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Música: Schumann - Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie" |
La caja de música |
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V. El secreto Para engañar al señor Lorenzo, Carlota le pidió con insistencia la llave del baúl para ver la caja de música. —No, no doy la llave —decía el viejo—. Cuando venga por ella la princesa, ya veremos qué se hace. —Se la tendremos que dar —replicaba su nieta. —Bueno, bueno; ya se verá. —Me voy a llevar la caja de música a mi estudio —le dije a Carlota—, por si hay que andar con ella y deshacerla, que tu abuelo no se entere. —Bueno, sí; llévala. Busqué un carrito de mano y bajé la caja con grandes esfuerzos, y luego la tuve que subir a mi buhardilla. «Este trasto va a ser nuestra desesperación», pensé cuando lo dejé, rendido, encima de la mesa. Desde entonces comencé a examinarla detenidamente y a hacer suposiciones para si encontraba algún indicio que revelara su secreto. No se podía creer que el viejo médico italiano dijera lo que decía en su carta para burlarse de sus descendientes. Todas las hipótesis que ideé, algunas complicadas y de cierto ingenio, no dieron el menor resultado. Entonces me dirigí a un muchacho, joven mecánico del taller de la calle de Babilonia, donde habían compuesto el aparato, y le propuse que viniera a mi casa una hora después de su trabajo a destornillar la caja y los muñecos, por lo que le pagaría cinco francos. Le expliqué de qué se trataba. El joven aceptó mi proposición. —¿Qué espera usted que haya? —me dijo. —No sé; quizá un papel con una indicación o alguna joya le contesté. Yo no quería que la caja quedara rota. Destornillamos todas las palancas de los muñequitos con dificultad y no se encontró nada. En el interior del cilindro, con púas, donde yo sospechaba si habría algo, no había nada tampoco. —Vamos a desarmar también la caja. La desarmamos. Separadas ya las tablas, encontramos que la parte del suelo tenía doble fondo. La madera de encima era distinta que las otras y estaba apolillada. —Bueno. Mañana veremos si hay aquí algo —dije, para hacer la investigación solo. El mecánico se marchó y me quedé con las tablas encima de la mesa. Primero cogí un taladro, y en una esquina probé con él; hice un agujero y vi que la punta daba sobre metal. Vacilaba en meter la hoja del cortaplumas por la rendija de la tabla. Al último me decidí. "Esta madera, aunque se rompa al arrancarla, no puede costar gran cosa el sustituirla. Así que... adelante." Por si la punta del cortaplumas arañaba, iba a meter por la hendidura una espátula y a hacer saltar la tabla, cuando vi que en los ángulos había tornillos. Los fui sacando despacio, y cuando levanté la tabla y descubrí el suelo de la caja, vi en medio un cuadro de metal, a juzgar por el peso, envuelto en un lienzo basto. ¿Qué podría ser esto? Quité la tela; después, un papel amarillento, y apareció una lámina de cobre rojizo. Le di la vuelta. Era un esmalte magnífico, intacto. Le pasé por encima el pañuelo humedecido y aparecieron sus colores espléndidos. Representaba la coronación de la Virgen. Las figuras tenían unos mantos azules y unas coronas doradas, de un color y de una transparencia ideales. Alrededor de la Virgen había una guirnalda de rosas, y en los cuatro ángulos figuras más pequeñas que representaban La Anunciación, La huída a Egipto, La adoración de los pastores y El portal de Belén. Con la idea de que podía haber hecho una huella con el taladro, me comenzó a latir el corazón; pero no: la muesca quedaba por la parte de atrás, no esmaltada. Dentro del lienzo había un papel. Era, sin duda, del tío Paolo, el médico del ejército austríaco. Contaba cómo había entrado en Francia con los aliados cuando la caída de Napoleón y había comprado por quinientos francos el esmalte en Chalon-sur-Saone. Decía después que le habían asegurado que valía mucho y que como vivía en una época de guerras, revoluciones y trastornos, lo había quitado del marco donde lo tenía en la pared para guardarlo en la caja de música. «Esto debe de valer muchísimo», me dije. No pude dormir con la preocupación. Había que obrar con cautela. Tenía miedo de que me robasen. Al día siguiente, con el esmalte envuelto en un papel, fui a casa de Carlota. Se lo mostré y le expliqué dónde lo había encontrado. ¿Sería mejor decírselo al abuelo o callárselo? No fuera a considerarlo como algo que no se podía vender. —Es mejor que lo guardes tú —dijo Carlota. Lo guardé detrás de un bastidor pintado por mí, le puse encima un remiendo de tela y lo dejé colgado en la pared. No le advertí nada a la portera, que a veces entraba allí a limpiar. En los días siguientes, entre el joven mecánico y yo, compusimos la caja de música, y la volví a llevar a casa de Carlota. Quería saber el valor exacto del esmalte, y fui a varias tiendas de antigüedades de la orilla derecha y expliqué y describí cómo era. Me pidieron que lo llevara para que lo examinaran. Pude sacar en consecuencia que era un esmalte lemosín, de los pintados, y que en el Museo del Louvre estaban las piezas más importantes de esta clase de obras. —Si ese esmalte que me describe usted no está falsificado —me dijo un anticuario—, yo le doy por él ciento cincuenta mil francos. Estuve en el Museo del Louvre y me convencí de que el esmalte era auténtico. Tenía un conocido fotógrafo, y fui a su taller para que hiciera varias fotografías de mi tesoro. Naturalmente, no me separé de él. Pensaba enviar las pruebas fotográficas a varios museos con una carta en francés y en inglés que escribiría Carlota. Todo aquel tiempo lo pasé inquieto y nervioso. El viejo Lorenzo estaba enfermo ya grave. Se había olvidado del préstamo de la princesa de Olevano-Visconti y quería tener la caja de música delante y oírla y ver sus muñecos. Como la princesa se presentaría al terminar el plazo a exigir que se le pagara o a llevarse la caja de música, pensamos Carlota y yo que podíamos ir a visitar al vizconde que había ofrecido antes tres mil quinientos francos y que vivía en los Campos Elíseos y contarle una historia, pedirle un anticipo y devolverle el dinero a la princesa. Así se hizo. Se le dijo al vizconde que el viejo Lorenzo quería venderle la caja de música, pero que como no era suya, sino también de su hermana, necesitaba que ésta diera su consentimiento, y que ella no quería darlo mientras no viera el dinero. El vizconde aceptó el prestar dos mil francos, y se le dijo que se le devolverían al mes si por una eventualidad la hermana de Lorenzo no aceptaba la venta, y si la aceptaba, se le llevaría la caja y él entregaría mil quinientos francos más. La situación nuestra iba siendo cada vez más difícil. El viejo Lorenzo estaba ya en las últimas. De los museos adonde yo había escrito y mandado fotografías no contestaban. De pronto se presentó un agente del Museo Británico. Subió a mi casa. Venía a ver el esmalte. Fui al estudio, busqué el bastidor en la pared... No estaba. Me habían robado. Estuve a punto de caerme. Me serené. Pensé que la portera entraba a veces a arreglar aquel rincón. Quizá había movido los bastidores. Efectivamente, aquel en donde estaba el esmalte lo había puesto tapando un agujero que daba al tejado. Descubrí mi tesoro y se lo presenté al agente del Museo Británico. Lo examinó con atención con una lente, y dijo: —Sí, efectivamente, es auténtico. ¿Cuánto quiere usted por él? —Está tasado en doscientos cincuenta mil francos. —No sé si encontrará quién se los dé. —Ya veremos. —Yo le podría ofrecer doscientos mil. —Venga usted dentro de ocho días. Yo se lo diré al dueño. El agente del Museo Británico se fue, y cuatro días más tarde apareció otro de un museo de Nueva York. Se resistía a dar los doscientos cincuenta mil francos; pero yo me manifesté inexorable, y tuvo que darlos. El mismo día que terminé este asunto murió Lorenzo Borda. Después de colocar en un Banco doscientos cuarenta y cinco mil francos, fui a su entierro. Pagamos al vizconde, y pocas semanas después nos casamos Carlota y yo. Luego tomamos en traspaso una tienda pequeña de antigüedades, y después otra mayor. La caja de música fue siempre como nuestro emblema. El anticuario Téllez estaba, sin duda, muy satisfecho de la inteligencia que había demostrado en aquellos asuntos que habían sido la base de su riqueza. Todas aquellas combinaciones daban la impresión de que el anticuario tenía una habilidad de judío. —¿Y su mujer? ¿Vive? —le pregunté. —No. Murió la pobre. —¿Tiene usted hijos? —Sí, un chico y una chica. —¿Les dejará usted su establecimiento? —Al hijo. A la chica le daré una buena dote. —Y ¿hay muchos judíos en la profesión de anticuario? —¿Por qué lo pregunta usted? —me preguntó como alarmado. —No sé. Parece que debe de haber entre ellos gente inteligente en esas materias. —Sí, los hay. Como si la pregunta mía hubiera abierto un surco entre el anticuario y yo, nos despedirnos fríamente, y cada cual se marchó a su casa. |
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