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Capítulo 13
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Biografía de Efrén Rebolledo en Wikipedia | |
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
El enemigo |
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XIII Recogía los frutos de su esfuerzo. El ideal místico que soñara estaba formado; y había conseguido su empeño, porque Clara era la inocencia más acabada, la candidez misma, y le había abandonado su alma sencilla y sin mácula, tan dócil que sólo esperaba para manifestarse la cárcel de algún molde. Recogía los frutos de su esfuerzo. Cosechaba satisfecho el rubio trigo que había sembrado, y deleitábase en la contemplación de aquella alma que habían labrado su constancia y su amor, para después recrearse en ella. Mucho tiempo había empleado en su labor y mucho trabajo; pero ¿qué son el trabajo y el tiempo cuando la obra sale perfecta, y se ha podido transmitir al Paros el pensamiento y el sentimianto del artista? Y él había hecho más que los poetas y loa escultores; porque había labrado una alma en cuya belleza, obra suya, había de recrearse después y cuya perfeccíón debía ser su recompensa; aquella alma sumisa y benévola, dócil como una arcilla, él la había amasado durante mucho tiempo; y con su emoción artística y su bondad, había modelado una copa hermosísima, VAS SPIRITUALE, esbelta, de bordes cristalinos, donde había vertido su ideal de amor; y ahora, con el cáliz precioso en la mano, e inclinado sobre el milagroso elixir, bebía, bebía inefablemente, embriagándose con el jugo inmortal, con la esencia mística de sus dos ánimas venturosas. Porque él también había sido cogido por la fascinación; también él se había deslumbrado con los místicos horizontes, misteriosos como vagos jardines que había desenrollado ante los ojos de su amada, y con el espejismo de la felicidad en los ojos y en el corazón, soñaba, viviendo el amor de los bienaventurados. Clara jamás le dirigía la palabra a Gabriel, pero cuando éste hablaba despertaba del sueño que la absorbía, y escuchaba atenta, con la barba apoyada sobre las manos. Callaba obstinadamente escuchando sus palabras, gozando con el encanto de lo que oía, dando muestras con la sonrisa de cariño y aprobación. A través de sus ojos, húmedos y verdes, veía Gabriel cuanto había soñado; miraba su fondo puro y transparente, como el de un arroyo; tan claro que veía relucir las arenas plateadas y podría contar una a una las pedrezuelas; tan suaves que las sentía sobre su frente como una caricia de terciopelo. Cada jueves y domingo llevábale un ramillete de amapolas blancas, tenues y frágiles, como muchas alas de mariposas, olientes con el delicioso perfume de una primavera inefable; y las amapolas radiaban, más blancas que la toca de la Clarisa en una jardinera donde ella las refrescaba todos los días, sufriendo con la agonía de aquellas flores, para quienes pedia a Dios la inmortalidad. Surgía de las profundidades de su ser la simpatía por Gabriel, pero consciente y distinta; lo escuchaba pendiente de su labios, y sólo si había que traer algún libro, o hacer cualquier otro insignificante servicio, alzaba su rostro de las manos que dejaba caer, y se levantaba prestamente, manifestándole así su devoción. Amaba Clara sumisa y abandonada, entregada absolutamente a Gabriel, en quien veía un ser superior, como si fuera favorecida por una gracia celestial; y él también la amaba enamorado de tanta inocencia, recibiendo el culto de aquel corazón que ora ardía como brasa ardentísima donde el amor quemaba granos de incienso, ora perfumaba como una ROSA MÍSTICA, o alumbraba como cirio inexítinguible en el santuario de su reciproca adoración. Era aquel un amor llegado a los más celestiales deliquios; dominador, purísimo; de dos almas que podrían comunicarse de lejos porque no necesitaban de la corporal presencia; pues en la sombra, con los ojos entrecerrados para ver interiormente, y sin necesidad de ningún contacto físico sus espíritus como dos inmortales ángeles vestídos de oro y de luz se daban un beso eterno; las almas solas, fluidas, impalpables; confundiéndose como dos soplos, mezclándose como dos llamas, cruzando sus perfumadas espirales como dos nubes que se levantan del mismo aromático incensario. Clara llevaba, como había querido Gabriel, su hábito burdo y sencillísimo, que cubría sus cabellos, su garganta, sus pies, y solo dejaba visibles su rostro y dos manos maravillosas, blancas, surcadas de delgadas vetas azules, como si las recorriera interiormente un zumo de violetas. El amor tal como debe ser idealmente: puro, intelectual, los unia con sutiles cadenas de diamante, y el Deseo, la engañosa serpiente del paraiso, no asomaba aún su cabeza por entre las frondas del jardín, para tentarla curiosidad de aquella Eva candorosa. Dormía el Deseo, pero en cambio existían los demás transportes del amor; todo cuanto tiene de puro y espiritual; ambos lo gozaban, lo bebían, saboreábanlo como un celestial licor, delicioso, diáfano, sin que nunca se enturbiasen sus ondas cristalinas; creyendo ambos que aquel amor suyo era un venero divino que tenía su fuente en el corazón mismo de Dios. Y para Gabriel más grande era el deleite porque venía acompañado del triunfo; había realizado su ideal supremo: de acallar primero y matar luego sua instintos; y en la noche y en el día y a cualquier hora, su único pensamiento y su único sueño era la clarisa, la VIRGO PRUDENTÍSIMA que por el amor se habla convertido para él en una representación mental única, exclusiva, dominadora, sin que ninguna otra idea la suplantara o la eliminara de la conciencia; como si se hubiera paralizado el juego de las asociaciones; reinando como soberana, en absoluto señorío y predominación. Alucinado creía realizar el ideal supremo: no ser esclavo de los instintos; tan claro veía el cristal de sus sentimientos que ya no creía en el limo de barbarie que existe en la sangre de la humanidad y que brota cada vez de más hondo pero no desaparece nunca. Tenía fe el iluso en ei albedrío y en el ideal; creía ciego en lo que pasaba por su conciencia, absolutamente ajeno al trabajo lento y oculto pero constante del instinto, que se manifestarla algún día, único y arrollador. Pero él no asistía a esa labor oculta; y mientras, se embriagaba con su sueño, viendo en el día y en la noche y a cualquier hora a Clara con sus ojos verdes como dos esmeraldas, y extendidas sus manos de las que brotaba un maná de consuelos y de bendiciones. |
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