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Miguel de Cervantes en AlbaLearning

Tomás Carrasquilla

"El ánima sola"

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Biografía de Tomás Carrasquilla en Wikipedia

 
 
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Música: Debussy - Petite Suite - 2: Cortege
 
El ánima sola
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos
A la plata
El ánima sola
La mata
 

ESCRITORES COLOMBIANOS

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José Asunción Silva
Ismael Enrique Arciniegas
Rafael Pombo
Tomás Carrasquilla
 

 

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En aquel tiempo, como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó el universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida; sus hombres todos, héroes y conquistadores; riquísimos sus feudos y regalías. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios que en él recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían.

En su ansia de perpetuarse, de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones por decenas, Como no se los diese bajó a dígitos y, por último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de la tierra o quería mortificarle: a cada espera enviábale una hembra, cuando no dos.

Entre la ilusión y el desengaño llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa, sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los siervos en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al magnate un heredero. Pagado, resarcido de todos se consideró con el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto que a nada en el mundo podía compararse. Pesóse el recién nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios. Su Sacra real Majestad vino en persona a sacarle de pila; repartiéronse ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; celebráronse fiestas por ocho días, y numerosos mensajeros llevaron la nueva a ciudades y castillos. Timbre de Gloria se nombró al heredero.

Rejuveneció el castellano con la dicha: de sombrío y sanguinario, tornóse regocijado y compasivo. Bajó a sus pecheros los impuestos; envió sus mesnadas en defensa de la cristiandad; dos galeras, costeadas a sus expensas, purgaban los mares de infieles; y las limosnas salían de sus arcas como de manantiales insecables. Colmó a las hijas y a la esposa, especialmente, de atenciones y finezas; hizo alianza con muchos caballeros, y grandes agasajos en su castillo.

Señores y vasallos, amigos y extraños competían en cariño al vástago precioso que trajo a la comarca tántas bendiciones. Timbre de Gloria confirmaba día por día el nombre que le dieron; en su persona pareció concentrarse el lustre y la grandeza de sus antepasados. El castillo, enantes tedioso y solitario, convirtiólo el infante en animada corte de placeres y discreteos. Tenía a perpetuidad un cuerpo de físicos que le velaban por turno, para extirpar, en cuanto asomase, el amago de la enfermedad; y todo por lujo solamente, porque Timbre de Gloria era la misma salud. Academias laicas y clericales lo instruían en matemática, humanidades y ciencias teológicas. Habilísimos maestros en artes bélicas, musicales y venatorias fueron llamados de lejanas tierras, para adiestrarlo en tan caballerescos ramos.

No en balde: a los dieciséis años daba quince y raya a unos y otros. Abismados se quedan los frailes con las hondas cuestiones que a menudo les propone; con los silogismos, en la más castiza latinidad, de que se vale a cada paso. No menos se pasman los matemáticos, al ver cómo caben y se relacionan en tan juvenil cabeza lo mismo los ápices del número y de la fórmula que las abstracciones del plano y del sólido. Ninguno como Timbre para garbear en el potro más indómito; ninguno como él en el manejo de gerifaltes y halcones; ninguno, para disparar venablos y ballestas. A su flecha no se escapan las pajaritas del cielo y en cuanto echa la jauría por delante, no hay alimaña segura, a ver por qué no se enmadriguera en el mismo centro de la tierra. Traslada a grandes distancias pesos enormes, como si fueran copos de algodón; para trepar y dar saltos, sólo las corzas lo rivalizan; en canto y danza, parece hijo de Apolo y de Terpsícore; tañe, como él solo, desde el pastoril y caramillo hasta la cítara del poeta; y en cuanto a desatarse en improvisadas endechas, al compás de un laúd, es para el doncel lo mismo que conversar.

Como, ya en esa edad, tuviera una fiereza, unas lozanías y una beldad que ponían pálida y convulsa a cuanta hembra le mirase, quiso el padre darle estado, a fin de que le dejara, antes de marchar a la guerra, un par de nietos, por lo menos. Tras de largo discurrir y excogitar, atúvose a la fama, y eligió á Flor de Lis, hija de un poderoso castellano y tenida en el Reino por la más bella y recatada.

Distante muchas jornadas del castillo de Timbre de Gloria estaba el de la hermosa; a él se encaminaron padre e hijo, cargados de riquísimos presentes, con gran séquito de escuderos y servidumbre. No bien hizo la petición el caballero cuando le fue concedida; y al avistarse los prometidos, ambos a dos estuvieron a punto de desmayarse: tan hermosos y seductores se hallaron uno a otro, de tal modo traspasados por puntas de amor. Concertáronse las bodas con el plazo perentorio de los preparativos, y, después de tres días de espléndidos festejos, partieron los peticionarios.

Tamaño acontecimiento trascendió hasta los reinos limítrofes: apenas si cabría en el mundo pareja más hermosa, más ilustre, y novios el uno para el otro más apropiados. Timbre de Gloria estaba como loco: aún a las fieras del monte, hasta a los mismos muros del castillo quería comunicarles su ventura; enajenábase con la ausencia: eternidad se le volvía la rapidez vertiginosa con que se gestionaban los aprestos y diligencias del matrimonio.

Más que con los garzones de su clase, le ligaban vínculos de tierna amistad con su maestro predilecto, el licenciado Reinaldo, varón doctísimo y preclaro, en quien cifró el mancebo cuanta fe y seguridad cupo entre amigos. El tal se hallaba, últimamente, en la corte, y Timbre de Gloria acudió en su busca, para hacerle partícipe de cuanto le acontecía y esparcirse con él en deliciosas confidencias.

Nunca tal hiciera. Grande atención prestó el licenciado al desbordante relato del doncel; y luego, con aire y tono de quien posee un secreto por nadie sospechado, dejóse decir estas palabras:

-Hermosa como el sol es tu prometida, amigo mío. Rica-hembra más celebrada no conozco; pero...

-¿Pero qué, maestro?

-¡Pero!... -volvió a decir el licenciado.

Y a que se explicase no fueron parte ni el ruego, ni las promesas, ni las lágrimas de su discípulo. Separóse de Reinaldo con el corazón emponzoñado. Ese pero que nada definía, que nada concretaba, tuvo para él, en la boca autorizada de su maestro y amigo, la sugestión terrible de lo desconocido.

¿Qué sería? ¿Qué no sería? ¿Un alerta, acaso? ¿Un pronóstico? ¿Cuántas y cuáles consecuencias tendría eso en su destino? ¡Imposible adivinarlo! Mas, fuese esto, aquello o lo de más allá, no le cabía duda que era algo grave tal vez vergonzoso, que, en su inexperiencia de niño, no le era dado ni sospechar siquiera.

Sólo así se explicaba la obstinación de su maestro en aclarar el asunto; de otra suerte no concebía aquel pero en boca por la que hablaban la prudencia y la sabiduría.

Labrándole, corroyéndole la palabra cada vez más, llegó al castillo tan tembloroso y desencajado, que todos a una tuviéronlo por próximo a expirar. Corrieron los escuderos, corrió el padre, corrió la madre, corrieron las hermanas; bajáronlo del corcel como un difunto y lo llevaron en vilo hasta su lecho. A la gritería y confusión, cobró alientos el mancebo; mas fue para arrojarse desatentado y ponerse de hinojos a las plantas de su padre. En tal guisa sacó la tizona y, con voces doloridas y entrecortadas, dijo así:

-Padre y señor: tomad mi propio acero y quitadme la vida; no la merezco ni la quiero. No la merezco, porque tengo de faltar al honor; no la quiero, porque no hay bajo el cielo hombre más desgraciado que vuestro hijo.

-¡Loco!... ¡Mi hijo está loco! -prorrumpió el castellano, presa del espanto.

-No estoy loco, padre y señor -replica Timbre de Gloria, con acento seguro y reposado-. Hoy más que nunca estoy en mis cabales; pero ni vos ni nadie en el mundo será poderoso a que yo tome por mujer a Flor de Lis. ¡Por mis padres que me escuchan, por el Dios que está en los cielos, juro que sólo en pedazos me llevan al altar y que no tomaré por esposa a otra mujer! De antemano me declaro reo de muerte, y os pido, padre mío, cumpláis la sentencia. Tomad mi espada... No vaciléis un punto.

-Alzate, hijo mío; enváina el acero, que estás loco.

-Tratadme como a tal, si así lo creéis; pero mi juramento es irrevocable.

Dijo y salió.

Creyóse en el castillo que, sobre la locura del hijo, vendría la muerte del padre: tan espantosa fue la apoplejía que le acometió. Pero estaba de Dios que escapase de ésa. No por ello amainó Timbre de Gloria. Ni su madre ni nadie pudo arrancarle las razones que le asistían para tamaños desafueros.

Días después, llamólo el caballero a su presencia, y le ordenó: Trépa a la torre del homenaje y, con tu propia espada, bórra el lema y la heráldica de nuestro blasón.

Ardua fuera la empresa para otro. En el lado más visible del altanero torreón, sobre la serie paralela de saeteras, campaba, labrado en piedra de sillería, el enorme escudo. Su divisa en latín y en grandes caracteres podía leerse a muchísima distancia. Traducida al romance, rezaba, más o menos: Primero la muerte que el deshonor.

Apresuróse el mancebo a cumplir su cometido. Colgó de las almenas una escala a manera de trapecio; deslizóse por ella como un acróbata, sacó la espada y principió. Había para rato. Trabajó desde el alba hasta la noche. Nada le detuvo: ni la dureza de la piedra, ni lo disparatado del instrumento, ni la violencia de la posición. Pasaban días y días, y el doncel siempre colgado. Ni una palabra le dirigió su padre en tánto tiempo. Si creyó al principio que con el recurso de la borradura cedería el obstinado, ya lo dudaba. En su cólera, no sabía a qué castigo apelar.

Llegó un día en que de la gloriosa y complicada heráldica no quedó ni vestigio en el escudo. Fuése Timbre de Gloria a su padre y le dijo: Venid a ver si he cumplido vuestras órdenes.

Y fue el padre y vio.

Mandó al garzón se vistiera los arreos y las galas de caballero y tornase a su presencia; mandó a sus escuderos le trajesen las cadenas y los grillos más pesados que hubiera en los calabozos, la pellica más vieja que encontrasen en la cabaña de los pastores y las tijeras con que esquilaban las ovejas.

Doncel y escuderos tornaron a un tiempo; ellos, temblando de espanto; él, sereno e impasible.

Mándale el padre ponerse de rodillas y, en cuanto lo hace, córtale a tajos la cabellera de arcángel; júntala en manojo, y cual si fuera rayo de su cólera, lo lanza hasta el corral. Cógele por el cuello y lo levanta, tómale la espada, pártela en dos contra la rodilla y arroja los pedazos a un foso; despójalo de la espuela y las insignias, y, a dos manos, frenético, insano, le arranca, le desgarra, le hace añicos recamos, sedas y holandas. En viéndole desnudo, le echa encima las repugnantes pieles; cíñele luego los hierros remachándoselos él mismo con su propia mano. Apártase unos pasos, no bien termina; brama de ira y, entre acecidos y temblores, le dispara estas palabras:

¡Maldito sea el día en que te engendré! ¡Malditas las entrañas que te concibieron! ¡Aparta de mi vista, hijo desnaturalizado! ¡Véte a acabar tu vida, enterrado a pan y agua, en el sótano más hondo del castillo! ¡Púdrase tu cuerpo, hierva de gusanos antes de morirte, abísmese tu alma en los infiernos y caiga sobre tí la maldición de tu padre!

Repitió el eco las palabras, obscurecióse el cielo, corrió el espanto en la comarca; y Timbre de Gloria, escoltado por sus propios escuderos, marchó a la condena.

Un pergamino, escrito por el Capellán del castillo y firmado por una cruz -que era todo el autógrafo del castellano- fue remitido al padre de Flor de Lis. Por tal documento se le hacía saber la locura del mancebo y el fracaso consiguiente de las bodas.

De allí a poco, dio el anciano en sacrílega demencia. No la mano, sino el pie, puso en el rostro del Capellán; acabó a golpes de hacha con cuanta imagen de santo había en el castillo, suspendió de la horca la estatua de San Miguel, patrón glorioso de su raza; convirtió la capilla en perrera, y las venerandas reliquias de mártires, que de siglos atrás guardaba la familia como tesoro preciosísimo, fueron arrojadas al muladar.

Tras el furor, le sobrevino lamentable atonía; entróle frío en el tuétano, y murió, impenitente, blasfemo, espantoso.

La infortunada viuda quiso, al menos, desenterrar al maldecido. Bajó hasta la mazmorra y, a la luz de las antorchas con que dos pajes le alumbraban, vio al hijo de sus entrañas revolcado en su propia sangre, aplastada la cabeza como una masa informe.

No sobrevivió la infeliz a tánta desventura. Sus hijas e hijastras, unas quedaron locas, otras fatuas y tontas las restantes. Los siervos se alzaron a mayores; y sobre los inmensos dominios y riquezas de tan ilustre raza cernióse la rapiña.

Flor de Lis, entre tanto, se agostaba como azucena roída por el gusano. Viuda moralmente, muerta para el mundo y con el alma enferma, metióse religiosa en orden de estrecha regla.

Tan tétricos sucesos fueron asunto de una balada gemebunda, con que los dulces y errantes trovadores disipaban el tedio de los magnantes y hacían llorar a las castellanas, en las sombrías veladas del invierno.

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