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Cabecita a pájaros |
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A mi querido amigo Federico Urrecha. I Hay gentes enfermas de una manía de pensamiento, las cuales, sin duda porque de muy antiguo se viene diciendo que los niños y los pájaros son muy semejantes en gracia y movilidad, miran a un pájaro con el gozo con que se mira a un niño, y así a los niños les aman y acarician con mimos y cuidados que dedicarían a un pájaro: de aquí que unas veces aprisionen a los pequeñuelos en jaula como a los pajarillos, o bien les concedan una desmedida libertad. En la rapidez de sus movimientos, en la vivacidad de sus miradas, en aquella alegría bulliciosa de que se hallan dotados los niños, claramente se descubre un gran parecido con la soltura y ligereza, el cántico, algarabía y la finura de sensibilidad de los pajaritos. Buen pájaro era a la verdad Manolito, el niño de mi cuento: era de tan vivo espíritu, que cogía las cosas al vuelo; y corría con sus piernecillas tan listo, que se hubiera podido decir que tenía alas, y además era muy picotero, esto es, muy parlanchín y cantarín; sus rizos tenían la dorada brillantez, la suavidad y la gracia aérea de un lindo plumaje; ¡y qué ojos de más pronta y fogosa mirada! — había algo en ellos de ese brillo de luminosa alegría, que es en los pajaritos un reflejo del cielo y una chispa del rayo del sol. De dichos y donaires que le acreditasen como inteligente y ocurrente, tantos tenía, que sería cuento de no acabar el referirlos; y si algunos decimos, dispénsennos los graves y concienzudos hombres prácticos o filósofos que aprecian en poco las nimiedades infantiles y las ternezas femeninas de esta literatura de juguete, a la cual yo, hombre barbado, me dedico, para divertir a las señoras mujeres y a los niños. Cierto día preguntaron a Manolito acerca de esa bobería tan eterna como el sol, el cual ya se pasa de pesado con esto de salir todos los días desde hace tantos siglos por el Oriente y marcharse por Occidente: tratábase de que Manolito dijese a quién quería más en el mundo. —A mamá es a la que quiero más,—replicó el niño. —Pues ¿y a tu padre? —A mi papá le quiero más de más. Lo cual tenía un doble sentido: primero, porque podía referirse a la mal enunciada idea de un mayor cariño al padre; y después, a que siendo este hombre huraño, frío y despegadote, tal el niño creyese que todo cariño estaba de más. Otra mañana llevábanle a bañar a la playa, cosa que él no veía con gusto, y a la cual oponía rebelde y descomedida resistencia. —¡Ah! ya verás—decíale su madre por seducirle,—ya verás los pececitos de lindos colores: ¿tú no has visto los pececitos? —Yo he visto los pececitos—replicaba el niño protestando lamentoso y con un fingido lloro,—sí he visto los pececitos, y me decían ¡no te bañes, Manolito! ¡Habría tunante! Él sentía cierto pavor ante el mar, tanto como gozo ante el ambiente aéreo y por el libre espacio. Habiéndosele preguntado qué profesión elegiría él en el mundo, contestó que deseaba ser arquitecto. —Arquitecto; ¿y para qué? —Para coger nidos,—contestó Manolito, comprendiendo, sin duda, que como los arquitectos dirigen las edificaciones de las casas, iglesias y palacios, y los pájaros suelen anidar en los tejados, ninguna profesión resultaba de mayor provecho que el trabajo de la arquitectura. No se enojen, por Dios, esos gravipensantes, que nada de cuanto va en este cuento se les dedica, ni pretendemos interrumpir el curso de sus prácticas calculaciones o el profundo y frío proceso de sus metafísicas con estas delicadas niñerías. La afición de Manolito a los pájaros era apasionada, y para éstos origen de temibles peligros, causa de sobresaltos y motivo de temores incesantes. El chicuelo, por amor o por simpática influencia no más, llevaba su afición hasta el extremo de desear la posesión de cuantos pajarillos pían en los nidos o vuelan por el aire. Así su alma mudaba de pensamientos con volubilidad extraordinaria, picando ora aquí, ora allá; y en rebusca continua de novedades, echábase a volar la imaginación de Manolillo. ¿Y quién detenía aquel vuelo tendido y largo, o a quién le sería dado seguir los giros y revoloteos de la infantil fantasía? Por parecerse a los pájaros, no había mañana que él no se despertase parloteando, al par que bullangueros aturdían con sus píos los gorriones de los tejados, y los verderones, jilgueros, pardillos, ruiseñores y alondras, con toda la infinita familia menuda de los pájaros, trinaban y gorjeaban en los árboles, haciendo de cada uno un arpa sonora, o cantaban en los campos embriagándose ante la lozanía del florido suelo y en el tibio espacio iluminado por ese viejo: el sol. Era cosa perdida aquel Manolito: las personas sesudas que miden la anchura de sus babuchas, y con sentido práctico a lo holgado y cómodo ajustan sus patosos pies, temían seriamente que no parase en bien aquel diablejo de muchacho, y le miraban recelosos, cual si se les fuera, alado y fugitivo, a escapar de entre las manos, volandero por los espacios. Más aún les acobardaba el bullicioso hervor de ideas y de llamaradas de aquella cabecita descompuesta, la charla de su lengua, la movilidad acobardadora de todo su cuerpo. Ya la soberana profecía de la vieja crítica, representada por los padres, los maestros, los tíos y los abuelos, había lanzado sobre Manolín furibunda sentencia: —Este chico acabará mal: es una cabeza alocada; una cabecita a pájaros. A veces el serio y pomposo senado reía a su pesar ante aquel diablillo decidor y gracioso; pero bien pronto la sabiduría de los ceños y la mudez pensaba seriamente en disponer los hierros y medir el espacio para encarcelar al niño-pájaro dentro de la saludable y discreta región de los mañosos convencionalismos. Entre tanto, el espíritu de Manolo era libre: el niño alocado era todavía bastante pequeño para escurrirse por cualquier resquicio, y sobrado grande para alarmar demasiado a las personas formales. |
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