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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 7

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 7

De Antonieta Lear, en Adrogue, a Ester Martínez, en Buenos Aires

OBRAS DEL AUTOR
Cartas de amor (82)
Cartas

ESCRITORES ARGENTINOS

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Mi buena Ester:

En plena luna de miel, las primeras nubes han comenzado a empañarla. Ramiro se porta mal conmigo. Desde que llegamos . . . pero, advierto que no me comprenderás, toda vez que no te he puesto en antecedentes de nuestra situación. En mi última sólo te hablaba de mis esperanzas. Si luego no te he escrito contestando a la tuya es porque la dicha es egoísta, y yo, mi buena Ester, ¡he sido tan dichosa!

Nunca, jamás, ni el día que me casé, ese día solemne en que iba a develarse el gran misterio, en que por fin iba a saber lo que era "eso", ni el día que, ya muerto mi marido, acudí, temblorosa y llena de miedo a la primera cita que me diera un hombre, en la que yo sabía que fatal, irresistiblemente sucedería lo que sucedió, nunca, te digo, ni la víspera de conocer el amor, ni la víspera de gustar lo vedado, jamás me encontré en un estado de ánimo como en las horas que precedieron a . . . pero vuelvo a olvidar que aun nada sabes.

En mi última te decía que, después de dejarme robar un beso, un criado importuno impidió que Ramiro siguiera robándome otros. ¡Pobre chico! Qué colorado estaba cuando yo, fingiendo enojo, le reproché su osadía. Me escribió una carta tan tierna, tan apasionada, que en verdad me conmovió. Y te lo digo en serio. El muchacho, cuando escribe, se olvida de todas sus timideces, y no hace mal. Es convincente, insinuante, acariciador, y sus cartas no harían mal papel, si las juntase a las que de enamorados más avezados guardo en un cofrecillo de recuerdos. Sin embargo, al natural me gusta más, con todas sus timideces, con sus rubores, con sus turbaciones de niño grande, sin atreverse nunca a tomar la iniciativa, aceptando gustoso todo lo que yo propongo. Encuentro un raro placer en ser yo la iniciadora, la que lo conduce, la que lo lleva de la mano, aprovechando su docilidad.

¿Será, acaso, que mis cuarenta años se sienten maternales al lado de sus veintitrés?

Pero noto que, como de costumbre, me pongo a divagar.

Recibí su carta y lo invité a venir a pedirme perdón personalmente. Creo que en mi carta, sin quererlo, le di a entender. . . En fin, el caso es que Ramiro llegó a las doce pasadas de la noche. Y los más tímidos, cuando llegan a esa hora, tienen audacias insospechadas.

Me besó la mano, luego el brazo, luego la boca, luego . . . Noto que en mi afán de hablar de él, de sus caricias, de sus ternuras, olvido el recato y entro casi en la licencia. Perdón, Ester, es un desahogo que necesito, como lo verás en seguida.

A pesar de sus ruegos, no quise que se quedara toda la noche. El, mimosamente, me besaba como un niño que quiere un juguete nuevo, pero a pesar de ello no lo permití, alegando el peligro de que se enteraran los sirvientes, cuando lo que en realidad temía era otra cosa: el despertar.

Sí, amiga mía, el despertar es el más cruel enemigo de las mujeres cuya juventud, como la mía, es en gran parte prestada por el tocador.

Una vez que se ha dormido sin el guante facial de goma y que el roce de la almohada y la caricia de los besos van borrando los rastros del carmín, del lápiz de los ojos, del rosado de las mejillas, y que la falta de las abluciones con agua fría no han reparado el relajamiento de los músculos, entonces, querida, si nos miramos al espejo, nos damos cuenta de que tenemos la edad . . . que en realidad tenemos. Y eso, que es doloroso para nosotras cuando lo comprobamos en la soledad de nuestro tocador, es más que suficiente para matar en un hombre una ilusión.

Por eso nunca debí cometer el error de que ahora me arrepiento. Ramiro se hizo de una asiduidad aterradora. Casi no había noche que no estuviese en casa. Luego, con la imprudencia propia de su edad, aprovechaba cualquier descuido, en el balneario, en el club, en la carpa de la playa, cuando durante un segundo nadie nos miraba, para besarme, ya fuera en una mano, ya en el rostro, o hacerme una caricia.

Cuando le reprendía, él me pedía perdón en una forma, que yo, en realidad, no hubiese podido enojarme. No obstante, comenzó a comprometerme, por lo que pensé en venirme. En Buenos Aires es fácil pasar inadvertida, no solamente porque una se confunde entre la multitud, sino que parece que la gente no tiene interés en investigar algo, que en Mar del Plata, debido a la falta de tema, es una presa inapreciable para la maledicencia.

Sin embargo, nunca le comuniqué mi proyecto a Ramiro. Sabía que a su padre llamaríale la atención una partida brusca, cuando él había expresado su deseo de permanecer allí toda la temporada. Y tú comprendes, Ester, que si el padre llega a enterarse, si Enrique sabe que yo tengo amores con su hijo . . . ¡Dios mío! . . . ¡Qué fácil le sería interrumpirlos! Con contar a Ramiro que él, ya viejo y sin atractivos, ha sido mi. . . pero, no hablemos de esto, porque a veces hasta yo misma me avergüenzo de mi situación.

Como te decía, bullía ya en mí el proyecto de trasladar nuestros amores a Buenos Aires, cuando me decidió a llevarlo a cabo un "flirt" que le he descubierto a mi seductor. ¡Sí, señor; con ese aire de muchacha tímida, de colegiala del "Sacre Coeur", Ramiro tiene un "flirt"! ¡Qué rudo golpe recibí cuando me enteré de tilo! Entonces, quería decir que yo, con toda mi ciencia, con todas mis argucias, con toda mi experiencia, no era capaz de retener a ese chico, a quien había conquistado y sobre el que tenía una derecho de propiedad. No podía ser. Comencé a desplegar todas mis habilidades, pero Ramiro, que jamás dejó de emocionarse cuando yo lo quise, ni acudir a mis citas, ni dejar de cumplir mis caprichos, ni de entristecerse enormemente cuando le fingí indiferencia, y que siempre es tierno, cariñoso y amante para conmigo, continuaba flirteando con una chiquilina. ¡Qué desesperación! Llegó un día en que se lo dije claramente. El protestó, me juró que sólo a mí me quería, que la otra era una amiga como todas, que nada se le importaba ... y continuó flirteando.

Eso quiere decir que esa chica — Celia Gamboa se llama — es algo más que un atractivo para él, toda vez que no se anima a sacrificármela. Ella tiene diez y siete años, la edad que tenía yo cuando otra me robó al padre de Ramiro. Y sería el colmo que una chica así me robara al hijo. No, no quiero ni suponerlo.

Pero, a pesar de todo, puse en práctica mi proyecto y me vine con Ramiro. Ahora estoy aquí, en un hotel de Adrogué, rodeado de eucaliptos, a cien leguas de mi rival ... y, sin embargo, una honda inquietud me asalta.

Cuando acabábamos de llegar, parecíamos dos novios. Es decir, hubo alguien, el empleado del hotel, que fue lo suficiente estúpido como para preguntar: "¿Madre e hijo? Te juro que me molestó bastante, y que creo que no lo parezco. Ramiro rió, y cuando estuvimos solos, se acurruco junto a mí, diciéndome: "Mamita, mamita". Yo concluí también por reír y llamarle "mi bebé, mi bebé querido", pero te declaro que no puedo pensar sin ira en el origen de estos motes.

Los primeros días todo fue bien. El amor de Ramiro, sus transportes, sus locuras, me trasladaban veinte años atrás, a la feliz época de mi juventud. Verdad es que, a pesar de ese renacimiento, no olvidé nunca mi temor por los despertares, y cuando se despierta Ramiro, yo, que desde que estamos juntos me he hecho madrugadora, ya me he bañado y arreglado en el tocador, y me encuentro fresca, lozana, con buenos colores, los ojos sin la hinchazón habitual de esa hora, a pesar de que finjo acabar de abrirlos, y le dejo la ilusión de creer admirarme dormida y de despertarme con un beso. Hago un mohín de estudiado disgusto, y como si no recordara que está a mi lado, articulo débilmente: "Déjenme dormir", hasta que un beso más fuerte me despierta por completo.

Es una suerte que Ramiro tenga el sueño pesado, lo que me permite estos subterfugios salvadores.

Pero es cansador ese eterno sobre sí misma, cuidando los más nimios detalles, ese eterno fingimiento para no desilusionarlo, ese alerta de todo momento, que dura todo el día. Tengo que aprovechar cuando sale a comprar cigarrillos, o cuando duerme, para ponerme el antifaz de goma, darme un poco de masaje y recurrir a otros afeites.

Es un verdadero error el vivir juntos. Tras una larga "toilette" podemos dar la impresión de una juventud, que no es más que aparente.

Pero no son esas mis mayores tribulaciones, pues todo lo doy por bien hecho cuando Ramiro, tras mirarme con la detención con que observara una obra de arte, se deshace en alabanzas: "Qué hermosa eres. . . y tienes la coquetería de decirte vieja. Mira. . . si parezco tu hermano mayor".

Y mi hermano mayor, mi adorable bebé, ha recibido una carta que me ha ocultado, y a la que se apresuró a contestar. "Es para papá", me dijo cuando yo le pregunté a quién escribía. Yo, sin que él me viera, tomé el secante con que secara el sobre, y, poniéndolo frente al espejo, leí el nombre del destinatario: "Señorita Celia Gamboa".

Fue entonces cuando me invadió una gran tristeza. A pesar de mis argucias, de mi atrevimiento, de mi cariño, de mis caricias, Ramiro no es sólo mío. Hay una fuerza oculta que me lo disputa, algo que es más fuerte que yo, y que siento que antes o después ha de vencerme. Y esa fuerza no es esa chica insulsa a quien escribe, no es un amor más intenso o más interesante que el mío: es la juventud, Ester, esa juventud que hemos perdido y contra la cual toda fuerza es impotente, toda lucha es vana, inútil, imposible.

No puedes imaginar, mi buena Ester, con cuánta tristeza, con cuánta angustia te escribo esto.

Antonieta.

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