Diario de Richard Bracquemont. Estudiante de medicina.
Lunes, 28 de febrero.
Me instalé aquí la noche pasada. Deshice mis dos maletas, ordené unas pocas cosas y después me acosté. He dormido maravillosamente; acababan de dar las nueve cuando me despertó un golpe en la puerta. Era la patrona del hotel que me traía personalmente el desayuno. Indudablemente se muestra muy solícita conmigo, a juzgar por los huevos, el jamón y el exquisito café que me trajo. Me he lavado y vestido; después, mientras fumaba mi pipa, me he puesto a observar cómo hacía la habitación el mozo. Aquí estoy, pues. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que si tengo suerte podré llegar al fondo de la cuestión. Y si antaño París bien valía una misa..., ahora no se consigue tan barata..., y creo que bien puedo arriesgar mi miserable vida por ello. Esta es mi oportunidad y no pienso desaprovecharla. A propósito: hay quienes se han creído tan listos corno para intentar resolverlo. Al menos veintisiete personas se han esforzado en conseguir la habitación, algunos por medio de la policía y otros a través de la patrona del hotel. Entre ellos había tres damas. Así pues, he tenido bastantes competidores; todos ellos, probablemente, unos pobres diablos como yo.
Pero sólo yo he conseguido el puesto. ¿Por qué? ¡Ah!, yo era probablemente el único que podía ofrecer una «idea» a la astuta policía. ¡Una hermosa idea! Por supuesto, se trataba de una mera argucia. Estas anotaciones van dirigidas también a la policía. Y me divierte decir a esos señores desde un principio que me he burlado de ellos. Si el comisario es sensato dirá: «¡Hum! Precisamente por ello, Bracquemont es el hombre adecuado». De cualquier forma, me tiene sin cuidado lo que diga después. Ahora estoy aquí, y me parece de buen agüero haber iniciado mi trabajo dando una buena lección a esos caballeros. Primero hice mi solicitud a la señora Dubonnet, pero ésta me mandó a la comisaría de policía. Durante una semana anduve dando vueltas por allí todos los días; mi solicitud siempre «estaba sometida a estudio», y siempre me decían lo mismo, que volviera otra vez al día siguiente. La mayoría de mis competidores hacía tiempo que había arrojado ya la toalla; probablemente encontraron algo mejor que hacer que esperar hora tras hora en el mugriento puesto de policía. Para entonces, el comisario estaba muy irritado a causa de mi obstinación. Por último, me dijo claramente que era del todo inútil que volviera. Me estaba muy agradecido, así como a los demás, por mis buenas intenciones, pero no podía recibir ayuda de «legos aficionados». A menos que tuviera un plan cuidadosamente pensado.
Así pues, le dije que tenía esa clase de plan. Naturalmente, no tenía nada por el estilo y no hubiera podido proporcionarle ni un solo detalle. Pero le dije que mi plan era bueno, aunque bastante peligroso, que probablemente podría terminar como el sargento de policía, y que se lo explicaría tan sólo si me prometía llevarlo a cabo personalmente. Me dio las gracias por ello, expresando que, desde luego, no tenía tiempo para hacer una cosa así. Pero me di cuenta de que yo dominaba la situación cuando me preguntó si al menos podía adelantarle algo. Y eso hice. Le conté una historia fantástica y bien aderezada, de la que ni yo mismo tenía idea unos minutos antes. No entiendo en absoluto cómo me vinieron de repente esos pensamientos tan extravagantes. Le dije que, entre todas las horas de la semana, había una que ejercía una misteriosa y extraña influencia. Se trataba de la hora en la que Cristo había abandonado su tumba para descender a los infiernos: la sexta hora de la tarde del último día de la semana judía. Y debería recordar que era a esa hora del viernes, entre las cinco y las seis, cuando se produjeron los tres suicidios. No le podía decir más, por el momento, pero le recordé el Apocalipsis de San Juan.
El comisario puso cara de haberlo entendido todo, me dio las gracias y me citó para esa misma tarde. Entré en su despacho puntualmente; ante él, sobre la mesa, vi un ejemplar del Nuevo Testamento. Entre tanto, yo había hecho lo mismo: había leído el Apocalipsis de cabo a rabo... y no había entendido ni palabra. De cualquier forma, me dijo con suma amabilidad, creía comprender adónde quería yo ir a parar, a pesar de mis vagas indicaciones, y se confesó dispuesto a acceder a mi petición y a apoyarla en todo lo posible. He de reconocer que su ayuda me ha facilitado mucho las cosas. Ha llegado a un acuerdo con la patrona para que, mientras dure mi estancia en el hotel, mi alojamiento sea totalmente gratuito. Me ha dado un estupendo revólver y una pipa de policía. Los agentes de servicio tienen órdenes de recorrer la pequeña rue Alfred Stevens cuantas veces les sea posible y de subir a mi habitación a la menor indicación mía. Pero lo más importante ha sido que ha hecho instalar en mi habitación un teléfono de mesa, mediante el cual estoy en contacto directo con la comisaría. Como ésta se encuentra tan sólo a cuatro minutos de aquí, podré disponer de ayuda inmediata. Por todo esto entiendo que no debo temer nada.
Martes, 1 de marzo.
Nada ha ocurrido ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído de otra habitación un cordón nuevo para la cortina..., ¡como tiene tantas libres! Aprovecha cualquier ocasión para venir a verme y siempre me trae alguna cosa. He dejado que me contara otra vez lo sucedido con todo detalle. Pero no me ha aportado nada nuevo. Tiene sus propias opiniones respecto a los motivos de esas muertes. En cuanto al artista, piensa que se trataba de un amor desgraciado. Mientras fue su huésped el año anterior, había sido visitado frecuentemente por una joven dama, que este año ni apareció. Realmente no comprendía las razones que impulsaron al caballero suizo a tomar su decisión..., pero una no puede saberlo todo. Sin lugar a dudas, el sargento se había quitado la vida sólo para fastidiarla. He de confesar que estas declaraciones de la señora Dubonnet son un poco mezquinas. Pero la dejé parlotear; eso al menos hace menos tedioso el paso del tiempo.
Jueves, 3 de marzo.
Nada todavía. El comisario me llama un par de veces al día y yo le informo de que todo marcha maravillosamente. Evidentemente, esta información no le satisface del todo. He sacado mis libros de medicina y me he puesto a estudiar; así, al menos, tiene algún sentido mi retiro voluntario.
Viernes, 4 de marzo. 2 de la tarde.
He almorzado excelentemente. Además, la patrona me ha traído media botella de champán. Ha sido una auténtica comida de última voluntad; y es que me considera ya tres cuartas partes muerto. Antes de marcharse me suplicó, con lágrimas en los ojos, que me fuera de allí con ella; tenía miedo de que yo también me ahorcara «por fastidiarla». He examinado el nuevo cordón de la cortina. ¿Así, pues, pronto tendré que colgarme con esto? ¡Hummm!, no siento grandes deseos. Además, la cuerda es tosca y dura y sería difícil hacer con ella un nudo corredizo.... necesitaría una considerable dosis de voluntad para seguir el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado en mi silla, con el teléfono a la izquierda y el revólver a la derecha. Miedo no tengo, pero siento curiosidad.
Seis de la tarde del mismo día.
Nada ha ocurrido..., casi agregaría ¡desgraciadamente! La hora fatal llegó y se fue como todas las demás. Ciertamente no puedo negar que siento una especie de impulso de acercarme a la ventana... Ya lo creo, ¡pero por otras razones! El comisario llamó por lo menos diez veces entre las cinco y la seis; estaba tan impaciente como yo. Pero la señora Dubonnet está contenta: alguien ha logrado vivir en la habitación número 7 sin ahorcarse. ¡Fabuloso!
Lunes, 7 de marzo.
Ahora estoy convencido de que nada descubriré, y me inclino a pensar que los suicidios de mis predecesores han sido una rara coincidencia. He pedido al comisario que continúe con la investigación de los tres casos, pues estoy convencido de que dará finalmente con los motivos. Por mi parte, pienso quedarme aquí todo el tiempo que pueda. Probablemente no conquiste París esta vez, pero aquí me hospedo gratis y me alimento satisfactoriamente. Además, trabajo afanosamente y advierto que adelanto sobremanera. Finalmente, existe otra razón que me retiene aquí.
|