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Johann Wolfgang von Goethe en AlbaLearning

Johann Wolfgang von Goethe

"Las desventuras del joven Werther"

Libro Primero

Carta 31

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Las desventuras del joven Werther

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Las desventuras del joven Werther
 

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Libro Primero

Carta 31

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12 de agosto de 1771

Alberto es indudablemente el mejor de los hombres que cobija el cielo: ayer me pasó con él un lance peregrino. Había ido yo a su casa a despedirme, porque se me antojó dar un paseo a caballo por las montañas, desde donde te escribo ahora. Yendo y viniendo por su cuarto vi sus pistolas. — "Préstamelas para el viaje — le dije." — "Con mucho gusto — respondió, — si quieres tomarte el trabajo de cargarlas; aquí sólo están como un mueble de adorno." Tomé una; él continuó:—"Desde que mi previsión me jugó una mala pasada, nada quiero con esos instrumentos." Tuve curiosidad de saber esta historia, y él dijo: —"Habiendo ido a pasar tres meses en el campo con un amigo, llevé un par de pistolas: estaban descargadas, y yo dormía tranquilo. Una tarde lluviosa, en que no tenía nada que hacer, se me ocurrió la idea, no sé por qué, de que podían sorprendernos, de que podríamos necesitar las pistolas, y... tú sabes lo que son apreciaciones. Di mis armas al criado para que las limpiase y las cargara. Jugando éste con las criadas, quiso asustarlas, y Dios sabe cómo, disparóse el arma y, despidiendo la baqueta que estaba en el cañón, hirió en los músculos de la mano derecha a la doncella y le fracturó el pulgar. Sobre consolarla tuve que pagar la cura, y desde entonces dejo siempre las pistolas vacías. ¿De qué sirve la previsión, querido amigo? El peligro no se deja ver por completo. Pero..." Ya sabes cuánto quiero a este hombre; pero me encocoran sus peros. ¿Qué regla general no tiene excepciones? Este Alberto es tan meticuloso que cuando cree haber dicho una cosa atrevida, absoluta, casi un axioma, no cesa de limitar, modificar, quitar y poner hasta que desaparece cuanto ha dicho. No fue en esta ocasión infiel a su sistema; yo acabé por no escucharle, y meciéndome en un mar de sueños, con súbito movimiento apoyé el cañón de una pistola contra mi frente, encima del ojo derecho. — "Aparta eso — dijo Alberto, echando mano a la pistola. ¿Qué quieres hacer?" — "No está cargada — contesté." — " Y ¿qué importa? ¿Qué quieres hacer? — repitió con impaciencia. — No comprendo que haya quien pueda levantarse la tapa de los sesos. Sólo el pensarlo me horroriza." — "iOh, hombres! — exclamé ; — no sabréis hablar de nada sin decir: esto es una locura, eso es razonable, tal cosa es buena, tal otra, mala. ¿Qué significan todos estos juicios? Para emitirlos, ¿habéis profundizado los resortes secretos de una acción? ¿Sabéis distinguir con seguridad las causas que la producen y que lógicamente debían producirla? Sí tal ocurriese, no juzgaríais con tanta ligereza." — "Tú me concederás— dijo Alberto — que ciertas acciones serán siempre crímenes, sea cual fuere el motivo que las produzca." — "Concedido — respondí yo, encogiéndome de hombros. — Sin embargo, advierte, amigo mío, que ni aun eso es verdad en absoluto. Indudablemente el robo es un crimen; pero sí un hombre está a punto de morir de hambre, y con él su familia, y ese hombre por salvarla y salvarse se atreve a robar, ¿merece compasión o merece castigo? ¿Quién se atreverá a tirar la primera piedra contra el marido que en el arrebato de una cólera justa mata a su infiel esposa y al infame seductor? ¿Quién puede acusar a la sensible doncella que en un momento de voluptuoso deliquio se abandona a las irresistibles delicias del amor? Hasta nuestras leyes, que son pedantes e insensibles, se dejan conmover y detienen la espada de la justicia." — "Eso es otra cosa — respondió Alberto; — el que sigue los impulsos de una pasión pierde la facultad de reflexionar, y se le mira como a un ebrio o un demente."— "¡Oh, hombres de juicio! — exclamé sonriéndome. — ¡Pasión! ¡Embriaguez! ¡Demencia! ¡Todo eso es letra muerta para vosotros, impasibles moralistas! Condenáis al borracho y detestáis al loco con la frialdad del que sacrifica, y dais gracias a Dios, como el fariseo, porque no sois ni locos, ni borrachos. Más de una vez he estado ebrio; más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento; porque he aprendido que siempre se ha dado el nombre de beodo o insensato a todos los hombres extraordinarios que han hecho algo grande, algo que parecía imposible. Hasta en la vida privada es insoportable el ver que de quien piensa dar cima a cualquier acción noble, generosa, inesperada, se dice con frecuencia: — "¡Está borracho! ¡Está loco!" ¡Vergüenza para vosotros los que sois sobrios, verrgüenza para vosotros los que sois sabios!"—"¡Siempre extravagante! —dijo Alberto. — Todo lo exageras, y esta vez llevas la humorada hasta el extremo de comparar con las grandes acciones el suicidio, que es de lo que se trata, y que sólo debe mirarse como una debilidad del hombre; porque indudablemente es más fácil morir que soportar sin tregua una vida llena de amarguras."

Estuve a punto de cortar la conversación: no hay nada que me ponga más fuera de mí que el razonar con quien sólo responde trivialidades, cuando yo hablo con todo mi corazón. Pero me contuve, porque no era la primera vez que le oía decir vulgaridades y que me sacaba de mis casillas. Le repliqué con alguna viveza: —"¿A eso llamas debilidad? Te suplico que no te dejes seducir por las apariencias. ¿Te atreverás a llamar débil a un pueblo que gime bajo el insoportable yugo de un tirano, si al fin estalla y rompe sus cadenas? Un hombre que al ver con espanto arder su casa, siente que se multiplican sus fuerzas, y carga fácilmente con un peso que sin la excitación apenas podría levantar del suelo; un hombre que furioso por verse insultado, acomete a sus contrarios y los vence; a esos dos hombres, ¿se les puede llamar débiles? Créeme, amigo mío, si los esfuerzos son la medida de la fuerza, ¿por qué un esfuerzo supremo ha de ser otra cosa?" Alberto me miró y dijo: — "No te enojes, pero esos ejemplos que citas no tienen aquí verdadera aplicación." — "Puede ser — le contesté; — no es la primera vez que califican mi lógica de palabrería. Veamos si podemos representarnos de otro modo lo que debe experimentar el hombre que se resuelve a deshacerse del peso, tan ligero para otros, de la vida, porque no razonaremos bien sobre ello mientras nos andemos por las ramas.

"La naturaleza humana — proseguí — tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto grado, la alegría, la peña, el dolor; si pasa más allá, sucumbe. No se trata, pues, de saber si un hombre es débil o fuerte, sino de si puede soportar la extensión de su desgracia, sea moral, sea física; y me parece tan ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde, como absurdo sería dar el mismo nombre al que muere de una fiebre maligna." — "¡Paradoja! ¡Extraña paradoja!" — dijo Alberto. — "No tanto como crees — respondí. — Convendrás conmigo en que llamamos enfermedad mortal a la que ataca a la naturaleza de tal modo que sus fuerzas destruidas en parte, paralizadas, se incapacitan para reponerse y establecer por una revolución favorable el curso ordinario de la vida... Pues bien, querido amigo, apliquemos esto al espíritu. Mira al hombre en su limitada esfera, y verás cómo le aturden ciertas impresiones, cómo le esclavizan ciertas ideas, hasta que arrebatándole una pasión todo su juicio y toda su fuerza de voluntad, le arrastra a su perdición. En vano un hombre razonable y de sangre fría se compadecerá de la situación del infeliz; en vano le exhortará: es semejante al hombre sano que está junto al lecho de un enfermo, sin poderle dar la más pequeña parte de sus fuerzas."

Estas ideas parecieron a Alberto poco concretas. Le hice recordar a una joven que habían encontrado ahogada hacía poco tiempo, y le conté su historia. Era una criatura bondadosa, encerrada desde su infancia en el estrecho círculo de los quehaceres domésticos, de un trabajo siempre igual; que no conocía otros placeres que los de ir algunas veces a pasearse los domingos por los contornos de la ciudad con sus compañeras, engalanada con la ropa que poco a poco había podido adquirir, o bailar una sola vez en la fiesta mayor y charlar algunas horas con una vecina, con toda la vehemencia del más sincero interés, sobre tal chisme o cual maledicencia. El ardor de su juventud le hace sentir deseos desconocidos, que aumentan con las lisonjas de los hombres; sus antiguas diversiones llegan paso a paso a serle insípidas; al cabo encuentra a un hombre, hacia el cual le empuja con incontrastable fuerza un sentimiento nuevo para ella y fija en él todas sus esperanzas; se olvida del mundo entero; nada oye, nada ve, nada ama sino a él, sólo a él; no suspira más que por él, sólo por él. No está corrompida por los frivolos placeres de una inconstante vanidad, y su deseo va derecho a su objeto; quiere ser de él, quiere, en una unión eterna, encontrar toda la dicha que le falta, gozar de todas las alegrías juntas al lado del que adora. Promesas repetidas ponen el sello a todas sus esperanzas; atrevidas caricias aumentan sus deseos y sojuzgan su alma por entero: flota en un sentimiento vago, en una idea anticipada de todas las alegrías; ha llegado al colmo de la exaltación. En fin, tiende los brazos para abrazar todos sus deseos... y su amante la abandona. Mírala delante de un abismo, inmóvil, demente: una obscuridad profunda la rodea; no hay horizonte, no hay consuelo, no hay esperanza: la abandona el que era su vida. No ve el inmenso mundo que tiene delante ni los numerosos amigos que podrían hacerle olvidar lo que ha perdido; se siente aislada, abandonada de todo el universo, y ciega, acongojada por el horrible martirio de su corazón, para huir de sus angustias, se entrega a la muerte, que todo lo devora. Alberto, esta es la historia de muchos. ¡Ah!... ¿no es este el mismo caso de una enfermedad? La naturaleza no encuentra ningún medio para salir del laberinto de fuerzas revueltas y contrarias que la agitan, y entonces es preciso morir. ¡Ay del que lo sepa y diga!: — "¡Insensata!, si hubiera esperado, si hubiera dejado obrar al tiempo, la desesperación trocada en calma hubiera encontrado otro hombre que la consolase." Esto es lo mismo que decir: — "¡Loca!, ¡morir de una fiebre! Si hubiera esperado a recobrar sus fuerzas, a que se purificasen los malos humores, a que se apaciguase el arrebato de su sangre, todo se hubiera arreglado y todavía viviría."

No juzgando Alberto muy exacta esta comparación, opuso nuevas objeciones; entre otras cosas me dijo que yo no había hablado más que de una joven inocente, y que no debe juzgarse del mismo modo a un hombre de talento, cuya inteligencia menos limitada le permite ver el anverso y el reverso de las cosas. — "Amigo mío —exclamé, — el hombre siempre es hombre, y el talento que tengan éste o el otro sirve de poco, o más bien de nada, cuando al fermentar una pasión la naturaleza se arroja a los límites de sus fuerzas. Más aún... Ya volveremos a hablar de esto — añadí cogiendo el sombrero." Mi corazón estaba a punto de estallar, y nos separamos sin haber llegado a entendemos. Es verdad que en este mundo pocas veces sucede lo contrario.

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