A Amado Nervo
¿Oís?
Es el Príncipe Amor que hace resonar mágicamente su cuerno de caza bajo los balcones de Gloria. Una vez la vio, una tan solo –en la penumbra de un sueño quizás– y prendado quedó para siempre el real mancebo gentil. Por hallarla otra vez, por gozar de nuevo el encanto de su presencia, los milagros de sus ojos, hizo locuras que vivirán eternizadas en la deliciosa rima de los rondeles delicados y los madrigales exquisitos.
Y no la encontraba....
Yacería en la Selva de los Ensueños?...
Allá se fue su Alteza confiado en que como pista bastaríale el rastro luminoso y el perfume que dejaban los cabellos de la adorada. ¡Valiente pista! Un fulgor igual al de cualquier astro, y un aroma que Céfiro robaba a la blonda cabellera al rizarla como un rebelde pabellón pirata. Y así resultó inútil aquella anhelante pesquisa detrás de los árboles más olorosos, el sándalo, el cedro y los naranjos florecidos. Los lagos también le atraían a engaño, cuando en la apacible soledad de la noche copiaban en su cristal el rastro fugitivo de alguna estrella errante.
Desesperado el Príncipe hizo resonar el aire con los acordes de su cuerno de caza, a cuyo hechizo se pobló la selva de mancebos y doncellas que iban cogidos de la mano al Ideal.
Pasó la más hermosa.
–¿A mí, Príncipe? –preguntó entreabriendo los labios a la alegría.
Era la Bella del Bosque durmiente, y la tristeza del desaire marchitó la sonrisa en flor.
Pero ella, la Anhelada, no pasó.
¡Cuánta tristeza en la corte del Príncipe Amor!
Hasta que un Silfo juró descubrirla, y se llevó por todo indicio este apunte de la cartera de su Alteza: “Es un rayito de sol que fuera como un claro de luna”.
Hábil pesquisidor fue el Silfo. Desde entonces allí se está el Príncipe, al pié del romántico balcón, haciendo resonar su mágico cuerno de caza.
Abre, Gloria... |