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María Luisa Bombal

"La amortajada"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 

La amortajada

(Continuación)

OBRAS DEL AUTOR
El árbol
La amortajada
La última niebla
Las islas nuevas
Lo secreto
Trenzas
 

ESCRITORES DE CHILE

Augusto D'Halmar
Baldomero Lillo
Francisco Coloane Cárdenas
Gabriela Mistral
María Luisa Bombal
Óscar Castro
Pablo Neruda
Poli Délano
Roberto Bolaño
Vicente Huidobro
 

 

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—Te recuerdo, te recuerdo adolescente. Recuerdo tu pupila clara, tu tez de rubio curtida por el sol de la hacienda, tu cuerpo entonces, afilado y nervioso.

Sobre tus cinco hermanas, sobre Alicia, sobre mí, a quienes considerabas primas —no lo éramos, pero nuestros fundos lindaban y a nuestra vez llamábamos tíos a tus padres— reinabas por el terror.

Te veo correr tras nuestras piernas desnudas para fustigarlas con tu látigo.

Te juro que te odiábamos de corazón cuando soltabas nuestros pájaros o suspendías de los cabellos nuestras muñecas a las ramas altas del plátano.

Una de tus bromas favoritas era dispararnos al oído un salvaje: ihu! ihu!, en el momento más inesperado. No te conmovían nuestros ataques de nervios, nuestros llantos. Nunca te cansaste de sorprendernos para colarnos por la espalda cuanto bicho extraño recogías en el bosque.

Eras un espantoso verdugo, Y, sin embargo, ejercías sobre nosotras una especie de fascinación. Creo que te admirábamos.

De noche nos atraías y nos aterrabas con la historia de un caballero, entre sabio y notario, todo vestido de negro, que vivía oculto en la buhardilla. Durante varios años, no pudimos casi dormir temerosas de su siniestra visita.

 

La época de la siega nos procuraba días de gozo, días que nos pasábamos jugando a escalar las enormes montañas de heno acumuladas tras la era y saltando de una a otra, inconscientes de todo peligro y como borrachas de sol.

Fue en uno de aquellos locos mediodías, cuando, desde la cumbre de un haz, mi hermana me precipitó a traición sobre una carreta, desbordante de gavillas, donde tu venías recostado.

Me resignaba ya a los peores malos tratos o a las más crueles burlas, según tu capricho del momento, cuando reparé que dormías. Dormías, y yo, coraje inaudito, me extendí en la paja a tu lado, mientras guíados por el peón Anibal los bueyes proseguían lentos un itinerario para mí desconocido.

Muy pronto quedó atrás el jadeo desgarrado de la trilladora, muy pronto el chillido estridente de las cigarras cubrió el rechinar de las pesadas ruedas de nuestro vehiculo.

Apegada a tu cadera, contenía la respiración tratando de aligerarte mi presencía. Dormías, y yo te miraba presa de una intensa emoción, dudando casi de lo que veían mis ojos: ¡Nuestro cruel tirano yacía indefenso a mi lado!

Aniñado, desarmado por el sueño, ¿me pareciste de golpe infinitamente frágil? La verdad es que no acudió a mí una sofa idea de venganza.

Tú te revolviste suspirando, y, entre la paja, uno de tus pies desnudos vino a enredarse con los mios.

Y yo no supe cómo el abandono de aquel gesto pudo despertar tanta ternura en mí, ni por qué me fue tan dulce el tibio contacto de tu piel.

 

Un ancho corredor abierto circundaba tu casa. Fue allí donde emprendiste, cierta tarde, un juego realmente original.

Mientras dos peones hurgaban con largas cañas las vigas del techo, tú acribillabas a balazos los murciélagos obligados a dejar sus escondrijos.

Recuerdo el absurdo desmayo de tía Isabel; todavía oigo los gritos de la cocinera y me duele la intervención de tu padre.

Una breve orden suya dispersó a tus esbirros, te obligó a hacerle instantáneamente entrega de la escopeta, mientras con esos ojos estrechos, claros y frios, tan parecidos a los tuyos, te miraba de hito en hito. En seguida levantó la fusta que llevaba siempre consigo y te atravesó la cara, una, dos, tres veces...

Frente a él, aturdido por lo imprevisto del castigo, tú permaneciste primero inmóvil. Luego enrojeciste de golpe y Ilevándote los puños a la boca temblaste de pies a cabeza.

—"¡Fuera!”—murmuró sordamente, entre dientes, tu padre.

Y como si aquella interjección colmara la medida, recién entonces desataste tu rabia en un alarido, un alarido desgarrador, atroz, que sostenías, que prolongabas mientras corrías a esconderte en el bosque.

No reapareciste a la hora del almuerzo.

"Tiene verguenza”— nos decíamos las niñas entre impresionadas y perversamente satisfechas. Y Alicia y yo debimos marcharnos cargando con el despecho de no haber podido presenciar tu vuelta.

A la mañana siguiente, como acudiéramos ansiosas de noticias, nos encontramos con que no habías regresado en toda la noche.

— "Se ha perdido intencionalmente en la montaña o se ha tirado al rio. Conozco a mi hijo... ” —Sollozaba tía Isabel.

—“Basta”, vociferaba su marido,— "quiere molestarnos y eso es todo. Yo también lo conozco”.

Nadie almorzó aquel día. El administrador, el campero, todos los hombres, recorrían el fundo, los fundos vecinos. —“Puede que haya trepado a la carreta de algún peón y se encuentre en el pueblo”— se decían.

A nosotras y a la servidumbre —que el acontecimiento liberaba de las tareas habituales— se nos antojaba a cada rato oir llegar un coche, el trote de muchos caballos. En nuestra imaginación a cada rato te traían, ya sea amarrado como un criminal, ya sea tendido en angarillas, desnudo y blanco— ahogado.

Mientras tanto, a lo lejos, la campana de alarma del aserradero desgajaba constantemente un repetir de golpes precipitados y secos.

Atardecía cuando irrumpiste en el comedor. Yo me hallaba sola, reclinada en el diván, aquel horrible diván de cuero oscuro que cojeaba, ¿recuerdas?

Traías el torso semidesnudo, los cabellos revueltos y los pómulos encendidos por dos chapas rojizas.

—"Agua”— ordenaste. Yo no atiné sino a mirarte aterrorizada.

Entonces, desdeñoso, fuiste al aparador y groseramente empinaste la jarra de vidrio, sin buscar tan siquiera un vaso. Me arrimé a ti. Todo tu cuerpo despedía calor, era una brasa.

Guíada por un singular deseo acerqué a tu brazo la extremidad de mis dedos siempre helados. Tú dejaste súbitamente de beber, y asiendo mis dos manos, me obligaste a aplastarlas contra tu pecho. Tu carne quemaba.

Recuerdo un intervalo durante el cual percibí el zumbido de una abeja perdida en el techo del cuarto.

Un ruido de pasos te movió a desasirte de mí, tan violentamente, que tambaleamos. Veo aún tus manos crispadas sobre fa jarra de agua que te habías apresurado a recoger.

 

Después...

Años después fue entre nosotros el gesto dulce y terrible cuya nostalgia suele encadenar para siempre.

 

Fue un otoño en que sin tregua casi, llovía.

Una tarde, el velo plomo que encubría el cielo se desgarró en jirones y de norte a sur corrieron lívidos fulgores.

Recuerdo. Me encontraba al pie de la escalinata sacudiendo las ramas, cuajadas de gotas, de un abeto. Apenas si alcancé a oir el chapaleo de los cascos de un caballo cuando me sentí asida por el talle, arrebatada del suelo.

Eras tú, Ricardo. Acababas de llegar— el verano entero lo habías pasado preparando exáimenes en la ciudad— y me habías sorprendido y alzado en la delantera de tu silla.

El alazán tascó el freno, se revolvió enardecido... y yo sentí, de golpe, en la cintura, la presión de un brazo fuerte, de un brazo desconocido.

El animal echó a andar. Un inesperado bienestar me invadió que no supe si atribuir al acompasado vaivén que me echaba contra ti o a la presión de ese brazo que seguía enlazándome firmemente.

El viento retorcía los árboles, golpeaba con saña la piel del caballo. Y nosotros luchábamos contra el viento, avanzábamos contra el viento.

Volqué la frente para mirarte. Tu cabeza se recortaba extrañamente sobre un fondo de cielo donde grandes nubes galopaban, también, como enloquecidas. Noté que tus cabellos y tus pestañas se habían oscurecido; parecías el hermano mayor del Ricardo que nos había dejado el año antes.

El viento. Mis trenzas aleteaban deshechas, se te enroscaban al cuello.

Henos de pronto sumidos en la penumbra y el silencio, el silencio y la penumbra eternos de la selva.

El caballo acortó el paso. Con precaución y sin ruido salvaba obstáculos: rosales erizados, árboles caídos cuyos troncos mojados corroía el musgo; hollaba lechos de pálidas violetas inodoras, y hongos esponjosos que exhalaban, al partirse, una venenosa fragancia.

Pero yo sólo estaba atenta a ese abrazo tuyo que me aprisionaba sin desmayo.

Hubieras podido llevarme hasta lo más profundo del bosque, y hasta esa caverna que inventaste para atemorizamos, esa caverna oscura en que dormía replegado el monstruoso mugido que oíamos venir y alejarse en las largas noches de tempestad.

Hubieras podido. Yo no habría tenido miedo mientras me sostuviera ese abrazo.

Chasquidos misteriosos, como de alas asustadas, restallaban a nuestro paso entre el follaje. Del fondo de una hondonada subía un apacible murmullo.

Bajamos, orillamos un estrecho afluente semioculto por los helechos. De pronto, a nuestras espaldas, un suave crujir de ramas y el golpe discreto de un cuerpo sobre las aguas. Volvimos la cabeza. Era un ciervo que huía.

Lenguas de humo azul brotaron de la hojarasca. La noche próxima nos intimaba a desandar camino.

Emprendirnos lentamente el regreso.

iAh, qué absurda tentación se apoderaba de mí! iQué ganas de suspirar, de implorar, de besar!

Te miré. Tu rostro era el de siempre; taciturno, permanecía ajeno a tu enérgico abrazo.

Mi mejilla fue a estrellarse contra tu pecho.

Y no era hacia el hermano, el compañero, a quien tendía ese impulso; era hacia aquel hombre fuerte y dulce que temblaba en tu brazo. El viento de los potreros se nos vino encima de nuevo. Y nosotros luchamos contra él, avanzamos contra él. Mis trenzas aletearsn deshechas, se te enroscaron al cuello.

Segundos más tarde, mientras me sujetabas por la cintura para ayudarme a bajar del caballo, comprendí que desde el moments en que me echaste el brazo ai talle me asaltó, el temor que ahora sentía, el temor de que dejara de oprimirme tu brazo.

Y entonces, ¿recuerdas?, me aferré desesperadamente a ti murmurando “Ven”, gimiendo “No me dejes”; y las palabras “Siempre” y “Nunca”. Esa noche me entregué a ti, nada más que por sentirte ciñéndome la cintura.

Durante tres vacaciones fuí tuya.

Tú me hallabas fría prque nunca lograste que cornpartiera tu frenesí, porque me colmaba el olor a oscuro clavel silvestre de tu beso.

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