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Pedro Antonio de Alarcón

"El amigo de la muerte"

III: De cómo Gil Gil aprendió medicina en una hora

Biografía de Pedro Antonio de Alarcón en AlbaLearning
 
 
 
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El amigo de la muerte

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III

De cómo Gil Gil aprendió medicina en una hora

Ninguna frase pudiera haber sorprendido tanto a Gil Gil como la que acababa de escuchar:

-¡Hola, amigo!

Él no tenía amigos.

Pero mucho más le sorprendió la horrible impresión de frío que le comunicó la mano de aquella sombra, y aun el tono de su voz, que penetraba, como el viento del polo, hasta la médula de los huesos.

Hemos dicho que la noche estaba muy oscura...

El pobre huérfano no podía, por consiguiente, distinguir las facciones del ser recién llegado, aunque sí su negro traje talar, que no correspondía precisamente a ninguno de los dos sexos.

Lleno de dudas, de misteriosos temores y hasta de una curiosidad vivísima, levantóse Gil del tranco de la puerta en que seguía acurrucado y murmuró con voz desfallecida, entrecortada por el castañeteo de sus dientes:

-¿Qué me queréis?

-¡Eso te pregunto yo! -respondió el ser desconocido, enlazando su brazo al de Gil Gil con familiaridad afectuosa.

-¿Quién sois? -replicó el pobre zapatero, que se sintió morir al frío contacto de aquel brazo.

-Soy la persona que buscas.

-¡Quién!... ¿Yo?... ¡Yo no busco a nadie! -replicó Gil queriendo desasirse.

-Pues ¿por qué me has llamado? -repuso aquella persona, estrechándole el brazo con mayor fuerza.

-¡Ah!... Dejadme...

-Tranquilízate, Gil, que no pienso hacerte daño alguno... -respondió el ser misterioso-. ¡Ven! Tú tiemblas de hambre y de frío... Allí veo una hostería abierta, en la que cabalmente tengo que hacer esta noche... Entremos y tomarás algo.

-No os conozco... -replicó el zapatero.

-¡Sin embargo, he entrado en tu casa muchas veces! Por mí quedaste sin madre al tiempo de nacer; yo fui causa de la apoplejía que mató a Juan Gil; yo te arrojé del palacio de Rionuevo; yo asesiné un domingo a tu vieja compañera de casa; yo, en fin, te puse en el bolsillo ese bote de ácido sulfúrico...

Gil Gil tembló como un azogado; sintió que la raíz del cabello se le clavaba en el cráneo, y creyó que sus músculos crispados se rompían.

-¡Eres el demonio! -exclamó con indecible miedo.

-¡Niño! -contestó la enlutada persona en son de amable censura-. ¿De dónde sacas eso? ¡Yo soy algo más y mejor que el triste ser que nombras!

-¿Quién eres, pues?

-Entremos en la hostería y lo sabrás.

Gil entró apresuradamente; puso al desconocido ser delante del humilde farol que alumbraba el aposento, lo miró con avidez inmensa...

Érase una persona como de treinta y tres años, alta, hermosa, pálida, vestida con una larga túnica y una capa negra, y cuyos luengos cabellos cubría un gorro frigio, también de luto.

No tenía ni asomos de barba, y, sin embargo, no parecía mujer. Tampoco parecía hombre, a pesar de lo viril y enérgico de su semblante.

Lo que realmente parecía era un ser humano sin sexo, un cuerpo sin alma, o más bien un alma sin cuerpo mortal determinado. Dijérase que era una negación de personalidad.

Sus ojos no tenían resplandor alguno. Recordaban la negrura de las tinieblas. Eran, sí, unos ojos de sombra, unos ojos de luto, unos ojos muertos... Pero tan apacibles, tan inofensivos, tan profundos en su mudez, que no se podía apartar la vista de ellos. Atraían como el mar; fascinaban como un abismo sin fondo; consolaban como el olvido.

Así fue que Gil Gil, a poco que fijó los suyos en aquellos ojos inanimados, sintió que un velo negro lo envolvía, que el orbe tornaba al caos y que el ruido del mundo era como el de una tempestad que se lleva el aire...

Entonces, aquel ser misterioso dijo estas tremendas palabras:

-Yo soy la Muerte, amigo mío... Yo soy la Muerte, y Dios es quien me envía... ¡Dios, que te tiene reservado un glorioso lugar en el cielo! Cinco veces he causado tu desventura, y yo, la deidad implacable, te he tenido compasión. Cuando Dios me ordenó esta noche llevar ante su tribunal tu alma impía, le rogué que me confiase tu existencia y me dejase vivir a tu lado algún tiempo, ofreciéndole entregarle al cabo tu espíritu limpio de culpa y digno de su gloria. El Cielo no ha sido sordo a mi súplica. ¡Tú eres, pues, el primer mortal a quien me he acercado sin que su cuerpo se torne fría ceniza! ¡Tú eres mi único amigo! Oye ahora, y aprende el camino de tu dicha y de tu salvación eterna.

Al llegar aquí la Muerte, Gil Gil murmuró una palabra casi ininteligible.

-Te he comprendido... -replicó la Muerte-. Me hablas de Elena de Monteclaro.

-¡Sí! -respondió el joven.

-¡Te juro que no la estrecharán otros brazos que los tuyos o los míos! ¡Y, además, te repito que he de darte la felicidad de este mundo y la del otro! Para ello bastará con lo siguiente: Yo, amigo mío, no soy la Omnipotencia... ¡Mi poder es muy limitado, muy triste! Yo no tengo la facultad de crear. Mi ciencia se reduce a destruir. Sin embargo, está en mis manos darte una fuerza, un poder, una riqueza mayor que la de los príncipes y emperadores... ¡Voy a hacerte médico; pero médico amigo mío, médico que me conozca, que me vea, que me hable! Adivina lo demás.

Gil Gil estaba absorto.

-¿Será verdad? -exclamó cual si luchara con una pesadilla.

-Todo es verdad, y algo más que te iré diciendo... Por ahora sólo debo advertirte que tú no eres hijo de Juan Gil. Yo oigo la confesión de todos los moribundos, y sé que eres hijo natural del conde de Rionuevo, tu difunto protector, y de Crispina López, que te concibió dos meses antes de casarse con el infortunado Juan Gil.

-¡Ah, calla! -exclamó el pobre niño, tapándose el rostro con las manos.

Luego, herido de una súbita idea, exclamó con indescriptible horror:

-¿Conque tú matarás a Elena algún día?

-Tranquilízate... -respondió la divinidad-. ¡Elena no morirá nunca para ti! Así, pues, ¡responde!... ¿Quieres o no quieres ser mi amigo?

Gil contestó con esta otra pregunta:

-¿Me darás en cambio a Elena?

-Te he dicho que sí.

-¡Pues ésta es mi mano! -añadió el joven alargándosela a la Muerte.

Pero otra idea más horrible que la anterior le asaltó en aquel momento.

-¡Con estas manos que estrechan la mía -dijo- mataste a mi pobre madre!

-¡Sí! ¡Tu madre murió!... -respondió la Muerte-.Entiende, sin embargo, que yo no le causé dolor alguno... ¡Yo no hago sufrir a nadie! Quien os atormenta hasta que dais el último suspiro es mi rival la Vida, ¡esa vida que tanto amáis!

Gil se arrojó en brazos de la Muerte por toda contestación.

-Vamos, pues -dijo el ser enlutado.

-¿Adónde?

-A La Granja, a comenzar tus funciones de médico.

-Pero ¿a quién vamos a ver?

-Al ex rey Felipe V.

-¡Cómo! ¿Felipe V va a morir?

-Todavía no; antes ha de volver a reinar, y tú vas a regalarle la corona.

Gil inclinó la frente, abrumado bajo el peso de tantas nuevas ideas. La Muerte lo cogió del brazo y lo sacó de la hostería.

No habían llegado a la puerta, cuando oyeron a su espalda gritos y lamentaciones.

El dueño de la hostería acababa de morir.

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