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Pedro Antonio de Alarcón

"El amigo de la muerte"

XII: ¡Al fin... médico!

Biografía de Pedro Antonio de Alarcón en AlbaLearning
 
 
 
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El amigo de la muerte

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XII

¡Al fin... médico!

Gil Gil estaba entre su amor y la Muerte, o sea entre la muerte y la vida.

Sí; porque aquella lúgubre sombra que se había interpuesto entre él y la luna, nublando en el semblante de Elena los resplandores de la pasión, era la divinidad de las tinieblas, la fiel compañía de nuestro héroe desde la triste noche en que el entonces infortunado pensó suicidarse.

-¡Hola, amigo! -le dijo como aquella noche.

-¡Ah, calla!... -murmuró Gil Gil, tapándose el rostro con las manos.

-¿Qué tienes, amor mío? -preguntó Elena reparando en la angustia de su esposo.

-¡Elena!... ¡Elena!... ¡No te apartes de mí! -exclamó el joven desesperadamente, rodeando con el brazo izquierdo el cuello de la desposada.

-Tengo que hablarte... -añadió la Muerte, cogiendo la mano derecha de Gil Gil y atrayéndolo con dulzura.

-¡Ah! ¡Ven!... ¡Entremos!... -decía la joven, tirando de él hacia la quinta.

-¡No! ¡Ven!... ¡Salgamos!... -murmuraba la Muerte, señalándole la puerta del jardín.

Elena no veía a la Muerte ni la oía.

Este triste privilegio era sólo del duque de la Verdad.

-Gil..., ¡te estoy esperando!... -añadió el siniestro personaje.

El desgraciado se estremeció hasta la médula de los huesos. Copiosas lágrimas cayeron de sus ojos, que Elena enjugó con su mano. Desprendióse luego de los brazos de ésta, y corrió desalentado por el jardín, gritando entre desgarradores sollozos:

-¡Morir, morir ahora!

Elena quiso seguirle; pero, a causa, sin duda, del terror que le causó el estado de su esposo, al dar el primer paso cayó sobre la hierba sin sentido.

-¡Morir, morir!- seguía exclamando el joven con desesperación.

-No temas... -replicó la Muerte, acercándosele con afabilidad-. Por lo demás, es inútil que huyas de mí; la casualidad ha hecho que nos encontremos y no pienso abandonarte así como quiera.

-Pero ¿a qué has venido aquí? -exclamó el joven con acento de furor, enjugándose las lágrimas, como quien renuncia a la suplica, y quizá a la prudencia, y encarándose con la Muerte, no sin cierto aire de desafío-. ¿A qué has venido aquí? ¡Responde!

Y giró en torno la irritada vista como buscando un arma.

Cerca de él había un azadón perteneciente al jardinero; cogiólo con mano convulsiva, lo levantó en el aire como si fuera débil caña (que la desesperación había duplicado su fuerza), y repitió por tercera vez y con más ira que nunca:

-¿A qué has venido aquí?

La Muerte lanzó una carcajada que debiéramos llamar filosófica.

El eco de aquella risa se prolongó por mucho rato, repercutiendo en las cuatro tapias del jardín y remedando con su estridente son el chasquido de los huesos de muerto cuando dan unos contra otros.

-¡Quieres matarme! -exclamó por fin el ser enlutado-. ¿Conque la Vida se atreve con la Muerte? Esto es curioso... ¡Luchemos!

Dijo, y echando atrás su larga capa negra, mostró un brazo armado de otra especie de azadón (que más parecía una hoz o guadaña) y se puso en guardia enfrente de Gil Gil.

Tomó la luna el color amarillento de la cera que alumbra los templos el Viernes Santo; alzóse un viento tan frío, que hizo gemir de dolor a los árboles cargados de frutos; sintióse el lejano ladrido de muchos perros, o más bien largos aullidos de funeral augurio, y hasta pareció oírse allá, muy alto, en la región de las nubes, el destemplado son de innumerables campanas que tocaban a muerto...

Gil Gil percibió todas estas cosas y cayó de hinojos delante de su antagonista.

-¡Piedad! ¡Perdón! -le dijo con indescriptible angustia.

-Estás perdonado... -respondió la Muerte, ocultando su guadaña.

Y como si todo aquel fúnebre aparato de la Naturaleza hubiera provenido del furor de la negra divinidad, no bien lució una sonrisa en los labios de ésta, calmóse el frío de la atmósfera, callaron las campanas, dejaron de aullar los perros y brilló la luna tan dulcemente como al principio de la noche.

-¡Has pretendido luchar conmigo! -exclamó la Muerte con buen humor-. ¡Al finmédico! Levántate, infeliz; levántate, y dame la mano. Te he dicho ya que no temas nada por esta noche.

-Pero ¿a qué has venido aquí? -repitió el joven con creciente zozobra-. ¿A qué has venido aquí? ¿Cómo te hallo en mi casa? ¡Tú sólo entras donde tienes que matar a alguien!... ¿A quién buscas?

-Todo te lo diré... Sentémonos un momento... -respondió la Muerte, acariciando las heladas manos de Gil Gil.

-Pero Elena... -murmuró el joven.

-Déjala. En este momento está dormida; yo velo por ella. Conque vamos a cuentas. Gil Gil..., ¡eres un ingrato! ¡Eres como todos! ¡Una vez en la cumbre, das un puntapié a la escalera por donde has subido! ¡Oh! ¡Tu conducta conmigo no tiene perdón de Dios! ¡Cuánto me has hecho padecer en estos últimos días! ¡Cuánto! ¡Cuánto!

-¡Ay!... ¡Yo la adoro! -balbuceó Gil Gil.

-¡Tú la adoras! ¡Eso es!... La habías perdido para siempre; eras un miserable zapatero, y ella se iba a casar con un magnate; me interpongo entre vosotros y te hago rico, noble, afamado; te libro de tu rival; te reconcilio con tu enemiga y me la llevo al otro mundo; te doy, en fin, la mano de Elena, y ¡he aquí que en este momento me vuelves la espalda, te olvidas de mí y te pones una venda en los ojos para no verme!... ¡Insensato! ¡Tan insensato como los demás hombres! ¡Ellos, que deberían estar viéndome siempre con la imaginación, se ponen la venda de las vanidades del mundo y viven sin dedicarme un recuerdo hasta que llego a buscarlos! ¡Mi suerte es bien desgraciada! ¡No guardo memoria de haberme acercado a un mortal sin que se haya asustado y sorprendido como si no me esperase nunca! ¡Hasta los viejos de cien años creen que pueden pasar sin mí! Tú, por tu parte, que tienes el privilegio de verme con los sentidos físicos, y que no podrías olvidarte de mí así como quiera, te pusiste el otro día ante los ojos un olvido material, una venda de trapo, y hoy te encierras en un jardín solitario y te crees libre de mí para siempre! ¡Imbécil! ¡Ingrato! ¡Mal amigo! ¡HOMBRE..., y esto lo dice todo!

-Y bien... -tartamudeó Gil Gil, a quien la confusión y la vergüenza no habían hecho desistir de su recelosa curiosidad-, ¿a qué vienes a mi casa?

-Vengo a continuar la misión que el Eterno me ha encomendado cerca de ti.

-Pero ¿no vienes a matarnos?

-De ninguna manera.

-¡Ah!... Entonces...

-Sin embargo, ya que logro verte, o, por mejor decir, que tú me veas, necesito tomar ciertas precauciones a fin de que no vuelvas a olvidarme.

-¿Y qué precauciones son ésas? -preguntó Gil temblando mas que nunca.

-Necesito también hacerte ciertas revelaciones importantísimas...

-¡Ah! ¡Vuelve mañana!

-¡Oh!... No. ¡Imposible! Nuestro encuentro de esta noche es providencial.

-¡Amigo mío! -exclamó el pobre joven.

-¡Y tan amigo! -respondió la Muerte-. Porque lo soy necesito que me sigas.

-¿Adónde?

-A mi casa.

-¡A tu casa! ¿Conque vienes a matarme? ¡Ah, cruel! ¡Y ésa es tu amistad! ¡Espantoso sarcasmo! ¡Me haces conocer la ventura y me la arrebatas en seguida!... ¿Por qué no me dejaste morir aquella noche?

-¡Calla, desgraciado! -replicó la Muerte con solemne tristeza-. ¡Dices que conoces la felicidad!... ¡Cómo te engañas! ¡A eso propendo yo! ¡A que la conozcas!

-¡Mi felicidad es Elena! ¡Renuncio a todo lo demás!

-Mañana verás más claro.

-¡Mátame, pues! -gritó Gil, con desesperación.

-Sería inútil.

-¡Mátala a ella entonces! ¡Mátanos a los dos!

-¡Cómo deliras!

-¡Ir a tu casa, Dios mío! Pero ¡déjame siquiera despedirme de mi adorada!... ¡Déjame decirle adiós!...

-Accedo a ello... ¡Despierta, Elena! ¡Ven! ¡Yo te lo mando! Mírala... Allí viene...

-Y bien: ¿qué le digo? ¿A qué hora podré volver esta noche?

-Dile..., que al amanecer os veréis.

-¡Oh! ¡No!... ¡Yo no quiero estar contigo tantas horas!... ¡Hoy te tengo más miedo que nunca!

-¡Cuidado conmigo!

-¡No te enojes! -exclamó el desconsolado esposo-. ¡No te enojes, y di la verdad!... ¿Nos veremos, en efecto, al amanecer Elena y yo?

La Muerte levantó solemnemente la mano derecha y miró al cielo, mientras que su triste voz respondía:

-Te lo juro.

-¡Oh! Gil... ¿Qué es esto? -exclamó Elena, avanzando por entre los árboles, pálida, gentil y resplandeciente como una personificación mitológica de la luna.

Gil, pálido también como un desenterrado, descompuesto el cabello, torva la mirada, anheloso el corazón, besó en la frente a Elena y dijo con acento sepulcral:

-Hasta mañana. ¡Espérame, vida mía!

-¡Su vida! -murmuró la Muerte con honda compasión.

Elena levantó al cielo los ojos, bañados en dulces lágrimas; cruzó las manos poseída de misteriosa angustia y repitió con voz que no era de este mundo:

-Hasta mañana.

Y Gil y la Muerte se marcharon, y ella se quedó allí, entre los árboles, de pie, con las manos cruzadas y los brazos caídos, inmóvil, magnífica, intensamente alumbrada por la luna.

Parecía una noble estatua sin pedestal, olvidada en medio del jardín.

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