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María Luisa Bombal

"La amortajada"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
La amortajada
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El árbol
La amortajada
La última niebla
Las islas nuevas
Lo secreto
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Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida detrás de sus largas pestañas.

A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no había logrado empañar. Respetuosamente maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los veía.

Porque Ella veía, sentía.

Y es así como se ve inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de las sábanas bordadas, perfumadas de espliego, —que se guardan siempre bajo llave— y se ve en vuelta en aquel batón de raso blanco que solía volverla tan grácil.

Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que han adquirido la delicadeza frivola de dos palomas sosegadas.

Ya no le incomoda bajo la nuca esa espesa mata de pelo que durante su enfermedad se iba volviendo, minuto por minuto, más húmeda y más pesada.

Consiguieron, al fin, desenmarañarla, alisarla, dividirla sobre la frente.

Han descuidado, es cierto, recogerla.

Pero ella no ignora que la masa sombría de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida y durmiendo un ceño de misterio, un perturbador encanto.

Y de golpe se siente sin una sola arruga, pálida y bella como nunca.

La invade una inmensa alegría, que puedan admirarla asi, los que ya no la recordaban sino devorada por fútiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda.

Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos.

Está su hija, aquella muchacha dorada y elástica, orgullosa de sus veinte años, que sonreía burlona cuando su madre pretendía, mientras le enseñaba viejos retratos, que también elIa había sido elegante y graciosa. Están sus hijos, que parecían no querer reconocerle ya ningún derecho a vivir, sus hijos, a quienes impacientaban sus caprichos, a quienes avergonzaba sorprenderla corriendo por el jardín asoleado; sus hijos ariscos al menor cumplido, aunque secretamente halagados cuandos sus jóvenes camaradas fingían tomarla por una hermana mayor.

Están algunos amigos, viejos amigos que parecían haber olvidado que un día fue esbelta y feliz.

Saboreando su pueril vanidad, largamente permanece rígida, sumisa a todas las miradas, como desnuda a fuerza de irresistencia.

El murmullo de la lluvia sobre los bosques y sobre la casa la mueve muy pronto a entregarse cuerpo y alma a esa sensación de bienestar y melancolía en que siempre la abismó el suspirar del agua en las interminables noches de otoño.

La lluvia, cae, fina, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer sobre los techos, caer hasta doblar los quitasoles de los pinos, y los anchos brazos de los cedros azules, caer. Caer hasta anegar los tréboles, y borrar los senderos, caer.

Escampa, y ella escucha níitido el bemol de lata enmohecida que rítmicamente el viento arranca al molino. Y cada golpe de aspa viene a tocar una fibra especíal dentro de su pecho amortajado.

Con recogimiento siente vibrar en su interior una nota sonora y grave que ignoraba hasta ese día guardar en si.

Luego, llueve nuevamente. Y la lluvia cae, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer.

Caer y resbalar como lágrimas por los vidrios de las ventanas, caer y agrandar hasta el horizonte las lagunas, caer. Caer sobre su corazón y empaparlo, deshacerlo de languidez y de tristeza.

Escampa, y la rueda del molino vuelve a girar pesada y regular. Pero ya no encuentra en ella la cuerda que repita su monótono acorde; el sonido se despeña ahora, sordamente, desde muy alto, como algo tremendo que la envuelve y la abruma. Cada golpe de aspa se le antoja el tic—tac de un reloj gigante marcando el tiempo bajo las nubes y sobre los campos...

No recuerda haber gozado, haber agotado nunca, así, una emoción.

Tantos seres, tantas preocupaciones y pequeños estorbos físicos se interponían siempre entre ella y el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningún pensamiento inoportuno. Han trazado un círculo de silencio a su alrededor, y se ha detenido el latir de esa invisible arteria que le golpeaba con frecuencia tan rudamente la sien.

A la madrugada cesa la lluvia. Un trazo de luz recorta el marco de las ventanas. En los altos candelabros la llama de los velones se abisma trémula en un coágulo de cera. Alguien duerme, !a cabeza desmayada sobre el hombro, y cuelgan inmóviles !os diligentes rosarios.

No obstante, allá lejos, muy lejos, asciende un cadencioso rumor.

Sólo ella lo percibe y adivina el restallar de cascos de caballos, el restallar de ocho cascos de caballo que vienen sonando.

Que suenan, ya esponjosos y leves, ya recios y próximos, de repente desiguales, apagados, como si los dispersara el viento. Que se aparejan, siguen avanzando, no dejan de avanzar, y sin embargo que, se diría, no van a llegar jamás.

Un estrépito de ruedas cubre por fin el galope de los caballos. Recién entonces despiertan todos, todos se agitan a da vez. Ella los oye, al otro extremo de la casa, descorrer el complicado cerrojo y las dos barras de la puerta de entrada.

Los observa, en seguida, ordenar el cuarto, acercarse al lecho, reemplazar los cirios consumidos, ahuyentar de su frente una mariposa de noche.

 

Es él, él.

Allí está de pie y mirándola. Su presencia anula de golpe los largos años baldíos, las horas, los días que el destino interpuso entre ellos dos, lento, oscuro, tenaz.

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