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Benito Pérez Galdós en AlbaLearning

Benito Pérez Galdós

"Una industria que vive de la muerte"

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Biografía de Benito Pérez Galdós en Wikipedia

 
 
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Una industria que vive de la muerte
OBRAS DEL AUTOR

Cuentos y Novelas:

Dónde está mi cabeza
El Don Juan
La conjuración de las palabras
La mula y el buey
La novela en el tranvía
La pluma en el viento o El viaje de la vida
La princesa y el granuja
Rompecabezas
Torquemada en la hoguera
Una industria que vive de la muerte
 

En Inglés:

The mule and the ox

Bilingüe (Bilingual):

La mula y el buey - The mule and the ox
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- III -

Entremos de lleno en nuestro cuento.

No hay calle en la villa donde no se encuentre una tienda con un letrero que dice: «Cajas y hábitos para difuntos.» Podemos referir nuestro cuento a cada una de esas tiendas y nuestro personaje puede ser cada uno de los que explotan la industria funeraria.

Penetremos en el taller: un hombre robusto y fornido, que debe ser el dueño del establecimiento, se ocupa en clavar unas tablas largas y estrechas de un extremo: su mano no descansa un momento: su rostro está pálido, sin duda porque aquel trabajo le induce a tristes meditaciones: su voz, trémula por el afán de concluir tareas interminables, interpela bruscamente a los oficiales que en torno suyo le prestan ardorosa colaboración.

Dos muchachas bien parecidas se entretienen, sentadas en el suelo, en cortar grandes pedazos de tela negra, ya de terciopelo, de raso o de percal. Tres chicos enredan en el suelo y el más pequeño se cubre con un retazo de paño negro, ahuecando su tierna voz de una manera encantadora, para asustar a sus dos hermanos, que al verle se mueren de risa.

Ya juegan al escondite y el más travieso se oculta en una caja concluida, cuyo recinto repite con eco extraño sus infantiles risotadas. Los unos chillan, revolotean en torno a aquellos aparatos de muerte con la misma alegría que si estuvieran en el más bello jardín. Esto no es extraño, porque lo mismo revolotea la mariposa junto al rosal que junto al ciprés, y los mismos nidos fabrica el pájaro en el balcón cubierto de enredaderas que en los detalles góticos de un panteón.

De pronto el padre descarga con más fuerza su martillo, levanta la frente inundada de sudor y exclama con dureza, dirigiéndose a las muchachas, que se distraen con el juego de los niños:

-Trabajad, holgazanas; ¿he de llevar yo esta vida de perros para manteneros, mientras vosotras os cruzáis de brazos para ver enredar a esos chicos? Llevadlos fuera; que la hermana más pequeña deje el sueño; trabajad todas; ayudad a vuestro padre, que en ocho días no ha descansado un solo momento.

-Pero, señor, ¿por qué os desveláis de esa manera? ¿No hemos sacado un premio en la lotería, no tenemos lo suficiente para vivir con comodidad?

-¿Y porque tengo dinero he de dejar mi trabajo?

Vosotras aspiráis, sin duda, a salir de la posición en que nos encontramos. Queréis ser señoritas, vestir seda, ir a los teatros, arrastrar cola y llenaros la cabeza de perendengues... no; no dejaré mi oficio aunque herede las minas de California.

-Pero pudierais descansar, trabajar poco, despedir la mitad de los que vienen a haceros encargos.

-No: mi deber es equipar a todos los que mueren. ¿Tengo yo la culpa de que caigan tantos pedidos sobre mi casa? ¿He de negar a mis semejantes este último mueble? Y en cuanto a la industria que ejerzo, ¿he de oponerme al desarrollo que toma en estos días? Bueno fuera que no me resarciera de los perjuicios que me ha ocasionado la elección de este endiablado oficio. Ved a mis dos vecinos, carpinteros como yo, que han ganado millones en épocas en que yo he vivido de miseria. Ellos explotan la industria que vive de la vida; yo la industria que vive de la muerte. Ellos fabrican muebles de lujo y comodidades; sillones, butacas, tocadores, estantes, consolas; yo fabrico ataúdes; cuando ellos se han enriquecido, yo me he contentado con un mal vivir; ahora gano yo y ellos no ven entrar en sus tiendas un maravedí. Alabemos a la divina Providencia, que reparte sus bienes a todos los seres y protege todos los modos de subsistir, que hace alternar las épocas de prosperidad con las épocas de consternación, para que nosotros, los que de ésta vivimos, no muramos de miseria. Yo he leído no sé en qué libro, que Dios permite las inundaciones para que los infelices grajos no se mueran de hambre, y permite los naufragios para dar alimento a los infelices peces, que gustan de nuestra carne. ¿Qué extraño es que permita el cólera para que prospere una industria que anda de capa caída la mayor parte del año?

Las muchachas se convencieron y el padre respiró ruidosamente, satisfecho de su peroración. En tanto el barrio continuaba aterrado por el cólera, el cólera continuaba haciendo víctimas, las víctimas pidiendo ataúdes y los ataúdes resonando heridos por aquellos malditos martillos que no dejan de sonar nunca. Aquella percusión monótona, perenne, sigue enumerando las partidas de una funesta suma que va creciendo, siempre creciendo, sin que adivinemos su fin. Aquella nota vibrada por un hierro continúa presentando a nuestra imaginación la idea de la muerte en la parte que tiene de descomposición, de tierra, de lágrimas, de exequias; en la parte que tiene de este mundo.

Cuentan que para atormentar a un criminal a quien no se quiso arrancar la vida, se le encerró en una celda, a donde no llegaba la voz de ningún ser viviente; cuidaron de que ningún rumor externo llegase a sus oídos y en el techo de la celda colocaron un reló cuyo péndulo marcaba con horrorosa monotonía los segundos y prolongaba un sonido seco, penetrante, acompasado siempre, por espacio de horas, días, meses y años. Ese criminal se volvió loco.

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