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Johann Wolfgang von Goethe en AlbaLearning

Johann Wolfgang von Goethe

"Las desventuras del joven Werther"

Libro Primero

Carta 15

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Las desventuras del joven Werther

OBRAS DEL AUTOR
 
Hermán y Dorotea
Las desventuras del joven Werther
 

ESCRITORES ALEMANES

Arthur Schopenhauer
Christoph von Schmid
E.T.A. Hoffmann
Friedich Schiller
Gottfried Wilheim Leibniz
Hanns Heinz Ewers
Hermann Hesse
Hermanos Grimm
Johann Wolfgang von Goethe
Richard Volkmann
Thomas Mann

 

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Libro Primero

Carta 15

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1 de julio de 1771

Mí corazón, que sufre más que el que se consume en el lecho del dolor, comprende lo útil que debe ser Carlota para un enfermo. Ésta se va por unos días a la ciudad, a cuidar a una excelente señora, que, al decir de los médicos, está cerca de su fin, y desea llegar al amargo trance en brazos de mi amiga. La semana pasada hicimos una visita al pastor de San***, aldehuela situada en la montaña, a una legua de aquí. Carlota llevaba consigo a la mayor de sus hermanas, cuando entramos en el patio de la casa, al que daban sombra dos grandes nogales; el buen anciano estaba sentado en un banco, delante de la puerta. Pareció reanimarse a la vista de Carlota; olvidó su nudoso bastón, y se arriesgó a salir a recibirla. Carlota corrió a él, le obligo a sentarse, haciéndolo ella a su lado: le dio mil recuerdos de parte de su padre, y besó al hijo del clérigo, niño muy mimado y muy sucio. Si la hubieses visto cómo entretenía al pobre viejo, cómo alzaba la voz para que penetrase en sus oídos, casi embotados, cómo le hablaba de jóvenes robustos que habían muerto de repente, y de la excelencia de las aguas de Carlsbad, aprobando la intención que tenía el pastor de ir a tomarlas el verano del año siguiente, cómo le manifestaba que tenía mejor semblante y un aire más animado que la última vez que se habían visto... Entretanto yo ofrecí mis respetos a la mujer del sacerdote. Éste se había puesto más contento que unas pascuas; y no pudiendo yo resistir el deseo de alabar los hermosos nogales que nos daban agradabilísima sombra, emprendió, no sin algún trabajo, la tarea de contarnos su historia.—" No sabemos — dijo, — quién ha plantado el más viejo; unos dicen que fue tal pastor, otros que tal otro. El más joven tendrá cincuenta años cuando llegue octubre: es de la edad de mi mujer. Su padre, que fué mi Predecesor, lo plantó una mañana, y ella vino al mundo la noche del mismo dia. No podré deciros cuánto amaba él este árbol: pero os diré que no le quiero yo menos. Siendo un pobre estudiante, vine aquí por primera vez hace veintisiete años: la que hoy es mi mujer estaba haciendo media debajo del nogal, sentada en una viga." Habiéndole preguntado Carlota por su hija, dijo que había ido con el señor Schmidt al prado a ver a los trabajadores; después continuó su relato, refiriéndonos cómo le habían tomado cariño en aquella casa, como llegó a ser vicario de su antecesor, y cómo, por último, le había reemplazado. Apenas dio punto a su relato, cuando vimos llegar por el jardín a su hija, acompañada del señor Schmidt. Saludó a Carlota con la mayor cordialidad, y debo confesar que me fue muy simpática. Es una morenita vivaracha y esbelta, capaz de hacer pasar a cualquiera en el campo una deliciosa temporada. Su novio (pues Schmidt se presentó desde luego como tal) es un joven de buen aspecto, pero taciturno; en vano le incitó varias veces Carlota a que tomase parte en nuestra conversación. Lo que más me enfadó fue que creí notar en su tono que aquella tenacidad con que se oponía a comunicarse, no era hija de la falta de talento, sino del capricho y el mal humor. Por desgracia tuve bien pronto ocasión para convencerme de ello; pues mientras Federica paseaba y charlaba con mi amiga, e incidentalmente conmigo, la cara de Schmidt, que era de suyo algo morena, tomó un tinte sombrío, tan pronunciado, que Carlota se vio en el caso de llamarme la atención y darme a entender que no debía mostrarme tan galante con aquella joven. No hay nada que me disguste tanto como ver a los hombres martirizarse unos a otros, sobre todo cuando en la flor de la edad, pudiendo abrirse fácilmente los corazones a todos los goces, pierden por tonterías aquellos días hermosos, sin advertir hasta muy tarde que semejante prodigalidad no tiene reparación posible. Esta idea me atormentaba, y cuando al anochecer volvimos al presbiterio y nos sirvieron leche en el patio, aprovechando la circunstancia de estarse hablando sobre los placeres y penas de la vida, troné con todas mis fuerzas contra el mal humor.—" Los hombres — dije,— nos quejamos con frecuencia de que son muchos más los días malos que los buenos, y me parece que casi nunca nos quejamos con razón. Si nuestro corazón estuviera siempre dispuesto para gozar de los bienes que Dios nos dispensa cada día, tendríamos bastante fuerza para soportar los males cuando se presentan." — "El buen o mal humor no obedece a nuestra voluntad — exclamó la mujer del pastor. — iCuántas cosas hay que dependen del cuerpo!... Todo nos fastidia cuando no estamos bien." Manifesté que pensaba lo mismo y añadí: —"Consideremos ese fastidio como una enfermedad, y veamos si hay manera de curarla." —"Eso es hablar razonablemente — dijo Carlota, y, por mi parte, creo que podemos hacer mucho: hablo por experiencia. Cuando alguna cosa me mortifica y empiezo a entristecerme, corro a mi jardín, me paseo tarareando algunas contradanzas y se acabó la pena." — "Eso quería yo decir — repuse al instante. — Sucede con el mal humor lo que con la pereza. Hay una especie de pereza, a la cual propende nuestro cuerpo, lo que no impide que trabajemos con ardor y encontremos un verdadero placer en la actividad, si conseguimos una vez hacernos superiores a esa propensión." Federica estaba muy contenta: su novio me replicó que no siempre es el hombre dueño de sí mismo, y sobre todo, que no hay medio conocido para manejar los sentimientos. — "Aquí se trata — respondí — de una sensación desagradable, que ninguno querría experimentar, y mal podemos conocer la extensión de nuestras fuerzas si no las ponemos a prueba. Todo el que está enfermo consulta con los médicos, y nunca rechaza el tratamiento más penoso ni las medicinas más amargas, si cree recobrar la salud que desea." Advirtiendo que el buen anciano aplicaba el oído para participar de la conversación, levanté la voz, y le dirigí estas palabras: — "Se predica contra muchos vicios; pero no sé que nadie haya predicado contra el mal humor". — "Eso toca a los predicadores de las ciudades — dijo el padre de Federica; — los aldeanos no conocen tal achaque. Sin embargo, no vendría mal alguna que otra vez un sermoncito: a lo menos sería una lección para el juez y para nuestras mujeres." Todos nos reímos de este final; él mismo hizo lo propio, y tanto, que comenzó a toser, con lo cual quedó interrumpida la conversación por algunos minutos. Después tomó la palabra Schmíidt y me dijo: — "Habéis dado el nombre de vicio al mal humor, y me parece que eso es exagerar." — "De ningún modo — repliqué; — ¿cómo he de calificar una cosa que daña a nuestro prójimo y a nosotros mismos? ¿No basta con que no podamos hacernos felices unos a otros? ¿Es también preciso que acibaremos el placer que cada uno puede procurarse aún a sí propio? Citadme un hombre de mal humor que tenga poder suficiente para disimularlo, para soportarlo él solo, por no turbar la alegría de los que le rodean. ¿No es más bien un despecho oculto, hijo de nuestra pequeñez, un descontento de nosotros mismos, mezclado siempre con alguna envidia, excitada por alguna loca vanidad? Vemos gente feliz que no nos debe su felicidad, y esto nos es insoportable." Carlota me miró, riéndose de la vehemencia con que yo hablaba, y una lágrima que sorprendí en los ojos de Federica me animó a continuar. — "¡Mal hayan — dije — aquellos que utilizan el imperio que tienen sobre un corazón para arrancarle las alegrías inocentes que en él brotan. Todas las dádivas, todos los agasajos posibles no compensan un momento de placer envenenado por el despecho y la odiosa conducta de un tirano.

Mi corazón estaba lleno de pasión en este momento; mil recuerdos se me arremolinaban en el alma, y el llanto asomó a mis ojos.

Continué:

— "¿Por qué no hemos de decirnos cada día: todo lo que puedes hacer por tus amigos, es respetar sus placeres y aumentarlos tomando parte en ellos? ¿Puedes acaso ofrecerles una gota de bálsamo consolador cuando sus almas se hallan atormentadas por una pasión que las aflige, despedazadas por el dolor?... ¿Y cuándo la última, la más espantosa enfermedad, sorprenda a quien hayas atormentado en sus horas de dicha; cuando en el lecho, en el más triste abatimiento, levante al Cielo sus apagados ojos y el sudor de la muerte se apodere de su frente lívida, y tú, en pie junto a la cama, como un condenado, veas que nada puedes con todo tu poder y sientas filtrarse la angustia hasta el fondo de tu alma, penisando que lo darías todo por depositar en el seno del moribundo un átomo de alivio, una chispa de valor?...

Estas palabras me hicieron recordar de una manera vigorosa una escena parecida que yo había presenciado. Me aparté del grupo, llevándome el pañuelo a los ojos, y sólo volví en mí cuando la voz de Carlota me gritó: —"¡Vamonos!" —¡Cómo me ha regañado durante el camino, por dedicar a todo un entusiasmo vehemente!... Dice que eso me matará si no consigo dominarme. ¡Oh, no, ángel mío! Yo quiero vivir para ti!

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