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Bram Stoker en AlbaLearning

Bram Stoker

"El entierro de las ratas"

3

Biografía de Bram Stoker en Wikipedia

 
 

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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 

El entierro de las ratas

(continuación)

OBRAS DEL AUTOR

Español

El entierro de las ratas
En el valle de la sombra
La casa del Juez

Inglés

The burial of the rats
In the valley of the shadow
The Judge's House

Bilingüe

En el el valle de la sombra - In the valley of the shadow

ESCRITORES INGLESES

Arthur Conan Doyle
Charles Dickens
Edith Nesbit
Elisabeth Barrett Browning
Elisabeth Gaskell
Graham Greene
John William Polidori
Lord Byron
Mary Shelley
Richard Middleton
Robert Louis Stevenson
Tomás Moro
Virginia Woolf
William Shakespeare

 

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Cada vez se hacía más oscuro; la noche estaba llegando. Lancé una furtiva mirada por la choza a mi alrededor: todo seguía igual. La ensangrentada hacha en el rincón, los montones de porquería, y los ojos en los montones de huesos y en las rendijas junto al suelo.

Pierre había estado llenando ostensiblemente su pipa; ahora encendió una cerilla y empezó a dar profundas chupadas. La vieja mujer dijo:

-¡Vaya, qué oscuro es! ¡Pierre, enciende la lámpara corno un buen chico!

Pierre se levantó y, con la cerilla encendida en la mano, tocó el pábilo de una lámpara que colgaba a un lado de la entrada de la choza y que tenía un reflector que arrojaba la luz por todo el lugar. Era evidente que la usaban para salir por la noche.

-¡Ésa no, estúpido! ¡Ésa no! ¡La linterna! -le gritó la mujer.

Él la apagó de inmediato y dijo:

-De acuerdo, madre, la buscaré.

Y se puso a revolver por la esquina izquierda de la estancia, mientras la vieja decía en la oscuridad:

-¡La linterna! ¡La linterna! ¡Oh! Ésa es la luz más útil para nosotros los pobres. ¡La linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del trapero! Nos ayuda cuando todo lo demás falla.

Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando hubo una especie de crujido por todo el lugar, y algo se arrastró firmemente sobre el techo.

De nuevo creí leer entre líneas sus palabras. Conocía la lección de la linterna.

«Uno de vosotros subid al techo con un nudo corredizo y estranguladlo cuando pase si dentro fracasamos. »

Cuando miré por la abertura vi el lazo de una cuerda silueteado en negro contra el cielo. ¡Estaba realmente rodeado! Pierre no tardó en hallar la linterna. Mantuve los ojos fijos en la vieja a través de la oscuridad. Pierre procedió a encender la luz, y al destello de la chispa vi a la vieja alzar del suelo a su lado, donde había aparecido misteriosamente, y luego ocultar en los pliegues de su ropa, un cuchillo largo y afilado o una daga. Parecía un cuchillo de carnicero al que se le había proporcionado una punta aguzada.

La linterna empezó a arder.

-Tráela aquí, Pierre -dijo la mujer-. Colócala en la entrada, donde pueda verla. ¡Qué hermosa es! Aleja de nosotros la oscuridad; ¡es perfecta!

¡Perfecta para ella y sus propósitos! Arrojaba toda su luz sobre mi rostro, dejando en la penumbra los rostros de Pierre y de la mujer, que permanecían sentados más afuera de mí a cada lado.

Sentí que el momento de la acción se aproximaba, pero ahora sabía que la primera señal y movimiento procederla de la mujer, así que la vigilé a ella.

Estaba totalmente desarmado, pero ya había decidido qué hacer. Al primer movimiento, agarraría el hacha de carnicero del rincón de la derecha y me abriría paso hacia fuera. Al menos moriría luchando. Eché una mirada a mi alrededor para fijar su lugar exacto, a fin de no fallar al agarrarla al primer esfuerzo, porque el tiempo y la exactitud serían preciosos.

¡Buen Dios! ¡Había desaparecido! Todo el horror de la situación cayó sobre mí; pero el pensamiento más amargo de todos fue que si el resultado de aquella terrible situación era en mi contra, Alice sufriría infaliblemente. 0 bien me creerla un falso -y cualquier enamorado, o cualquiera que lo ha estado alguna vez, puede imaginar la amargura del pensamiento-, o seguiría amándome durante mucho tiempo después de que me hubiera perdido para ella y para el mundo, y así su vida se vería rota y amargada, destrozada por la decepción y la desesperación. La auténtica magnitud del dolor me aferró y me dio ánimos para soportar el terrible escrutinio de los conspiradores.

Creo que no me traicioné. La vieja mujer me estaba observando como un gato observa a un ratón; tenía su mano derecha oculta en los pliegues de su ropa, aferrando, como ya sabía, aquella larga daga de aspecto cruel. Tuve la sensación de que si hubiera visto alguna inquietud en mi rostro habría sabido que había llegado el momento, y habría saltado sobre mí como una tigresa, segura de atraparme descuidado.

Miré a la derecha, y vi allí una nueva causa de peligro. Delante y alrededor de la choza había a poca distancia algunas formas sombrías; estaban completamente inmóviles, pero sabía que todas estaban alertas y en guardia. Tenía pocas posibilidades en aquella dirección.

Eché de nuevo una mirada a mi alrededor. En momentos de gran excitación y gran peligro, que es también excitación, la mente trabaja muy rápido, y la agudeza de las facultades que dependen de la mente crece en proporción. Entonces lo sentí. En un instante abarqué toda la situación. Vi que el hacha había sido retirada a través de un pequeño agujero hecho en una de las podridas planchas. Tenía que estar muy podrida para permitir algo así sin siquiera un ruido.

La choza era una típica ratonera, y estaba guardada a todo su alrededor. Un verdugo aguardaba tendido en el techo, listo para ahorcarme con su cuerda si yo conseguía escapar de la daga de la vieja bruja. Delante, el camino estaba guardado por no sabía cuántos vigilantes. Y en la parte de atrás había una hilera de hombres desesperados -había visto de nuevo sus ojos a través de las grietas en las tablas del suelo, cuando miré por última vez- mientras permanecían tendidos aguardando la señal de ponerse en pie. ¡Si tenía que ser alguna vez, que fuera ahora!

Tan fríamente como fui capaz me giré un poco en mi taburete a fin de meter bien mi pierna derecha debajo de mi cuerpo. Luego, con un repentino salto, girando la cabeza hacia un lado y protegiéndola con las manos, y con el instinto de lucha de los antiguos caballeros, pronuncié el nombre de mi dama y me lancé contra la pared de atrás de la choza.

Pese a lo muy atentos que estaban, lo repentino de mi movimiento sorprendió tanto a Pierre como a la vieja. Al tiempo que atravesaba las podridas planchas, vi a la mujer levantarse de un salto, como un tigre, y oí su grito ahogado de contenida rabia. Mis pies golpearon algo que se movía, y mientras saltaba alejándome de ello supe que había pisado la espalda de uno de la hilera de hombres que permanecían tendidos boca abajo fuera de la choza. Recibí rasguños de clavos y astillas, pero por otro lado salí incólume. Sin aliento, trepé por el montículo que tenía delante, al tiempo que oía el sordo ruido de la choza al desplomarse en una masa informe.

Fue una ascensión de pesadilla. El montículo, aunque bajo, era horriblemente empinado y, con cada paso que daba, la masa de tierra y cenizas cedía y se hundía bajo mis pies. El polvo se alzaba y me ahogaba; era mareante, fétido, horrible, pero sabía que era una carrera a vida o muerte, y seguí luchando. Los segundos parecieron horas, pero los breves momentos que había conseguido, combinados con mi juventud y mi fuerza, me proporcionaron una gran ventaja y, aunque varias formas echaron a correr tras de mí en un mortal silencio que era más terrible que cualquier sonido, alcancé fácilmente la cima. Posteriormente he subido el cono del Vesubio y, mientras escalaba aquella desolada ladera entre los humos sulfurosos, el recuerdo de aquella horrible noche en Montrouge me vino a la memoria tan vívidamente que casi me desvanecí.

El montículo era uno de los más altos de la zona, y mientras trepaba hasta la cima, jadeando en busca de aliento y con el corazón latiendo como un martillo pilón, vi a lo lejos, a mi izquierda, el apagado resplandor rojizo del cielo, y más cerca aún el llamear de unas luces. ¡Gracias a Dios! ¡Ahora sabía dónde estaba y dónde hallar el camino hasta París!

Hice una pausa durante dos o tres segundos y miré atrás. Mis perseguidores estaban todavía muy retrasados, pero ascendían resueltamente y en un mortal silencio. Más allá, la choza era una ruina.... una masa de maderos y formas que se movían. Podía verla bien, porque las llamas estaban empezando ya a apoderarse de ella; los trapos y la paja se habían incendiado, evidentemente, a causa de la linterna. ¡Y todavía el silencio! ¡Ni un sonido! Aquellos pobres desgraciados sabían aceptar al menos las cosas.

No tuve tiempo más que para una mirada de pasada, porque, cuando observé a mi alrededor en busca del mejor lugar para bajar, vi varias formas oscuras corriendo a ambos lados para cortarme el camino. Ahora era una carrera por mi vida. Estaban intentando adelantarme en mi camino hacia Paris y, con el instinto del momento, me lancé a descender por el lado de la derecha. Fue justo a tiempo porque, aunque bajé en lo que me parecieron unos pocos pasos, los viejos y cautelosos hombres que estaban observándome dieron la vuelta, y uno de ellos, mientras yo corría por la abertura entre los dos montículos de delante, casi me alcanzó con un golpe de aquella terrible hacha de carnicero. ¡Seguro que no podía haber allí dos de aquellas armas!

Entonces empezó una caza auténticamente horrible. Me adelanté fácilmente a los viejos, e incluso cuando algunos hombres más jóvenes y unas cuantas mujeres se unieron a la caza, los distancié con facilidad. Pero no conocía el camino, y ni siquiera podía guiarme por la luz en el cielo, porque estaba corriendo en sentido contrario a ella. Había oído que, a menos que tengan un propósito consciente, los hombres perseguidos siempre giran hacia la izquierda, y eso descubrí que estaba haciendo ahora; y supongo que eso lo sabían también mis perseguidores, que eran más animales que hombres, y con astucia o instinto habían descubierto por sí mismos tales secretos: porque tras una rápida carrera, tras la cual esperaba tomarme un momento de respiro, vi de pronto delante de mí a dos o tres formas que pasaban velozmente por detrás de un montículo a la derecha.

¡Estaba metido en una tela de araña! Pero con el pensamiento de este nuevo peligro llegó la resolución del cazado, y así eché a correr por el siguiente giro a la derecha. Proseguí en esta dirección durante unos cien metros, y luego, girando de nuevo a la izquierda, me aseguré de que al menos había evitado el peligro de ser rodeado.

Pero no de la persecución, porque la turba seguía tras de mí, firme, resuelta, incansable, y todavía en un hosco silencio.

En la creciente oscuridad, los montículos parecían ahora ser un poco más pequeños que antes, aunque -porque la noche se estaba cerrando- aparentaban ser más grandes en proporción. Ahora estaba muy por delante de mis perseguidores, así que trepé rápidamente por el montículo que tenía delante.

¡Alegría de alegrías! Estaba cerca del borde de aquel infierno de montículos de basura. Detrás, lejos de mí, la luz roja de París en el cielo y, alzándose detrás, las alturas de Montmartre.... una luminosidad débil, con algunos puntos brillantes como estrellas aquí y allá.

Con el vigor restablecido en un momento, corrí por los pocos montículos de tamaño decreciente que faltaban, y me hallé en el terreno llano más allá. Incluso entonces, sin embargo, la perspectiva no era invitadora. Todo delante de mí era oscuro y deprimente, y evidentemente había llegado a uno de esos lugares desiertos, húmedos y llanos que pueden hallarse aquí y allá en las inmediaciones de las grandes ciudades. Lugares yermos y desolados, donde el espacio es requerido para la aglomeración definitiva de todo lo que es nocivo, y el terreno es demasiado pobre para crear un deseo de ocupación incluso entre la gente más baja. Con los ojos acostumbrados a la semioscuridad del anochecer, y lejos ahora de las sombras de aquellos terribles montículos de basura, podía ver mucho más fácilmente que hacía unos momentos. Era posible, por supuesto, que el resplandor en el cielo de las luces de París, aunque la ciudad estaba a algunos kilómetros de distancia, se reflejara aquí. Fuera lo que fuese, veía lo suficiente como para percibir todo lo que había a una cierta distancia a mi alrededor.

Delante había una lúgubre y plana extensión que parecía casi una llanura muerta, con el oscuro brillo de charcas de agua estancada aquí y allá. Aparentemente muy lejos a la derecha, entre un pequeño racimo de luces dispersas, se alzaba la oscura masa de Fort Montrouge, y lejos a la izquierda, en la oscura distancia, marcadas por el apagado brillo de las ventanas de algunas casas, las luces en el cielo mostraban la situación de Bicétre.. Un momento de reflexión me decidió a dirigirme hacia la derecha e intentar alcanzar Montrouge. Allí al menos habría algún tipo de seguridad, y posiblemente llegaría antes a alguno de los cruces de carreteras que conocía. En alguna parte, no muy lejos, tenía que estar la estratégica carretera que conectaba la cadena de fuertes que rodeaba la ciudad.

Entonces miré hacia atrás. Sobre los montículos, y silueteados en negro contra el resplandor del horizonte parisino, vi varias figuras que se movían, y más a la derecha otras varias que se desplegaban entre yo y mi destino. Evidentemente, tenían intención de cortarme el paso en aquella dirección, y así mis elecciones se vieron reducidas; ahora se limitaban a ir directamente al frente o girar a la izquierda. Me incliné hacia el suelo, a fin de conseguir la ventaja del horizonte como línea de visión, y miré con atención en aquella dirección, pero no pude detectar ningún signo de mis enemigos. Argumenté que puesto que no habían protegido o no intentaban proteger aquel punto, eso significaba que había allí un evidente peligro para mí de todos modos. Así que decidí avanzar directamente al frente.

No era una perspectiva invitadora y, a medida que avanzaba, la realidad se hizo peor. El terreno se volvió blando y rezumante, y de tanto en tanto cedía bajo mis pies de una forma desagradable. De alguna forma, parecía descender, porque vi a mi alrededor lugares aparentemente más elevados que donde estaba, y esto en un lugar que desde un poco más atrás parecía llano por completo. Miré a mi alrededor, pero no pude ver a ninguno de mis perseguidores. Aquello era extraño, porque durante todo el tiempo aquellos pájaros nocturnos me habían seguido en la oscuridad con tanta facilidad como si fuera a plena luz del día. Cómo me reproché el haber salido con mi traje de turista de tweed de color claro. El silencio, al no ser capaz de ver a mis enemigos mientras tenía la sensación de que ellos me estaban observando, era cada vez más terrible; y en la esperanza de que alguien que no fueran ellos me oyera, alcé la voz y grité varias veces. No hubo ni la más ligera respuesta, ni siquiera el eco recompensó mis esfuerzos. Durante un tiempo me mantuve inmóvil y clavé los ojos en una dirección. En uno de los lugares elevados a mi alrededor vi algo oscuro que se movía, luego otro, y otro. Era a mi izquierda, y al parecer se movían para adelantarme.

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