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Johann Wolfgang von Goethe en AlbaLearning

Johann Wolfgang von Goethe

"Las desventuras del joven Werther"

Carta 92

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Las desventuras del joven Werther

OBRAS DEL AUTOR
 
Hermán y Dorotea
Las desventuras del joven Werther
 

ESCRITORES ALEMANES

Arthur Schopenhauer
Christoph von Schmid
E.T.A. Hoffmann
Friedich Schiller
Gottfried Wilheim Leibniz
Hanns Heinz Ewers
Hermann Hesse
Hermanos Grimm
Johann Wolfgang von Goethe
Richard Volkmann
Thomas Mann

 

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A las once llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto: el criado contestó que le había visto pasar a caballo. Entonces le mandó una esquela abierta que sólo contenía estas palabras: "¿Quieres hacer el favor de prestarme tus pistolas para un viaje que he proyectado? Consérvate bueno. Adiós."

Poco durmió Carlota la noche anterior: se había realizado lo que ella había temido; pero habíase realizado de una manera que nunca pudo ella temer ni presentir. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido tranquilamente por sus venas, se agitaba én curso febril. Mil sensaciones distintas conmovían su noble corazón. ¿Era que le abrasaba el seno el calor de las caricias de Werther o que estaba indignida de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba el comparar su situación del momento con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse a su esposo? ¿Cómo confesarle una escena de que ella misma no quería darse cuenta, por más que no tuviese nada de que avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther, y precisamente ella debía romper el silencio para hacerle una confesión no menos penosa que inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuese para Alberto una gran mortificación. ¿Qué sucedería cuando supiese todo lo ocurrido? ¿Podría esperar que juzgase las cosas sin pasión, y las viese tales como habían pasado? ¿Podría desear que leyese claramente en el fondo de su alma? Y por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien su pecho había sido siempre un transparente cristal, y a quien ni había ocultado ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones le abrumaban, abismándola en una cruel incertidumbre, y siempre su pensamiento se volvía hacia Werther, que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar, a quien era preciso que abandonase y al que, una vez que la perdiese, ya no le quedaría nada.

Aunque la agitación de su espíritu no le permitiese ver claramente la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que separaba a su marido y Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes, que empezando por ligeras divergencias de sentimientos, habían llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. La tirantez se había aumentado por ambas partes, y había llegado a ser tal la situación que ya no podía despejarse sin violencia. Si una dichosa confianza los hubiera unido más en los primeros momentos; si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a algunas dulces expansiones, acaso habría sido posible salvar al desgraciado joven. Una circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como hemos visto en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de dejar el mundo. Alberto había combatido esta idea muchas veces, y con frecuencia había hablado sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había sostenido muy a menudo, con una rudeza impropia de su carácter, que semejante resolución no era de hombre serio, y hasta se había permitido alguna burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejase un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su espíritu aparecían siniestras imágenes; pero eso mismo impedía que participara sus temores a su marido.

No tardó Alberto en llegar, y ella salió a recibirle con una solicitud no exenta de turbación. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus negocios por ciertas dificultades, hijas del carácter intratable y minucioso del juez. El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor. Preguntó si había ido alguien durante su ausencia, y su mujer se apresuró a decirle que Werther había estado allí la víspera por la tarde. Informado después de que en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto, operó una nueva revolución en el espíritu de ésta. El recuerdo de su generosidad, de su amor y de sus bondades, le devolvió el sosiego. Tuvo un secreto deseo de seguirle, y, decidida a ello, hizo lo que hacía muchas veces, ir a buscarle a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo las cartas; algunas parecían preñadas de noticias desagradables. Le dirigió varias preguntas sobre esto, y él contestó lacónicamente, poriéndose luego a escribir.

Durante una hora permanecieron silenciosos, uno enfrente del otro. Carlota se entristecía por momentos. Comprendía que aunque su marido estuviese del mejor humor del mundo, iba a verse apurada para comunicarle lo que sentía su corazón, y cayó en un abatimiento que se hacía más profundo a medida que se esforzaba por ocultar y devorar sus lágrimas.

La llegada del criado de Werther aumentó la turbación que experimentaba. Aquél entregó la carta de su amo, y Alberto, después de leerla, se volvió fríamente a su mujer, diciéndole:—"Dale mis pistolas." Dirigiéndose luego al criado, añadió: — "Decid a vuestro amo que le deseo un buen viaje."

Estas palabras produjeron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas tuvo fuerzas para levantarse. Se acercó lentamente a la pared, descolgó las armas y las limpió con mano temblorosa. Estaba indecisa, y hubiera tardado largo rato en entregárselas al criado, si Alberto, con una mirada interrogadora, no la hubiese obligado a obedecer al punto. Carlota entregó las pistolas al criado sin poder articular una sola palabra. Así que éste hubo salido, Carlota volvió a coger su labor y se retiró a su cuarto, presa de una turbación espantosa y con el corazón agitado por siniestros presentimientos. Tan pronto quería ir a arrojarse a los pies de su marido y confesarle la escena de la víspera, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de qué serviría aquel paso. ¿Podía esperar que su marido, atendiendo a sus ruegos, corriese inmediatamente a casa de Werther? La comida estaba en ía mesa. Llegó una amiga de Carlota, que sin más objeto que el de verla, y temiendo importunar, quiro retirarse. Carlota la retuvo en su compañía. Esto dio margen a una conversación que animó la comida, y aunque esforzándose, se charló, y al cabo se dio todo al olvido.

El criado de Werther llegó a su casa con las pistolas y las entregó a su amo, que se apresuró a cogerlas al saber que venían de las manos de Carlota. Mandó que le llevaran pan y vino, y encargando después a su criado que fuera a comer, se puso a escribir.

"Han pasado por tus manos: tú misma les has quitado el polvo; tú las has tocado... y yo las beso ahora una y mil veces. ¡Ángel del cielo, tú favoreces mi resolución! Tú, Carlota, tú eres quien me presentas esta arma destructora: así recibiré la muerte de quien yo quería recibirla, iQué bien me he enterado por el críado de los menores detalles! Temblabas al entregarle estas armas... pero ni un "adiós" me envías. ¡Ay de mí, ni un "adiós"! ¿Acaso el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de embriaguez que me ha unido a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro de ello, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te idolatra."

Después de comer mandó al criado que acabase de arreglar los baúles. Rompió muchos papeles; salió a pasar algunas cuentas que tenía pendientes, y volvió luego a su casa. Más tarde, a pesar de que llovía, salió otra vez y llegó hasta el jardín del difunto conde de M***, fuera de la población. Estuvo paseándose largo tiempo por los alrededores, y regreso a su morada al anochecer. Entonces se puso a escribir.

"Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti te doy el último adiós. Tú, madre mía, perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios os colme de bendiciones. Todos mis asuntos quedan arreglados. Adiós: volveremos a vernos... y entonces seremos más felices."

"Mal he pagado tu amistad, Alberto, pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar; he introducido la desconfianza entre vosotros... Adiós: ahora voy a subsanar estas faltas. Quiera el cielo que mi muerte os devuelva la dicha. ¡Alberto! ¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la bendición de Dios descienda sobre ti."

Por la noche aun estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que arrojó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de éstos se reducía a breves disertaciones y pensamientos sueltos, de los cuales no conozco más que parte. A eso de las diez hizo que encendieran lumbre; mandó que le llevaran una botella de vino, y envió a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, se hallaba a gran distancia del de Werther. El criado se acostó vestido para estar dispuesto muy temprano, porque su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.

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