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Johann Wolfgang von Goethe en AlbaLearning

Johann Wolfgang von Goethe

"Hermán y Dorotea"

Canto IX

Esperanza

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Hermán y Dorotea

OBRAS DEL AUTOR
 
Hermán y Dorotea
Las desventuras del joven Werther
 

ESCRITORES ALEMANES

Arthur Schopenhauer
Christoph von Schmid
E.T.A. Hoffmann
Friedich Schiller
Gottfried Wilheim Leibniz
Hanns Heinz Ewers
Hermann Hesse
Hermanos Grimm
Johann Wolfgang von Goethe
Richard Volkmann
Thomas Mann

 

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Esperanza

En tanto que los jóvenes se dirigían a la casa conversando amistosamente, la buena madre, triste, agitada, salía y entraba a cada momento de la habitación en que los tres amigos se hallaban. Al fin, no pudiendo disimular la viva inquietud que la tardanza de su hijo le producía, habló de la tempestad que se aproximaba, de las densas y amenazadoras nubes que cubrían el cielo y de los peligros que pudiera correr Hermán en el camino, censurando a sus vecinos porque habían abandonado tan pronto a su hijo, sin ver a la joven, sin participarle los deseos de Hermán.

El farmacéutico recomendó la calma a su vecina, recordando a este propósito que su difunto padre le curó la impaciencia, empleando un remedio eficaz para conseguirlo. A instancias del párroco, que deseaba conocer medicina tan conveniente, contó el boticario que siendo aún niño, esperaba un domingo con impaciencia la llegada de un carruaje que debía llevarle al campo, y cuya tardanza le desesperaba. Corría de un lado a otro, subía y bajaba infinitas veces las escaleras, golpeaba en las mesas, daba en fin, muestras de la agitación de su ánimo, por el retraso del coche; y cuando aquellas demostraciones llegaron a ser violentas, su padre, cogiéndole cariñosamente de la mano, le llevó a la ventana y le dijo que se fijara bien en la tienda del carpintero de enfrente, entonces desierta y silenciosa. Algún día habían de moverse allí sin descanso el cepillo y la sierra, y el maestro y los oficiales trabajarían presurosos para construir su ataúd, esa casa de tablas, última que habitamos, que recibe en su estrecho recinto lo mismo al hombre sosegado y tranquilo, que al nervioso e impaciente. Desde entonces—añadió el farmacéutico—no sólo aguardo con paciencia los acontecimientos, sino que cuando veo a una persona anhelante o agitada por el retraso que sufre el cumplimiento de sus deseos, no puedo menos de pensar en en el ataúd.

El párroco, sonriéndose, contestó que la imagen de la muerte no se ofrece al hombre cuerdo como objeto de espanto, ni al piadoso como su fin último, sino que lleva al primero a la realidad de la vida y le enseña lo que debe hacer, y al otro le alienta en sus aflicciones y fortalece su esperanza en una salvación eterna; siendo la muerte para ambos un manantial de vida.

Abrióse en esto la puerta, y apareció la gallarda pareja. Llenos de admiración los amigos y los cariñosos padres, se extasiaron ante la hermosura de la joven, comparable sólo a la gentil apostura del mancebo. Hermán la presentó a sus padres con breves palabras pronunciadas rápidamente. Rogó a su padre que la acogiera con bondad, porque era digna de ella; a su madre que la interrogara sobre toda clase de faenas domésticas, a fin de que viera que merecía tenerla a su lado. Después llevó al párroco aparte y le rogó que deshiciera el enredo que seguramente se produciría, pues la joven había consentido en ir a la casa, no en calidad de prometida, sino como criada; y él no la había desengañado, temeroso de que Dorotea huyera disgustada si oía hablar de casamiento. Excitó al párroco a que no retrasara un momento la solución de aquel conflicto, que le tenía angustiado, y el párroco lo ofreció así; pero ciertas palabras pronunciadas por el dueño del León de Oro, habían entristecido el alma de Dorotea. El posadero la había dicho en tono burlón, aunque con buenas intenciones, que estaba muy contento al ver que su hijo se le parecía en tener buen gusto, pues lo mismo que él cuando joven, sabía elegir para prometida a una mujer hermosa, añadiendo que seguramente ella no habría vacilado mucho en decidirse; porque las mujeres no necesitan hacer grandes esfuerzos para seguir a los mancebos apuestos y galanes.

Hermán oyó a medias estas palabras, que le hicieron temblar. Todos los presentes guardaron silencio.

La hermosa joven, lastimada profundamente por aquel lenguaje burlón, dijo al padre, encubriendo mal su disgusto, que el joven, al pintarle el carácter noble de su buen padre, la había hecho esperar otra acogida; pero que veía que el amo de la casa no sentía compasión alguna por la pobre muchacha, que acababa de franquear el umbral de la puerta con intento de servirle. De otro modo no la daría a conocer con amargas mofas a qué distancia la había colocado el destino de Hermán y de su padre.

Dorotea no ignoraba su humilde posición: sabía que entraba pobre y con un pequeño lío de ropa por todo patrimonio en aquella casa, cuyos moradores gozaban de la abundancia, y conocía bien cuál era su puesto.

Hermán, lleno de pena, instaba por señas al párroco a poner término a aquella desagradable escena. Pero el sacerdote, después de observar con atención a Dorotea y al ver su emoción y sus ojos bañados en lágrimas, tuvo la inspiración de prolongar el engaño hasta después de haber puesto a prueba el alma de la joven, y le dijo que al decidirse tan pronto a servir a extraños, no había soñado siquiera con los graves inconvenientes que esto ofrecería. No es sólo el trabajo, que renace incesantemente, sino la obligación de sufrir el genio caprichoso del amo, sus regaños, sus órdenes contradictorias; y también las ligerezas de las mujeres, siempre dispuestas a encolerizarse y la dureza implacable de los niños. No le parecía que Dorotea reuniera las condiciones necesarias para ser una humilde criada, puesto que a las primeras é inocentes bromas del amo de la casa, se sentía herida en su amor propio. ¿Qué tiene de particular que un hombre anciano, al ver juntos a dos jóvenes que simpatizan, se permita darles una ligera broma?

Dorotea contestó:

—A los que son felices, no les parecen mal las chanzas; pero el enfermo no puede sufrir sin quejarse el más leve roce.

Pidió que la dejaran irse de nuevo con sus pobres amigos, a quienes había abandonado en su desgracia, buscando para sí mejor suerte. Por ser esta su resolución inquebrantable, se atrevía a confesar lo que de otro modo no hubiera dicho; que la habían ofendido las palabras del padre, no por ser ella orgullosa, sino porque era cierto que su corazón se inclinaba hacia el joven que se le había aparecido como un salvador; pues desde que lo vió su imagen la había acompañado constantemente y no podía apartar de su pensamiento la idea de que Hermán habría ya dispuesto de su corazón. Le siguió contenta cuando la contrató para criada, formando deliciosas esperanzas para lo futuro; mas ahora comprendía los peligros a que se exponía viviendo tan cerca de aquel a quien amaba en secreto, y de quien la separaba tanta distancia. Las palabras del amo de la casa le habían hecho darse cuenta de la realidad; había revelado los sentimientos más recónditos de su alma, para que juzgaran mejor de su corazón; y se alegraba de haberlos manifestado cuando todavía el mal tenía remedio.

—Ahora—siguió diciendo—nada puede detenerme en esta casa, donde me muero de vergüenza y de pena, después de haber confesado lo que mi corazón siente y las locas ilusiones que me forjaba. Ni la noche, que se va cubriendo de espesísimas nubes, ni el trueno que oímos rugir, ni los torrentes de lluvia que caen con violencia, nada me detendrá. Todos esos males los he arrostrado ya en nuestra triste fuga, y cerca del enemigo que nos perseguía. Vuelvo a emprender mi marcha; voy, como ya es costumbre en mí, arrastrada por el torbellino del tiempo en que vivimos. ¡Adiós!

Al decir esto se dirigió rápidamente a la puerta. Pero la madre se acercó a la joven, y estrechándola entre sus brazos, exclamó sorprendida:

—Dime, ¿qué significa esto? ¿Por qué son esas lágrimas inútiles? No, yo no te dejo partir; tú eres para mí la prometida de mi hijo.

El padre expresó el disgusto que le causaba aquella escena, y se quejó de haber provocado, por ser demasiado indulgente, las lágrimas y los sollozos de emoción, que tanto le molestaban, pues sin ellos podía arreglarse todo tranquilamente; y se alejó, decidido a acostarse. Pero su hijo le detuvo, diciéndole con voz suplicante que no se alejara encolerizado contra la joven, pues él sólo era culpable de aquella confusión, aumentada por la actitud del párroco, y excitó a éste a que hablara.

El digno párroco se alabó de su maña, y dijo que jamás la prudencia habría logrado arrancar la preciosa confesión de aquella hermosa joven, ni descubrir, por tanto, sus sentimientos. Aconsejó al mancebo que hablara, toda vez que ya debían haberse trocado en alegrías sus inquietudes.

Hermán se aproximó entonces a ella y le dijo:

—No sientas las lágrimas vertidas, porque son señal cierta de mi felicidad y creo que también de la tuya. ¡Oh!, no; yo no iba a contratar como criada a la digna joven a quien volví a encontrar en la fuente; yo iba a solicitar su amor; pero en mi timidez no pude adivinar los sentimientos de tu corazón; no leí en tus ojos más que una amable simpatía cuando el cristal de la clara fuente me transmitió el saludo que me dirigías. Traerte a mi casa era para mí la mitad de la dicha, y tú ahora la has completado. ¡Bendita seas!

La joven levantó la vista, profundamente emocionada, y no se opuso a aquel primer abrazo, a aquel primer beso, que es para los que se aman el testimonio, por mucho tiempo esperado, de una felicidad que les parece que nunca ha de tener fin.

Entretanto el párroco dio todo género de explicaciones y la joven llegó con gracia afectuosa a inclinarse ante el padre, y le besó la mano, que él procuraba retirar. Le dijo que le perdonara aquellas lágrimas, arrancadas antes por la sorpresa y que entonces le hacía verter la alegría. Quería que aquel disgusto, causado por su turbación, fuera el último; pues como hija, se proponía prestarle el servicio fiel y cariñoso a que se había obligado como criada.

El padre la abrazó ocultando sus lágrimas. La buena madre se acercó a ella y la besó de todo corazón. La joven conservó entre las suyas su mano, estrechándola dulcemente, y las dos mujeres lloraron en silencio.

El bueno y prudente párroco se apresuró a sacar de los dedos del padre el anillo matrimonial, tomó después el de la madre y desposó a sus hijos.

—«Sirvan otra vez estos círculos de oro—dijo—para anudar un lazo indisoluble y enteramente igual al primero Yo os uno para siempre, con el consentimiento de los padres y sirviendo de testigo nuestro amigo.»

Este se inclinó murmurando sus plácemes, y cuando el párroco puso la alianza de oro en el dedo de la joven, observó lo que Hermán había visto en la fuente y tan intranquilo le había dejado, con cuyo motivo le preguntó en tono festivo si celebraba sus segundas nupcias.

Ella contestó consagrando un recuerdo a la memoria del hombre que le dió aquella sortija al abandonar su país, que no debía volver a ver. Llevado del amor de la libertad, se trasladó a París, donde halló la prisión y la muerte. Al despedirse de ella, adivinó que aquella sería su última entrevista. La estimuló a acordarse de él siempre si le era adversa la suerte en aquella lucha que iba a emprender en favor de los derechos de la humanidad, y que si algún día formaba un nuevo lazo, profesara un puro afecto a aquel con quien se uniera, cuyo corazón sería bueno seguramente; pero que no estimara la vida más que cualquiera otro bien, porque todos los bienes son engañosos.—Yo recuerdo sus advertencias—añadió—ahora que el amor me muestra de nuevo la felicidad y me ofrece las más dulces y bellas esperanzas. ¡Oh! perdona, mi excelente amigo, si aun apoyada en tu brazo, tiemblo todavía. Así también el náufrago, al llegar a la playa, cree que vacila el suelo más fírme y sólido.»

Dijo, y colocó en su dedo los dos anillos juntos. Pero su esposo, lleno de generosa y varonil emoción, le contestó:

—Sean más fuertes nuestros lazos, Dorotea, en medio de este trastorno general. Nosotros queremos permanecer firmes y subsistir, defender nuestras personas y nuestras haciendas. El hombre en cuya casa no se encuentran en los tiempos de inestabilidad más que cavilaciones y dudas, aumenta el daño y lo extiende cada vez más. Pero un alma fuerte e inquebrantable en sus principios, transforma el mundo a su antojo. No es propio de los alemanes propagar ese temible movimiento, dejarse ellos mismos arrastrar unas veces de un lado y otras de otro. Esto es nuestro: así debemos decir al hablar de nuestra tierra, y afirmarlo y mantenerlo con energía. Merecen gran elogio los pueblos valerosos y altivos que lucharon por su Dios y por su ley, por sus padres, sus mujeres y sus hijos, y unidos todos contra el enemigo, sucumbieron a sus golpes. Tú eres mía, y desde este instante son míos, más que nunca, todos los bienes que me pertenecen. Yo no quiero disfrutar de ellos ni conservarlos entre alarmas y sinsabores, no. Si el enemigo llegara a amenazarnos ahora o en lo porvenir, quiero que tú misma pongas las armas en mi mano y me animes a salir a su encuentro. Seguro de que tú velas por nuestra casa y por mis amados padres, opondré sin miedo mi pecho al invasor; y si todos pensaran como yo, la fuerza se alzaría contra la fuerza y muy pronto brillaría la hermosa y santa paz.

FIN

(Biblioteca Popular Ilustrada - Madrid - 1899)

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