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Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

Emilia Pardo Bazán

El príncipe Amado

Capítulo 1

 

Biografía de Emilia Pardo Bazán en AlbaLearning

 
 
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El príncipe Amado
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<<< I >>>

El rey Bonoso y la reina Serafina gobernaban pacíficamente, hacía veinte años largos de talle, uno de los reinos más fértiles y ricos del continente Oceánido, que se llamaba el reino de Colmania. No aconsejo a los lectores, si estudian Geografía, que se molesten en buscar en mapa ni en atlas alguno este reino y este continente, porque hace tantos siglos que ocurrió lo que voy contando que, o mudarían de nombre aquellas regiones, o se las tragaría el mar, como aseguran que sucedió con otra muy grande que nombran Atlántida.

Pues, como digo, los vasallos del rey Bonoso eran muchos y vivían felices, porque el rey y la reina tenían el genio más dulce y la pasta mejor del mundo, y ni los agobiaban a contribuciones ni perdonaban medio de prodigarles beneficios. Colmania gozaba de un clima igual y templado, y era abundante en trigo, en vino, en toda clase de productos agrícolas, con lo cual los colmanienses no tenían que temer la miseria, y andaban alegres como unas Pascuas por aquellas ciudades y aquellos campos, cantando cada villancico y cada seguidilla que daba gusto.

Pero como no hay felicidad perfecta en este pícaro mundo, el rey Bonoso y la reina Serafina estaban de cuando en cuando tristes y de mal humor, y entonces el rey se ponía también compungido para acompañar en sus pesares a los buenos reyes. El motivo de la pena de éstos era que nos les había concedido Dios hijo alguno, y cada vez que la reina Serafina pasaba por delante de una cabaña y veía a la puerta jugar muchos niños descalzos, risueños y frescos, se le saltaban de envidia unos lagrimones como puños. No es posible contar las ofertas y rogativas que hizo la pobre reina para que el cielo le enviase una criatura que alegrase el palacio y fuese heredera del trono de Colmania; pero ya hacía veinte años que la reina pedía y la criatura no acababa de llegar. Los súbditos también deseaban mucho que viniese el heredero, porque temían que si los reyes Bonoso y Serafina morían sin tener hijos, el rey de un país vecino, que se llamaba el país de Malaterra, se empeñase en conquistar a Colmania, lo que haría sin duda alguna, porque era un rey muy emprendedor y ambicioso y muy aficionado a dar batallas. Así es que los habitantes de Colmania se morían porque a la reina Serafina le naciese un príncipe; y como a este príncipe le querían tanto aun antes que existiese, hablaban de él cual de una persona real y efectiva, y le pusieron el nombre de Príncipe Amado.

Un día, estando la reina Serafina solazándose en sus jardines y echando pan a los pececillos colorados que nadaban en el tazón de mármol de una fuente, sintió mucho sueño y pesadez en los párpados, y sin poder resistir al deseo de descabezar la siesta, se reclinó en un banco de césped cubierto con un toldo de jazmines, y se quedó dormida en un abrir y cerrar de ojos. Cuando estaba en lo mejor del sueño sintió que la tocaban en un hombro, alzó la vista y vio ante sí una dama muy linda, vestida con un traje de color extraño, que no era blanco ni azul, sino una mezcla de las dos cosas, algo parecida al matiz especial que tiene la luz de la luna. En la mano derecha llevaba una varita de plata, y la reina, que no era lerda, conoció por la varita que era un hada o maga benéfica aquella señora. La cual, con una vocecita de miel, dijo inmediatamente:

-Yo soy el hada del Deseo cumplido, y vengo a causarte gran alegría. Yo bajo rara vez de las cimas de mis hermosas montañas para visitar a los mortales; pero cuando éstos me envían allá tantos y tantos deseos juntos, no puedo resistir y los cumplo casi siempre. Los deseos de tus vasallos, de tu esposo y tuyos me están molestando continuamente: voy a ver si, cumpliéndolos, me dejáis en paz.

Y como la reina escuchase con la boca abierta, el hada extendió la varita y añadió:

-Tendrás un hijo.

Y se fue tan ligera, que la reina no pudo comprender por dónde. Excusado es decir lo contenta que quedó la reina Serafina con la promesa del hada, y mucho más cuando vio que salía cierta, y que le nacía un hijo varón, robusto como un pino y hermoso como el sol mismo. Las fiestas y regocijos que por tal acontecimiento celebró el reino de Colmania no pueden escribirse en veinte volúmenes. Baste decir que en las plazas públicas de las ciudades se pusieron unas fuentes de cinco caños de oro purísimo, y por un caño manaba vino generoso, por otro, leche azucarada, por otro, rubia miel; por los dos restantes, agua de olor y licor de guindas. De estas fuentes podía beber todo el mundo, y llenar jarros y barriles para llevárselos a su casa. Pero la diversión que más gustó a los colmanienses fueron unas luminarias monstruosas que se colocaron con gran dispendio en la cumbre de los altos montes, y que trazaban en letras de fuego los nombres de Bonoso y Serafina. Hasta en la superficie del mar se pusieron tales luminarias, valiéndose para ello de muchos barcos, que cada uno iba envuelto en un globo de luz de distinto color, y que se situaron de manera que dibujasen sobre las aguas tranquilas una gigantesca B y una S enorme. Pero ¿quién me mete a mí en narrar tales fiestas? No acabaría el año que viene. Dejémoslas, y vayamos a la alcoba de la reina Serafina, en donde se halla la cuna de marfil, incrustada en esmeraldas, del pequeño Amado (porque por unanimidad se dio al recién nacido este nombre). En aquel instante acababan de salir de la alcoba todos los ministros, títulos, generales, altos funcionarios y notabilidades de Colmania, que habían venido a cumplir la etiqueta besando respetuosamente la manecita que Amado, dormido como un santo, dejaba asomar por entre los ricos encajes de la sábana. Cuando desapareció en el umbral de la puerta el último faldón de frac bordado y el último uniforme, el rey Bonoso y la reina Serafina se dieron un abrazo para desahogar el júbilo, que no les cabía en el pellejo. Estaban así abrazados y llorando como unos bobos, cuando he aquí que de pronto se les presenta el hada del Deseo cumplido. Venía más guapa que nunca: su traje brillaba como la luna misma, y el pelo suelto y negrísimo flotaba por sus hombros y caía hasta sus pies; en la cabeza lucía una corona de estrellitas que no están quietas sino que temblaban, temblaban como tiemblan de noche las estrellas en el cielo. El rey Bonoso iba a hincarse de rodillas ante el hada, pues no ignoraba que le debía su dicha; pero el hada extendiendo la varita sobre la cuna, le dijo:

-Rey de Colmania, por aumento de bienes voy a dar a tu hijo hermosura, inteligencia y buen carácter, ahora a ti te toca educarle de manera que sea feliz.

Y el hada, bajándose, besó tres veces suavemente al príncipe en los ojos, en la frente y en el corazón. No se despertó el niño, y el hada desapareció otra vez de la vista del rey y de la reina.

Quedáronse los reyes medio atortolados, gozosos con los dones que el hada otorgara al niño, pero cavilando en aquello de educarle de manera que fuese feliz. El hada lo había dicho con un tono solemne que daba en qué pensar, y los reyes, que un momento antes no se acordaban sino de mimar a Amadito y comérselo a besos, ahora se quebraban la cabeza discurriendo métodos de educación.

El rey Bonoso, que no tenía la vanidad de creerse más ilustrado que todo el reino junto, abrió inmediatamente un concurso ofreciendo premios a los autores que más a fondo tratasen y mejor resolviesen la cuestión de cómo se debe educar a un niño para que sea feliz. Emborronáronse con tal motivo más de 8.000 resmas de papel, y se imprimieron arriba de 24.800 Memorias, llenas de preceptos higiénicos y de sistemas muy eruditos, muy elegantes, pero que no sacaron de dudas al rey. Éste convocó entonces a todos los sabios de Colmania y los reunió en su palacio a fin de que discutiesen y ventilasen el punto, prometiéndose atenerse a las decisiones de tan docta Asamblea. Allí se juntaron sabios de todos colores y clases: unos, sucios, vestidos de andrajos y con luengas barbas; otros, afeitados, peinaditos y con quevedos de oro, unos, viejos, amarillos, sin dientes, que todo lo hallaban difícil y malo; otros, jóvenes, petulantes, que para todo encontraban salida y respuesta. Abierto el debate sobre la educación del príncipe Amado, se emitieron los pareceres más diferentes: unos opinaban que, para hacerle feliz, convenía enseñar al príncipe a mandar desde la niñez, con lo cual no le pesaría más tarde la corona en las sienes; otros, que era preciso adiestrarle en las armas para que adquiriese renombre de invencible, y hasta hubo un sabio que propuso que, para la dicha del príncipe, lo mejor era estrellarle la cabeza contra un muro, pues, no teniendo pecados, se iría de patitas a la gloria; por cuyo dictamen la reina Serafina, mandó que sus criados arrojasen al sabio por las escaleras a empellones. En suma, el rey no sacaba más en limpio del congreso de sabios que de las Memorias del concurso, y entonces resolvió tentar el extremo opuesto, es decir, llamar a una porción de mujeres sencillas del pueblo y consultarlas acerca del caso. Esta vez no hubo discordia; todas las mujeres opinaron que la felicidad consistía en poseer cuanto se deseaba, sin restricción de ninguna especie, y que, por consiguiente, el modo de hacer dichoso al principito era cumplirle todos, todos los gustos, y bailarle el agua delante. El consejo satisfizo por completo al rey Bonoso, que estaba muerto por mimar a su hijo; a la reina, que ya lo mimaba desde que nació; a las damas, pajes y servicio de Palacio, que andaban bobos con las gracias del chiquitín, y a todos los colmanienses, que idolatraban en su príncipe Amado. Arreglada así la cosa, nadie volvió a acordarse de la advertencia del hada, y todo el mundo se entregó al placer de adivinarle los antojos al recién nacido, que pocos tenía aún.

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