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Amado Nervo

"Una marsellesa"

Cuentos misteriosos

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Una marsellesa
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Entonces vivía yo en Mazatlan (occidente de Méjico), en una casita de madera, en el paseo de las «Olas altas», con un hermano mío (que fatigado prematuramente, se fue, a poco, de la vida), y con dos amigos: un mazatleco y un francés.

Este francés - creo que si vive aún, como lo deseo y espero, será ya rico—había ido al bello puerto nuestro del Pacífico como empleado de una gran casa importadora y se apellidaba Gorius.

Tendría a lo sumo en aquella época veintitrés años, y padecía nostalgias de París (donde hasta entonces había vivido y trabajado), tan grandes, tan hondas, que contagiaban los espíritus de sus amigos.

El mío no, porque ya de antaño estaba enfermo de lo mismo.

Yo siempre he tenido nostalgia de París.

A lo que parece, cuando nací, mi madre dijo a mis primas «que me habían traído de París».

Después yo lo contaba a mis hermanos menores, que pretendían, a su vez, haber venido de diversas partes.

A uno lo habían traído de Londres, a otro de Nueva York, a otro de la Gran China. Pero en cuanto a mí, todos sabían que me habían traído de París.

Y esto era cierto. Mi alma venía de Francia, no sé por qué caminos misteriosos, a través de quién sabe qué peregrinaciones obscuras. Gorius y yo teníamos, por tanto, la misma nostalgia: sólo que la de él dimanaba de una separación reciente, y la mía de una ausencia de muchos años, quizá de muchos siglos.

¿No he dicho, por ventura, en alguna parte:

Que yo en mis plegarias alcé con el druida
En bosque sagrado Velleda me amó;
fui rey merovingio de testa florida,
corona de hierro mi sien rodeó?...

 

En esto se aproximaba el 14 de Julio, y la nostalgia de Gorius iba encrespándose e invadiéndole toda el alma.

Se acordaba de aquellos bailes populares en las plazuelas y encrucijadas; de aquellos bailes locos, en que Julio fecundo, que hace más apetitosas a las mujeres, calentaba los corazones; de aquellos bailes estruendosos que pegan a los tristes la alegría de vivir.

Se acordaba de los desfiles radiantes de Longchamps.

Se acordaba del Luxemburgo en flor, de los plátanos y acacias joyantes y satinados; de Saint Cloud, de Saint Germain y Fontainebleau, donde, en el silencio de los bosques centenarios, marchan las parejas enlazadas...

Se acordaba de la cinta moaré del Sena que, en estío, rueda plácidamente sus ondas por entre palacios cercados de verdura, bajo penumbrosos puentes monumentales.

Se acordaba de las Tullerías asoleadas y vastas, donde ejércitos de niños juegan, al par que los simpáticos gorriones audaces, gnomos de París.

¿De qué no se acordaba Gorius?...

Y aquel pobre muchacho francés, casi perdido en la ciudad distante, donde había por cierto una colonia alemana nutrida y poderosa, era toda la Francia, como en los versos del Cyrano, el pífano que se plañía en el campamento era toda la Gascuña.

*

Tuve yo entonces, para regalar a mi amigo, una idea delicada y cordial.

La noche del 14 de Julio, había en la bella plaza de Machado una serenata, de esas serenatas mazatlecas, que congregan a diario a las divinas porteñas, vestidas de blanco y olientes a jazmines, a mujer y a mar: trinidad invencible de aromas.

 

Fuíme a ver al director de la orquesta, amigo mío, y le rogué que, cuando el paseo estuviese más animado, tocara la Marsellesa.

El me lo prometió, y yo a buena hora me llevé a Gorius a la plaza, sin decirle una palabra de mi proyecto.

Hablábamos, como siempre, de París.

Su nostalgia había crecido con el crepúsculo.

Un poco fatigados por el calor, nos sentamos en una banca, y frente a nosotros pasaban, en bandadas, las hermosas muchachas, vestidas de flotantes muselinas, moviéndose con esa cadencia muelle y blanda de la costa, que parece aprendida de la onda misma, de la onda, que también es mujer. ¿No dijo el poeta que la mujer era pérfida como la onda?

Y de pronto, cuando la animación llegaba al máximum, las notas resueltas, impetuosas, marciales, ¡eternas!, de la Marsellesa, sacudieron el aire...

Gorius, como electrizado, se puso en pie y yo me puse en pie también.

Se quitó el sombrero con movimiento trémulo, y yo también descubrí mi cabeza.

¿No es la Marsellesa el canto triunfal de todos los pueblos redimidos?

¡La Marsellesa, como el himno patrio, siempre debe oirse de pie!

Era inefable lo que pasaba por los húmedos ojos del amigo: pasaba la fierté de la raza, que tiembla y rojea, en la cresta del gallo galo; pasaban todas las ternuras, los amores todos. Pasaban las legiones de soldados que dominaron el mundo y las legiones de sabios, de artistas y de poetas que lo conquistaron definitivamente para la inteligencia...

La mirada de mi amigo era ¡toda la Francia!, como el pífano de Cyrano era toda la Gascuña.

Los paseantes, las mujeres en especial, observábanle entre conmovidos y sorprendidos.

En los rostros de los alemanes mismos, que formaban buena parte de la concurrencia masculina, había una cortés simpatía para aquel muchacho que, erguido, altivo, con la mirada centelleante, escuchaba el himno inmortal de la Patria Francesa, que es la gran Patria de la Humanidad.

Y yo, tan absorto como él y satisfecho de mi ingenuo complot, oía cantar la Marsellesa dentro de mi corazón.

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