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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El maestro Martín y sus mancebos"

Capítulo 9

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El maestro Martín y sus mancebos

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IX

A la alegre animación que reinaba hasta entonces en el taller del maestro Martín, sucedió un periodo de tristeza. Reducido imposibilitado de trabajar estaba en cama, el maestro con el brazo en cabestrillo, echaba sapos y culebras contra Conrado, y ni Rosa, ni Marta, ni los hijos de ésta se atrevían a volver al teatro de tan deplorables acontecimientos. Únicamente Federico trabajaba sin descanso, resonando su mazo en el solitario taller, como en otoño los hachazos del leñador en el fondo de la selva.

Profunda tristeza se había apoderado del alma del mancebo al ver claramente confirmadas las sospechas que desde mucho tiempo concibiera, esto es: que Rosa amaba a Reinoldo, pues le convencían de ello no sólo las palabras y miradas afectuosas que antes aquélla le dirigía, sino el no aparecer por el taller, desde que su camarada estaba enfermo, haciéndole todo presumir que permanecía en casa para poder cuidarle mejor.

Un domingo que hacía un tiempo espléndido, el maestro Martín, restablecido ya de su herida, le invitó a acompañarles a él y a Rosa hasta la pradera; pero oprimido por el dolor, se negó a ello, prefiriendo dirigirse a solas a las inmediaciones de la colina en donde conoció a Reinoldo. Tendióse sobre el césped a meditar acerca de la brillante estrella de esperanza que había iluminado su camino, y que entonces permanecía envuelta entre tinieblas; cuando consideró que todos sus esfuerzos se habían dirigido únicamente a realizar una quimera, se le agolparon las lágrimas a los ojos, cayendo sobre las florecillas, que con sus corolas inclinadas parecían compartir sus penas. Entre profundos suspiros, murmuró la siguiente canción:

«¿Dónde estás, dulce esperanza mía? ¡Ay, lejos, muy lejos, dando aliento a otro corazón que no es el que late en mí!

»Agitaos vientos de la noche, para despertar en mi pecho los pasados goces y los dolores del presente, agitaos hasta que mi corazón anegado en lágrimas, se raje luchando con sus estériles deseos.

»¿Por qué murmuráis, tiernas florecillas de la pradera? ¿Por qué vuestros ojos azules me con templan? ¿Será para mostrarme el refugio de la tumba, donde encontrar la paz ansiada?»

A menudo algunas lágrimas calman la más negra tristeza, pues no parece sino que un rayo de consuelo penetra en el alma a través del llanto. Sea lo que fuere, esta canción reanimó a Federico. La brisa de la tarde, los árboles, las florecillas que acababa de Invocar parecían dirigirle palabras de consuelo, y en el sombrío horizonte de su existencia vislumbró desde entonces dorados rayos, presagio de ventura, aunque lejana.

Levantóse y se dirigió a la aldea, pareciéndole que todavía Reinoldo caminaba a su lado, como el día de su encuentro, y todo lo que entonces dijeron se agolpó en su imaginación. La comparación de los dos pintores arrancó la venda de sus ojos,—No me cabe duda: Reinoldo amaba a Rosa, cuando se dirigía a casa de su padre, con el mismo intento que yo, y al presentarme el ejemplo de los dos pintores, quiso prevenir la competencia que entre los dos iba a entablarse. Resonaban todavía en sus oídos las palabras de su camarada: «Un mismo objeto, una ambición misma deben contribuir a estrechar los vínculos de dos buenos amigos, lejos de relajarlos, pues la envidia y el odio no caben en pechos generosos».—Sí, es verdad,—exclamó,—y mañana mismo, amigo mío, vas a desvanecer francamente mi postrera esperanza.

Al día siguiente por la mañana llamó a la puerta, del aposento de Reinoldo, y como nadie le contestara, levantó el pestillo, y entró en el cuarto. No había traspuesto todavía los umbrales, cuando quedó estático, al aparecérsele iluminado por los reflejos de un sol magnífico el retrato de Rosa, con todos los hechizos y gracias de su juventud. El asiento colocado junto al caballete y los frescos colores esparcidos por la paleta, indicaban que no hacía mucho tiempo que aun se había trabajado en aquella obra maravillosa.

—¡Rosa!... ¡Rosa!...—exclamó adelantándose y devorando el lienzo con los ojos,—al mismo tiempo que se sentía un golpecito en los hombros y la voz de Reinoldo que le decía:—¿Qué tal? ¿Qué te parece este retrato?

Federico le abrazó lleno de efusión, exclamando:—¡Oh, maravilloso artista! Ahora lo comprendo todo: tuyo es el premio.—¿Y cómo podía atreverme a disputártelo? ¿Qué soy yo a tu lado y qué es mi arte comparado con el tuyo? ¡Ay de mí! También tenía yo mi proyecto en la cabeza; no te rías, Reinoldo; también había imaginado modelar su precioso busto y luego fundirlo en la plata más fina que encontrara; pero esto sería sólo una niñada, mientras que tú... ¡Oh! qué bella está! cómo nos sonríe! ¡Reinoldo, eres el más feliz de los hombres! Tus predicciones se han cumplido; entrambos hemos luchado, la victoria es tuya: por eso mi corazón deja de amarte. Únicamente siento desde ahora la necesidad de ausentarme de esta casa y de mi patria, pues conozco que moriría si volviera a verla. Perdóname, querido amigo; pero voy a partir ahora mismo, para arrastrar lejos de aquí mis dolores y pesares.

Dicho esto, Federico iba a marcharse; pero Reinoldo le detuvo y le dijo con dulzura:—No, no te irás, pues quizá vaya todo de un modo completamente distinto de lo que te figuras. Ya es tiempo de manifestarte lo que hasta ahora te he ocultado. Acabas de ver que no soy tonelero, sino pintor, y este cuadro te demostrará que no soy de los peores. Ahora bien, siendo todavía muy joven me fui a Italia, patria de las artes, donde logré ponerme en buenas relaciones con los más famosos pintores, los cuales encendieron en mí el sagrado fuego. Llegué a hacerme celebre, mis cuadros eran admirados y el duque de Florencia me llamó a su corte. Desdeñaba entonces la escuela alemana y, sin haber visto nunca sus obras maestras, tachaba de áridos los toques y de incorrecto el dibujo de vuestros Dürers y Kranachs, hasta que un día un mercader de cuadros trajo para las galerías del gran Duque una madona del primero, la cual me cautivó de tal modo, que en el mismo instante resolví partir para Alemania, deseoso de admirar y estudiar sus obras de arte. Llego a Nuremberg, veo a Rosa, y distingo en ella la viviente imagen de aquella madona, que de tal modo había excitado mi entusiasmo, y lo mismo que tú, mi buen Federico, un súbito amor por ella inflama mis entrañas. Espero poder acercarme a la joven, valiéndome de alguno de aquellos medios tan comunes en Italia; pero todo en vano, pues ya sabes que la casa del maestro no se abre tan fácilmente. Concibo entonces la idea de presentarme lisa y llanamente a pretender su mano, y me dicen que el maestro Martín tiene la firme resolución de no concederla más que a un mancebo tonelero. Resuelvo por fin irme a Estrasburgo a aprender el oficio y volver cuanto antes a colocarme en su casa, dejando a la Providencia lo restante. Ya sabes, pues, cómo he ejecutado mi proyecto; pero no debes ignorar adornas que hace pocos días me dijo el maestro, que:—viendo que prometía llegar a ser un buen tonelero y supuesto que galanteaba a Rosa y que a ella no le era indiferente, me aceptaría gustoso por yerno...

—Y cómo no,—dijo Federico en el colmo del dolor.—Sí, sí: Rosa te pertenece. ¿Cómo podía yo meterme en la cabeza el ser objeto de un honor semejante?

—Federico,—observó Reinoldo,—tú olvidas una circunstancia, y es que Rosa no ha confirmado todavía los buenos deseos de su padre. Es cierto que se me ha mostrado siempre deferente y amable; pero no es este aún, amigo mío, el lenguaje del amor. Prométeme, pues, suspender tu proyecto por tres días, portándote con calma y trabajando en el taller como de costumbre; yo quisiera acompañarte; pero desde que di la primera pincelada a este retrato, todos los útiles de tonelero me causan una aversión invencible y no podría, aun cuando me lo propusiera, empuñar un mazo. Suceda lo que suceda, dentro de tres días, sabrás lo que Rosa me haya dicho; y si me ama, entonces parte, y verás cómo el tiempo cicatriza las más crueles heridas.

Federico prometió aguardar resignado el fallo de la suerte, y por espacio de tres días evitó cuidadosamente todo encuentro con la joven, temeroso de descubrir la terrible agitación de su espíritu.

Llegó la hora decisiva y se dirigió al taller; pero andaba tan distraído en el trabajo y cometía tales torpezas, que el maestro tuvo necesidad de reprenderle más de una vez. Este, por otra parte, andaba también sumamente preocupado, prorrumpiendo de cuando en cuando en las palabras «intriga» e «ingratitud», sin desenvolver su pensamiento por lo claro.

Al anochecer recorría Federico el camino de la ciudad, cuando vió un jinete que se le acercaba; era Reinoldo, con la maleta de viaje a la grupa y vistiendo el mismo traje que llevaba, cuando trabaron conocimiento en la colina. Tenía el semblante pálido y descompuesto.

—¡Hola, te estaba buscando!—dijo apeándose y tomándole la mano.—Acompáñame un rato y sabrás lo que fue de mi amor.

—Sé feliz,—dijo después de haber dado algunos pasos en silencio,—ya puedes seguir trabajando y ocupar mi puesto, pues acabo de despedirme de la hermosa Rosita y del maestro Martín.

—¡Cómo!—exclamó Federico, estremeciéndose,—¿Partir cuando te acepta por yerno, y Rosa te ama?

—¡Ilusiones de los celos son las tuyas, amigo mío! pues es para mí más evidente que la luz del sol que Rosa únicamente me aceptaba para obedecer a su padre y que no arde en su corazón una chispa de amor por un persona! ¡Bonito enlace, siendo así! Hubiera podido durante toda la semana encajar aros en los toneles con mis aprendices, y todos los domingos acompañar a mi digna esposa a Santa Catalina o San Sebaldo y por la tarde a la pradera, y el año próximo como el pasado, ¡durante toda mi vida!...

—No hagas burla, por Dios,—dijo Federica interrumpiéndole, de los honestos goces de la vida doméstica,—que si Rosa no te ama, no será, suya la culpa, si no de tu genio arrebatado...

—Tienes razón,—exclamó Reinaldo,—es la mía una pícara costumbre: sentirme herido y gritar como un niño mimado, es lo mismo. Pero vamos al caso. Cuando hablé con Rosa de mi amor y de la voluntad de su padre, brillaron las lágrimas en sus ojos, su mano tembló bajo las mías y volviendo la cabeza a un lado, dijo:—No puedo separarme de los deseos de mi buen padre.—Con esto tuve bastante. Ahora es preciso que comprendas lo que pasa en mí. El deseo que experimentaba de poseerla fue una ilusión de los sentidos, pues desde que acabé el retrato, me sentí enteramente tranquilo, cual sí todo ello se hubiese reducido a una pasajera pasión de artista. Además se me hizo insoportable el oficio de tonelero y odiosa la vida de artesano, considerándome desde entonces como preso en un calabozo y cardado de cadenas. ¿Cómo podía casarme con la virgen celeste que llevo en el corazón? No: es preciso que la juventud y la belleza que con mi imaginación le he prestado, sean eternas, no perezcan nunca. ¡Ah! Con cuánto ardor y anhelo me inspiraré en ellas entregándome nuevamente por completo al divino arte! ¡Pronto volveré a verte en todo tu esplendor, adorable patria de la pintura!...

Llegaron los dos amigos a una encrucijada, donde se separaba su respectivo camino.—Despidámonos aquí!—exclamó Reinoldo abrazando tiernamente a Federico. Luego montó de nuevo a caballo y se alejó rápidamente. Federico le siguió con la vista mientras pudo, regresando a casa del maestro, con el ánimo agitado por cien distintos pensamientos.

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