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"El caudillo de las manos rojas" Canto sexto
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Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en Albalearning | |
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El caudillo de las manos rojas |
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I -Vuelve a tu reino; derrama tus tesoros y trae en tu compañía los artífices más celebrados que en él encuentres. A la luz del sol durante el día, a la de las antorchas durante la noche, que no se dé un minuto de reposo a la ociosidad, fatigando el eco de estos solitarios lugares con el alegre y bullicioso clamor de los trabajadores, a los rudos y sonoros golpes del martillo. II Seis años tienes de término para reedificar la Pagoda, que llenará el mundo de admiración, y alrededor de cuyas altísimas torres se agruparán las nubes y estallaran las tempestades, como en las crestas de las montañas. Sedas hay en Cachemira, oro en Siam, cedros en Katay, elefantes en Lahore y perlas en el golfo de Ormuz. Recorre estos países, y con sus ofrendas y tus adquisiciones la Pagoda de nuestros días resplandecerá como los astros, flotantes moradas de los genios. Entonces se traba en el alma de Pulo una lucha entre la curiosidad y el temor, lucha que concluye con el triunfo de aquélla. Un genio de mal guía sus pasos a través de la noche; y éstos se dirigen impulsados por una fuerza incontrastable hacia el lugar en que se encuentra el peregrino. III Presta de nuevo atención; nada se escucha. ¿Qué hará? ¡Si fuera posible descubrir un arcano! Diciendo así, el caudillo de las manos rojas separa las colgaduras de seda y oro que cubren la puerta de la habitación que ocupa el misterioso viajero; un rayo que hubiera caído a sus pies no le asombraría tanto como la escena que se presenta a sus ojos. IV El peregrino ha desaparecido. En mitad del aposento, y al débil resplandor de una lámpara de alabastro, se ve el informe busto de un horroroso ídolo. La locura en sus fantásticas creaciones, el sueño en sus angustiosas pesadillas, el insomnio en su delirio abrumador, no forjaron nunca una imagen tan repugnante y terrible. V No es su rostro el del genio benéfico que protege al príncipe; ese rostro en cuyas facciones se ven grabadas en armoniosas líneas y rasgos atrevidos la noble fiereza, la salvaje y varonil hermosura del dios de la selva, no; la fisonomía de aquella tosca escultura, que sin concluir aún se presenta a los ojos del aterrado Pulo, tiene algo de infernal y medroso; de sus redondas pupilas parece pronto a brotar el rayo y la muerte; su dilatada boca está contraída por una sonrisa feroz; todo en él revela un genio del mal. Es la imagen de Schiven y no la de Vichenú. La impaciencia ha perdido para siempre al desgraciado caudillo. VI Éste, presa de un vértigo y saliendo de su inmovilidad: -Brahmines -exclama en alta voz,- despertad de vuestro sueño; la esperanza de dicha que aún me restaba se ha desvanecido como el perfume de un lirio que besa el simún. Schiven venció en el combate; levantad el ídolo que lo representa; llevadlo al ara sobre vuestros hombros al compás de los himnos del luto y el clamor de las plañideras y los címbalos; suyo será el templo de su hermano, y con él mi vida. VII Los brahmines y los servidores del príncipe que han acudido a su llamamiento, se apresuran a ejecutar sus mandatos, las apagadas antorchas vuelven a despedir torrentes de luz; los guerreros hieren sus escudos con el pomo de la espada; las roncas bocinas de marfil ahuyentan el tranquilo sueño de los habitantes de Kattak, y la triste e imponente comitiva que conduce al dios de la muerte y del estrago se dirige a la gigantesca Pagoda, del seno de la cual se escuchan levantarse, crecer y morir temblando en el vacío; medrosos lamentos y horribles carcajadas. Son los genios de la destrucción que solemnizan su victoria. VIII El día comienza a despuntar; la luna se desvanece, y el mar se colora con la primera luz del alba. El templo resplandece iluminado en su interior por cien y cien magníficas lámparas de bronce y oro; las blancas nubes que se elevan de los altares, difunden la esencia de la mirra y del áloe por los extensos ámbitos de la Pagoda; el príncipe ha ceñido la frente con el amarillo chal, emblema del poder soberano, y cubierto con sus más ricas vestiduras está de rodillas ante el ara. Las ceremonias con que los brahmines, invocando la piedad de los genios, han dado posesión al de la muerte del templo de Jaganata han concluido. IX -¡Sacerdotes, caudillos, siervos -prorrumpe al fin el señor de Osira,- la cólera de los dioses está suspendida sobre mi cabeza, como una espada pendiente de un cabello; mis manos, que desde la terrible hora en que subí al solio ningún mortal ha visto desnudas, están manchadas de sangre. Vedlas; esta sangre es la de mi antecesor, la de mi hermano, a quien arranque la vida con la corona. Shiven, el dios del remordimiento y de la expiación, me exige ojo por ojo, corona por corona, vida por vida. Cúmplase su voluntad. Sacerdotes, caudillos, siervos: rogad por el último de los Dheli, cuya raza va a desaparecer de la tierra. La multitud, sobrecogida y llena de terror, permanece en silencio; Pulo, volviéndose hacia el altar en que está colocado el dios, prosigue de este modo, dirigiéndose al informe ídolo, que parece que contrae sus labios con una muda e infernal sonrisa. X -Schiven, enemigo y extirpador de mi raza: si la sangre puede borrar mis culpas apartando tu cólera de la frente de Siannah, recíbela como mi última ofrenda; pero concédeme al menos que, antes de partir del mundo, la contemple un instante por la postrera vez; que su boca reciba el frío y apagado aliento de la mía; que sus besos cierren mis párpados a la eterna noche de la tumba. XI La muchedumbre que ocupa las naves del templo tiene fijos sus ojos en el príncipe y arroja un grito de horror. Pulo se ha atravesado con su espada, y el caliente borbotón de sangre que brotó de su herida saltó humeando al rostro del genio. En aquel instante, una mujer atraviesa el atrio de la Pagoda, y se adelanta hasta el recinto en que se eleva el ara de Schiven. -¡Siannah! -murmura el príncipe reconociéndola: -Siannah, al fin te veo antes de morir. -Y expira. XII Siannah, la perla de Ormuz, la violeta de Osira, el símbolo de la hermosura y del amor, la que formó Bermach en un delirio de placer, combinando la gentileza de las palmas de Nepol, la flexibilidad de los juncos del Ganges, la esmeralda de los ojos de una schiva, la luz de un diamante de Golconda, la armonía de una noche de verano y la esencia de un lirio salvaje del Himalaya; Siannah, la hermosa entre las hermosas siguió a Pulo a través de su peregrinación en esas regiones desconocidas de las que ningún viajero vuelve. Siannah fue la primera viuda indiana que se arrojó al fuego con el cadáver de su esposo. |
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