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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"Amnesia"

Capítulo 1

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Amnesia
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Toda la comedia o el drama de mi vida -no sé aún lo que es- dependió de una cerilla y de un soplo de viento, como dijo el otro.

¿Acaso dependen de algo menos tenue las grandes catástrofes de la historia?

Acababa yo de cumplir treinta años; iba por una calle del barrio de Salamanca -supongamos que por la de Ayala-; cogí un pitillo; quise encenderlo con mi peut-être; no hubo manera: saqué mi caja de cerillas, pues soy hombre prevenido. Pero un soplo de viento apagó la primera cerilla y creo que la segunda. Me metí en un portal de cierta casa lujosa, para lograr mí perseverante deseo. Encendí al fin el pitillo, pero mi corazón se encendió al propio tiempo. Bajaba los escalones de la marmórea escalera, Luisa Núñez, la que diez meses después era mi esposa en el templo de la Concepción de la calle de Goya.

-¡El Flechazo!

-¡Tú no sabes lo que eran los ojos de Luisa! Ni los de Pastora Imperio, ni los de la Minerva del Vaticano podían comparárseles.

Habrás advertido el supremo encanto de unos ojos claros; verdes o zarcos especialmente, en un rostro moreno: encanto y misterio...

Los de Luisa eran zarcos. En su tez trigueña, de un trigueño oscuro, evocaban reminiscencias de límpidas fuentes en la morena tierra.

Debo advertir para que no se culpe a otro que a mí de mi desgracia, que no uno, sino varios amigos oficiosos y buenos, desaprobaron mi matrimonio.

Conocían a Luisa y sabían que era una mujer frívola, muy pagada de su hermosura; de su pelo negro y luciente (no temas: no incurriré en la vulgaridad de decir que «como el ala del cuervo»); de su boca admirablemente dibujada (no receles que te diga que parecía «herida recién abierta»...); de su cuello Zulamita (lee lo que dice el Cantar de los Cantares); de la esbeltez, en suma, de su cuerpo.

-Es incapaz de querer a nadie. No está enamorada más que de la imagen que la devuelve su espejo -me cuchicheó Antonio Arévalo (que había sido su pretendiente).

-¡Se muere por los trapos! -me reveló su íntima amiga Leonor X.

-Tiene por las joyas una pasión de urraca -insinuó otra de sus amigas predilectas.

Y lo peor es que todos y todas tenían razón.

Luisa era frívola, desamorada, amiga del lujo; muñeca de escaparate, incapaz de una sola virtud.

Pero yo la amaba, la amaba como sólo esa vez he amado en mi vida.
¿Qué es preferible -me decía para consolarme de mi desgracia- vivir con una santa a quien no queremos ni para remedio, o adorar a una diabla?
¿No optaríamos todos por lo segundo?

De las veinticuatro horas del día, Luisa me echaba a perder por lo menos seis: las que pasaba a su lado. Pero como en esta vida nada es constante, ni las perrerías de una mujer, allá cada semana o cada dos, tenía una hora amable, una hora dulce... ¿y acaso una hora semanal o quincenal de felicidad (incomparable por cierto) no paga sesenta o setenta de miseria?

Esas mujeres amargas como el mar y como la muerte, cuando tienen la humorada de ser afectuosas y cálidas, eclipsan con su momentáneo embeleso a las más encantadoras.

Pero es muy poco de todas suertes una hora quincenal de bienaventuranza, cuando los otros catorce días y veintitrés horas no hemos hecho más que sufrir.

Luisa me arruinaba económica, física y moralmente.

En mis desolaciones yo sólo veía un remedio posible a mis males: un hijo.

La maternidad suele transformar a la mujer más casquivana. Se han visto casos de conmovedoras metamorfosis. (¿Quieres santificar a una mujer? -dice Nietzsche- Hazla un hijo).

Dos años, empero, llevábamos ya de cadena, exclamando quizá cada uno a sus solas lo que reza la célebre aguafuerte de Goya: «¡Quién nos desata!», cuando empecé a advertir en Luisa signos inequívocos de que los dioses escuchaban mis súplicas.

El doctor y ella confirmaron mis deliciosas sospechas.

Como era una mujer elegante y vanidosa, discurrió pasar los meses de buena esperanza, en el campo.

Busqué una quinta rodeada de árboles, cerca de una vieja ciudad castellana, y nos fuimos a vivir allí con nuestros criados de más confianza, un piano y algunas docenas de libros.

La soledad, el apartamiento, exasperaron los nervios de Luisa. Pero yo huía con mis libros a las habitaciones más apartadas del caserón y contemplando a ratos el campo y a ratos con mis autores favoritos, iba pasando el tiempo...

Estaba visto que la mala suerte (así lo creía yo en mi ceguera) me había de seguir a todos los escondrijos. A pesar de nuestras precauciones, el alumbramiento de Luisa fue inesperado. El médico se hallaba en Valladolid, a cientos de kilómetros nuestra quinta; la comadrona estuvo en su cometido a la altura de un zapato, y Luisa, a consecuencia de un descuido tuvo una hemorragia tal, que por poco deja huérfana a la pobre niña que vino al mundo en circunstancias tan tristes.

Se salvó por milagro, pero quedó en un estado de debilidad tan grande que un mes después apenas sí podía penosamente andar.

Vino la anemia cerebral con todos sus horrores, y su memoria empezó a flaquear.

Olvidaba con frecuencia los nombres de las cosas, se extraviaba en el caserón, confundía a los criados. Un día desconoció a su propia hija. Pusiéronsela en el regazo y quedósela mirando con perplejidad...

Por fin llegó lo esperado con angustia: la amnesia completa.

El alma de Luisa: aquella alma frívola, locuela, mariposeante, cruel a veces..., pero alma al fin, naufragaba en el Océano de la inconsciencia.

Como un telón negro, la mano misteriosa de lo invisible cubría el pasado.

Detrás quedaba la identidad del yo, el hilo de luz que ata los estados de conciencia, los experimentos, las sensaciones de la vida anterior...

Luisa Núñez ya no existía.

Un fantasma -hermoso, de carnes delicadas y tibias, pero fantasma nada más-, continuaba la vida de aquella mujer adorada.

Me fui con ella a París a buscar un especialista famoso.

La examinó concienzudamente y me dio una conferencia sobre las psicosis antiguas y modernas.

No creía que fuese hacedero en mucho tiempo -en años- que Luisa recobrase la memoria de su pasada existencia, pero en cambio era posible reeducarla para la vida, como a una niña. Cabía enseñarla nociones simples, darla lecciones de cosas, sin fatigar su cerebro; seguir con ella en el campo, en un sitio sano y apartado, un procedimiento análogo al de los Kindergartens.

-Es -me dijo el doctor, y me dio el porqué con explicaciones técnicas que no acertaría a repetir ni viene al caso-, es como si hubiera vuelto a nacer.

»¿Ha leído usted -prosiguió con sonrisa ambigua- lo que dicen las religiones indias y algunos de los griegos acerca de la palingenesia?

»El alma, al encarnar, olvida toda su larga historia anterior, que, según parece, no le serviría de estímulo sino de desconsuelo, y haría imposible sus relaciones con muchos de sus semejantes, pues es de clavo pasado que el interfecto no soportaría la vista de su asesino, el marido engañado la de su infiel, el comerciante la de su cajero ladrón; e inconcuso que quien en otras vidas tropezó y cayó, perdería en la actual con este recuerdo la moral para regenerarse. El alma, pues, come “la flor de loto”, pero no olvida en realidad ciertas cosas, según afirman los teorizantes.
»Sólo que sus recuerdos se transforman en instintos. El hábito no es más que un recuerdo despersonificado -dice Janet-. De allí las simpatías y antipatías súbitas, las corazonadas, los presentimientos.

»Pues bien; el caso de su esposa es análogo.

»Renace ahora... Nada recuerda de su vida pasada; hasta ignora que tuvo una hija. Pero su memoria, que procederá como instinto mientras no cure de la amnesia, hará, así lo espero, que experimente simpatías por usted.

»Con dulzura, y sobre todo, recuérdelo, sin fatiga, usted la reeducará.

»En suma -añadió-, la experiencia es nueva, dulce y tentadora. Con el mismo cuerpo de la mujer amada, el destino le otorga a usted un alma nueva, un alma blanda que usted, si es artista, sabrá modelar...».

Las palabras de aquel sabio médico -que por pura casualidad no era materialista- me sedujeron, y algunos días después, con mi esposa, mi hija y mis fieles criados, me instalaba en una hermosa quinta de Santander, desde la cual el panorama era admirable, como todos los panoramas de la Montaña.
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