores, y que conoce bien el mágico hechizo del papel moneda...

— Hay que hacerse hombre para ganar dinero; era la cantilena perpetua del tío.

Macario procuraba atravesar en el menor tiempo posible, los pedregosos caminos de la ciencia, al final de los cuales hallábase, según el tío, el templo radiante del oro. A él, entristecido ya de tanto estudiar, con los ojos despestañados y sin brillo, se le aparecía la ciencia en sus noches de insomnio, como una gran flor marchita, deshojada, sepulcral. Le llegó a parecer que estudiar era morir para la verdadera vida...

¡Qué pena sintió una mañana en que fue a la Biblioteca Nacional a consultar un libro, al ver una muchachita morena y graciosa, que le miró intensamente al traspasar los umbrales del Templo Oficial de la Sabiduría archivada!... Aquella muchacha, que llevaba un abriguito corto, demodado, y una toquilla tapándole el cuello y la barba hasta la boca fresca, le había mirado con invitaciones a que la siguiera... Iba con su madre, pero eso no importaba; la madre manoteaba y discutía, sin darse cuenta de las coqueterías y ardides de su hija...

Macario la vio mirarle de nuevo, una, dos, cuatro, diez veces, volviendo la cabeza rizada y negra, mientras él subía los escalones que dan acceso al Templo de Minerva. Los subía despacio, deteniéndose con delectación morosa en cada uno de ellos, como midiendo los pasos que le separaban del mundo de los vivos, del océano de la vida.
Al otro lado de las enormes puertas de cristales y enverjadas de hierro chapeado, estaba otro mundo, el mundo tétrico y artificioso de los libros, el mundo frío y yerto; y al pie de aquellas escaleras, por aquel paseo claro y frondoso, más sugestivo en la indecisión de la niebla matinal, estaba la vida verdadera, el mundo de los fenómenos, que eran la única realidad, entilmente representada por aquella chiquilla morena... Vaciló entre seguirla o marcharse y pensó: ¡Si yo me echara una novia!... Como de niño había pensado muchas veces, estudiando tras de los cristales, en bajar a la calle a jugar un poquito o a comprar un trompo en la cacharrería de enfrente...

Pero no, que el tío era inflexible, ordenancista, acostumbrado a que lo fuesen con él, pues, por una anomalía muy común en España, un general de división solía ser Director general de comunicaciones y los tenía a todos en un puño, como si constituyese un ejército en pie de guerra...

— Nada de escarceos; aquí sujeto, que todo se andará, solía decir el colateral.

Y Macario pasaba las tardes oyendo un piano que en el cuarto frontero tcclealia una muchachita, con monotonía dulce e inacabable, como canción de madre que duerme al niño en la cuna. Mientras oía el piano, pensaba Macario: "Todo se andará, dice mi tío... ¿Cuándo se andará?" Un dulce escepticismo, saturado de ironía, le penetraba... "¿Es que voy a jugar al trompo a los veinte años y a tener novia de quince a los cuarenta?... ¿Se pueden caprichosamente alterar las edades de la vida, equivocar la rítmica sucesión del tiempo dentro del alma, trastrocar las estaciones del espíritu y hacer del invierno verano, en el año solar o en el zodíaco del espirítu, porque a un ministro rutinario le da la gana de atiborrar el cerebro de niños de catorce años y de mozos de diecinueve con farragosos libros de texto?... " No, no; y Macario, socialista por entonces, a su modo; socialista de las necesidades espirituales, más preocupado de la sensibilidad que del estómago, pensaba en reformar este mundo absurdo y esta Humanidad cruel, que hace estudiar día y noche a un nene de quince abriles y deja corretear por calles y plazas a un hombre de cuarenta...

Una tarde encontró en la escalera a una muchachita desenvuelta y graciosa, con unos ojos negros de gitana y una cabellera crespa de diablesa. Era la nena que le había mirado tanto aquel día al entrar en la Biblioteca Nacional, y supo por la portera que era la misma que tocaba el piano en la habitación contigua a la suya. "También esa está estudiando, se dijo Macario... ¿Será nuestro destino estudiar siempre, sin saber el fin de nuestros estudios?... No hay teleología... Macario decía así un poco pedantescamente, porque ya sabía él lo que era eso... que un diputado a Cortes por el distrito donde había nacido su madre estaba empeñado en confundir con teología... No hay teleología en los planes ministeriales: y si no, ahí estaba el diputado, que asistía a las reuniones más aristocráticas, y se trataba con lo mejor de Madrid sin saber lo fue era teleología... ¿Para qué necesitaba haber estudiado aquel buen señor, que sólo leía periódicos y revistas semanales ilustradas?..."

De mozalbete, comenzó a ir a la Universidad, por la mañana, a cátedra de Literatura. Aquello ya era respirar: al menos se veían modistillas, se hablaba con los amigos y hasta se podía ir a la parada. Pero donde iba Macario, terminadas las clases, era a casa y después a la Biblioteca Nacional a leer libros, para hacerse hombre, como decía su tío, con una ironía inconsciente, "¡Hacerse hombre leyendo! pensaba Macario... Tiene gracia en medio de todo... Cuando precisamente se extrahumaniza uno por medio de los libros, se libra de la vida presente... y acaso esta es la única ventaja que tienen como saludable antídoto contra el tóxico de la vida, como narcótico libertador, como refugio del corazón herido por los hombres y por la realidad..."

Terminó por fin la carrera y poco después murió el tío Julián. Murió contento porque Macario ya era hombre. A poco estuvo de cantar: Nunc dimittis servum tuun, Domine... Pero no sabía latín y sólo pudo decir traduciendo el cántico de Simeón al caló del barrio de Arguelles:

— No me empacha la muerte, porque sé que dejo aquí un hombrecilo hecho y derecho...

Como tenía los ojos vidriados por la agonía, no reparó en que lo que dejaba allí era un rapazuelo de veintitrés años, desmedrado y flacucho, con la barba siempre a medio afeitar y los pómulos muy salientes...

A los veinticinco años ganó Macario la cátedra, después de haber estado los dos años subsiguientes a la muerte de su tío, oscurecido, solo, sombrío. Pasó aquel lapso de su vida metido en las bibliotecas horas muertas, sin temor al cansancio ni a cortar las digestiones de la bazofia escasa e iningerible que le servían en las casas de huéspedes baratas donde habitó.

¿Para qué le servía el haber estado tanto tiempo bebiendo ciencia, comiendo ciencia y almacenando ciencia?... Para ser, a los veinticinco años, catedrático en una capital de provincia, donde no había modistillas ni parada ni amigos con quienes jugar al toro por las escaleras de la Universidad... ¡Para ser un hombre serio, solemne, enchisterado!

Una voz, la del tío sin duda, sonando en la negrura de la alcoba, reprendíale por dentro:

— No, Macario, para algo más; para formar las generaciones.

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