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Ramón Gómez de la Serna en AlbaLearning

Catulle Mendès

"El paraiso rehusado"

(Le paradis refusé. Pour lire au convent)

Biografía de Catulle Mendès en Wikipedia
 
 
 

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El paraiso rehusado

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I

Estaba soñando y se me apareció un ángel.

—Ángel hermoso—le dije—¿a qué debo la alegría de recibirte en tal hora de la noche en esta alcoba perfumada aún por mis amadas? ¿No sientes un arrobador aroma de pecado que debe ofender tu ofalto acostumbrado al incienso que esparcen las manos de once mil vírgenes allá en lo alto del cielo azul? ¿A que has venido?

El ángel sonrió y me dijo:

— Nosotros, los bienaventurados del Señor, también tenemos caprichos. Quiero protegerte, y he venido para preguntarte si te gustaría ir al Paraíso sin pasar antes por las vanas fórmulas de la muerte y de los funerales.

Ya comprenderéis cuánto debió agradarme semejante proposición. Acepté, pues, inmediatamente, y apenas había terminado de hablar cuando descendió hasta nosotros una nubecilla sonrosada en donde subimos el ángel y yo, elevándonos con rapidez en la soledad azul de la noche.

II

Mientras se desvanecían en la tenebrosa lontananza las moradas de los hombres, los montes y los ríos, pregunté á mi acompañante:

—Ángel tutelar, ¿es realmente tan hermoso el Paraíso como lo imaginamos los hombres? Habla ¡oh! divino guía.

Y el ángel respondió:

—No hay palabras en ningún idioma humano (los únicos que tú podrías comprender) para expresar el perpetuo prodigio de la paradisiaca mansión. Aún cuando te figurases el milagro de un jardín cuyo suelo tuviese el color y la transparencia del sol de verano, en donde todas las flores fueran vírgenes y donde el aire estuviese compuesto de evaporación de perlas, tu quimera distaría tanto de la realidad como una noche de helado invierno de una noche de ardoroso estío.

Habíamos dejado atrás las primeras estrellas cuando advertí que nos deteníamos.

—¿Qué pasa?

—La nube no puede seguir subiendo. Pesas mucho... Es decir, el peso que interrumpe nuestra ascensión no es una carga material. Si deseas llegar al Paraíso conviene que te desembaraces de las ambiciones, de los sueños de gloria y de opulencia que te abruman en el mundo inferior.

¿Qué poeta no ama los sueños de grandeza, los capitolios llenos de aclamaciones, las multitudes domadas por el ritmo pomposo de los versos; y en los palacios llenos de oro y pedrerías, los coros de jóvenes cantando rapsodias triunfales? Pero el deseo de llegar al Paraíso me dominaba, y resueltamente lancé al espacio, hacia la tierra desdeñada, mi orgullo, mis esperanzas de renombre y de riquezas, y... comenzamos a subir a gran velocidad.

III

Aun cuando muy lejos todavía del objeto sublime, bañábanos dulce y blanco resplandor. Salíamos de las tinieblas terrestres y entrábamos en el verdadero cielo. El aire que respiraba llenaba mi corazón de suave alegría, cuando de repente noté, lleno de inquietud, que nos deteníamos de nuevo.

—Ya veo en qué consiste—dijo el ángel.—Todavía pesas mucho.

—Pues ¿no he repudiado las ambiciones, los sue- ños de gloria y de opulencia?

—Sí, pero llevas en el fondo de tu alma los recuerdos de los amores humanos. No has olvidado las sonrisas ni los besos de las pecadoras.

—¿Cómo... también?—y para hacerme digno del Paraíso consentí en el cruel sacrificio de arrojar a las obscuridades de allá abajo el recuerdo de mis-mejores días.

Inmediatamente subimos, cada vez más de prisa.

IV

¡Oh espectáculo maravilloso! Al fin vi las puertas de diamante de la incomparable morada. Allí estaba el Paraíso. Me sentí desfallecer de emoción. Allí estaba el seno augusto de la eterna alegría.

Pero ¡ay! de nuevo noté que nos deteníamos.

—Aún pesas, aún pesas. Ánimo—me dijo el ángel; —un esfuerzo más y llegamos.

—¿Qué debo hacer?—pregunté.

—Aún te queda en lo más profundo del corazón, allá donde no llegan las ambiciones ni las concupiscencias, el recuerdo de una niña, que un día, en el lindero del bosque, cuando tú tenías dieciséis años, te negó un beso, el único que tú pedías. ¡Ea! arroja ese peso como has arrojado los otros, y llegarás al Paraíso que allí arriba resplandece.

— ¡No!—grité con rabia.

Entonces el ángel, con un gesto desdeñoso, me abismó al través de la luz y de las sombras y caí sobre la tierra dura y negra, lejos para siempre de los paradisiacos resplandores, pero feliz y dichoso de haber podido conservar en cambio el recuerdo de la pálida doncella, que una tarde, en el lindero del bosque, no quiso darme el único beso virginal y puro que yo he solicitado en toda mi vida.

 

Publicado en "Vida galante", el 5 de febrero de 1899

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