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Pío Baroja

"La caja de música"

Biografía de Pío Baroja en Wikipedia

 
 
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Música: Schumann - Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 

La caja de música

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I. El pintor anticuario

Hacia finales del siglo XIX conocí en París a uno de tantos españoles que pululan por allí. Era un riojano, a quien llamábamos Luis el de Nájera, porque hablaba con frecuencia de este pueblo, que debía de ser el suyo. Luis no sabía el francés necesario para hacerse servir en el restaurante, y se mostraba al mismo tiempo reclamador y exigente, como si quisiera que le atendieran los que no le entendían.

Él creía que eso de hablar francés era como una mala broma que algunos se empeñaban en sostener por capricho, cuando hubiera sido mucho más fácil que se hubieran puesto a hablar en castellano.

Al parecer, aquel hombre era de casa rica, gastador y muy decidido. Él contaba una anécdota que demostraba su decisión. Había estado en Londres en una casa de huéspedes española poco tiempo. Un día, en un restaurante, había encontrado una muchacha muy bonita que le sonreía. Él no sabía una palabra de inglés ni ella de español; pero él quería manifestar su admiración a la damisela.

Luis, muy expedito, llamó por teléfono a la casa de huéspedes donde vivía y después hizo que la muchacha inglesa tomara el auricular del aparato, y los piropos del riojano fueron por teléfono pasando por la casa de huéspedes a la chica que estaba a su lado y que reía a carcajadas, sin duda asombrada del procedimiento y de la imaginación de los españoles.

Una tarde vi al riojano en el bulevar y me dijo que quería vender un esmalte. Me explicó que era de su casa de Nájera. Pretendía que le acompañara a varias tiendas de antigüedades del barrio latino.

—Bueno —le indiqué—, no tengo nada que hacer. Ya le acompañaré.

Entramos en varios comercios del bulevar Saint Germain. El esmalte era un poco tosco, pero tenía su valor. Los anticuarios ofrecían alrededor de mil francos. No pasaban de ahí. En una tienda de la calle de Rennes, el encargado se alargó hasta ofrecer dos mil quinientos francos.

—¿Qué le parece a usted? —me preguntó el de Nájera.

—Yo no sé lo que vale eso —le contesté—. No tengo idea. Usted haga lo que le parezca.

El hombre se decidió: dejó el esmalte, tomó el dinero y se puso a redactar un recibo, por indicación del anticuario.

Mientras tanto, yo miraba algunos de los objetos, entre ellos una caja de música antigua con cinco muñecos músicos que se movían y dos bailarinas que se deslizaban por un alambre.

—Es bonito eso —le dije al amo—. ¿Vale mucho?

—No le he puesto precio. No lo vendo. Está como muestra de la casa.

—¡Ah, ya!

—Ustedes, ¿son españoles? —preguntó el de la tienda de antigüedades.

—Sí

—Yo también soy español, pero ya llevo mucho tiempo aquí, en París.

—¡Ah! ¿Es usted español? —preguntó el de Nájera, mientras presentaba el recibo para cobrar.

—Sí.

—¿Quiere usted cenar con este señor y conmigo?

—¡Muchas gracias! Me espera la familia.

—¡Qué le importa a usted por una noche!

El de Nájera insistió tanto, que el de la tienda de antigüedades cedió y dijo que iría después de cerrar su comercio a donde se le indicase.

—Yo quisiera cenar en un restaurante bueno —dijo el de Nájera.

—Nosotros, algunos del oficio —indicó el anticuario—, solemos ir al restaurante Marais.

—No sé dónde está.

—En los grandes bulevares.

—¿Cuánto costará el cubierto allí?

—Quince o veinte francos.

—Es poco.

—¡Bah! No tenga usted cuidado. Ya se le acabarán pronto los francos.

—Bueno. Pues iremos al restaurante Marais. ¿Cualquier cochero nos llevará allí?

—Sí.

—Entonces a las ocho le esperamos.

Al salir de la tienda de antigüedades vi que en la muestra decía:

"A LA CAJA DE MÚSICA". Téllez, Ferrari

Fuimos el de Nájera y yo a un café de la plaza de San Germán de los Prados. El riojano bebió cerveza y habló por los codos, y poco antes de la hora señalada tomamos un café, cruzamos el río y bajamos delante del restaurante Marais.

Nos llevaron a un comedor aparte, de techo alto y de cierto lujo ostentoso, como el segundo Imperio. Parecía que el encargado del restaurante se había dado cuenta de que teníamos dinero fresco. Vino poco después el anticuario. Se llamaba Ángel Téllez. Era un buen tipo: esbelto, correcto, moreno, con la cabeza ya entrecana y la tez pálida. Vestía de luto. Tenía una cortesía un poco exagerada, que contrastaba con la turbulencia bárbara del riojano.

Hicimos el menú y comimos muy bien.

—Ahora vamos a algún teatro. A ver mujeres guapas —dijo el de Nájera.

—Yo no puedo estar más de las once —advirtió Téllez.

—Tiene usted tiempo.

El anticuario nos condujo a una plaza y entramos en un teatro, que creo era el Folies-Berguére. Después de ver el acto de una revista, nos sentamos en el paseo.

Era verano. La noche estaba caliente.

Se nos acercaron algunas mujeres, que, al oírnos hablar castellano, decían:

—¡Ah! ¡Españoles! ¡Ole ya!

El que tenía más éxito era Téllez, el anticuario.

Al de Nájera le vimos poco después con una muchacha guapa, que dijo que era de Valladolid. El hombre, que había estudiado en esta ciudad, se conmovió y perdió los estribos. Bebió, se exaltó, se puso a hablar como un descosido con el sombrero en el cogote, y lo perdimos de vista.

—Este paisano nuestro va a liquidar el esmalte en un momento —dijo el anticuario.

—Sí; poco le van a durar los cuartos.

—Bueno; yo me voy.

—¿Va usted hacia la orilla izquierda?

—Sí. Vivo cerca del jardín del Luxemburgo.

—Pues yo también. Si quiere usted, iremos andando.

—Muy bien.

Salimos del teatro a los grandes bulevares, y luego por el bulevar Sebastopol, a cruzar el río y tomar el bulevar Saint-Michell. La noche era tibia y hermosa.

—Este mozo se va a gastar el dinero en cuatro o cinco días —dijo Téllez.

—Probablemente.

—Y quizá lo necesite.

—No sé, yo apenas le conozco.

—Pues mire usted: yo comencé mi fortuna por un esmalte que adquirí por casualidad, mejor dicho, que no lo adquirí, porque me vino como llovido del cielo. Le contaré el caso, si no le aburre.

—Hombre, no.

Se veía que al anticuario le gustaba hablar castellano, sin duda para convencerse de que lo recordaba.

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