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Julia de Asensi

"El grano de arena"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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El grano de arena
OBRAS DEL AUTOR
Cocos y Hadas. Cuentos
El coco azul
Las buenas hadas
Los fantasmas del bosque
El gato negro
Ginesillo el tonto
El pozo mágico
 
Las estaciones
La primavera
Abril. El campo de Daniel
Mayo. Las flores
Junio. La noche de San Juan
El estío
Julio. El sueño del segador
Agosto. La procesión
Septiembre. La cazadora
 
Otros cuentos y novelas cortas
El día de los difuntos
El lunes de carnaval
El reloj del abuelo
La cigarra y la hormiga
Las golondrinas
Lo que son las flores
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A mi sobrina
María de Asensi y de Castaños

 

I

Terminaba el mes de Diciembre.

Camino de una de las principales ciudades del Norte de España, en una noche fría y lluviosa, una mujer, llevando una criatura de pocos años en sus brazos andaba triste y fatigada, sin encontrar una casa que le diera albergue ni alimento que reanimase sus quebrantadas fuerzas. La niña lloraba de hambre y temblaba de frío, y su madre no tenía calor para darle vida, ni pan con que sustentarla. Aquella infeliz era viuda, una penosa enfermedad la consumía, y su mayor pesar nacía del temor de no llegar a la población donde vivía un hermano suyo bien acomodado y que le ofrecía, cama y mesa en su morada.

Besaba con ternura a su niña, pero esta no cesaba de gemir.

No lejos de allí estaban sentados en un banco de piedra un viejo y un niño. El viejo gruñía y el niño lloraba.

-Eres un holgazán, Ángel, no sirves más que de estorbo -decía el anciano-; ni trabajas hoy ni trabajarás en tu vida.

-Yo no he nacido para esto, además soy muy pequeño para cargar con tanta leña -murmuraba el muchacho.

-Para eso has venido al mundo, para servir de algo. A tu edad llevaba yo mucho más peso que tú sobre mis costillas. Pero se hace tarde, echemos a andar, que es necesario llegar a la granja antes de las diez.

Ambos se levantaron, el chico cogió la leña que colocó sobre sus hombros y siguió al viejo que era su amo.

Aquel niño no tenía padres, su madre había muerto poco después de su nacimiento y su padre algunos meses más tarde. Le habían acogido por caridad los dueños de una granja, y allí le daban casa y comida a cambio de un trabajo superior a sus años y a sus fuerzas.

Apenas había andado unos treinta pasos, cuando hallaron tendida en el suelo a una mujer inmóvil. El anciano se acercó a ella, vio que estaba viva, pero sin conocimiento, y con la ayuda del chico la dejó al pie de un árbol descansando su cabeza sobre el duro tronco. La mujer llevaba una criatura en los brazos, de la que se apoderó Ángel. Empezó a mecerla como hacen las niñas con sus muñecas, y ella a sonreírse mirándole. El niño buscó algo en su bolsillo, no encontró más que un pedazo de pan negro, y fue introduciendo varias migas en la boca de su nueva compañera.

-No podemos llevar a estas desgraciadas a casa -dijo el viejo-, dejémoslas aquí, y avisaremos al primero que llegue para que las socorra.

-Van a morirse de frío -replicó Ángel-; las dos están heladas y no tendríamos caridad si las abandonásemos en mitad del camino.

-Ya he hecho bastante apartándolas de él; aquí nadie pasa, están seguras.

-Si usted quiere -se atrevió a decir el niño-, me quedaré guardándolas hasta que venga alguien que las ampare.

-Bien, bien -murmuró el viejo que no era completamente malo-, quédate, pero cuida de estar en casa dentro de media hora.

-No faltaré.

El anciano se alejó, la mujer continuó sin movimiento, y la niña pidió más pan.

-Hola -dijo Ángel-, parece que tenemos hambre. La miga se ha acabado, roe si puedes la corteza.

Y se la dio.

-A ver si sabes andar -prosiguió dejándola en el suelo-. Creo que sí, aunque te gusta más estar en brazos. Ya tendrás tres años por lo menos. ¿Cómo te llamas?

-Anita -contestó ella.

-¿Y tu madre?

-Madre.

-¿De dónde vienes?

-Del pueblo.

-¿A dónde vas?

-A otro pueblo.

-¿A cuál?

-A otro.

-Quedo enterado. A verte bien, eres muy bonita, me agradan tu pelo rubio, tus ojitos azules, tu boca tan pequeña y tus dientecillos. No debes ser hija de una gran señora porque hay más de cuatro remiendos en tu vestido tan chico como el de una muñeca, y tus zapatos están agujereados y no llevas sombrero. Me gustaría tener una hermanita como tú. ¿Me das un beso?

Volvió a tomarla en sus brazos y ella le besó. Entretanto la mujer había recobrado el conocimiento, y lo primero que hizo fue llamar a su hija, que Ángel le entregó al punto.

-¿Quién eres tú, niño? -le preguntó.

-Yo, señora, no sé quien soy -contestó el muchacho-, mis padres han muerto, sirvo a todo el mundo, nadie me quiere, el fuerte me pega y el débil se burla de mí. Llevo cargas de leña, saco agua del pozo, cuido el ganado, duermo mal y como peor. Me llamo Ángel.

-¡Cuánto desamparado hay en el mundo! -exclamó la mujer-; ese es tu porvenir, hija mía, cuando yo te falte.

Y al decir esto no pudo contener sus lágrimas.

-¿Quieres hacerme un favor, niño?

-El que usted mande, señora.

-Guiarme hasta la ciudad, y si puedes llevar a mi niña en tus brazos.

-Con mucho gusto.

Olvidó la leña, que quedó allí abandonada, y ayudó a levantarse a la mujer, que después le siguió con vacilante paso. La ciudad no estaba lejos, y casi llegaron a ella sin dificultad, pero antes de entrar la infeliz madre se detuvo sin aliento.

-Niño, me siento morir -murmuró-, haz que me lleven al hospital.

-Dentro de diez minutos, a lo más, estará usted en él.

-No tengo ya fuerzas.

-Iré a decir que traigan una camilla.

-Ángel, si me muero, que la niña vaya a casa de su tío, que vive...

-Bien, ya me lo dirá usted en cuanto venga.

El chico dejó a Anita en el suelo y echó a correr. Cuando volvió con algunos hombres que debían conducir al hospital a la enferma, el estado de esta era tan grave que no pudo pronunciar una palabra.

-Me llevaré a la niña a la granja -dijo Ángel, pero en aquel momento un reloj lejano dio las doce, pensó que no era aquella hora a propósito para ir, que le reñirían por su tardanza, y decidió dejar la vuelta para el siguiente día.

 

II

¿Dónde durmieron Ángel y Anita el resto de la noche? Entre los ladrillos y las maderas que había para la obra de una casa en construcción.

Cuando el niño se despertó, la niña descansaba todavía.

Al abrir los ojos media hora más tarde se halló junto a su protector, del que ni siquiera se acordaba; empezó a llamar al su madre, y después se echó a llorar sin que pudiesen consolarla las caricias de Ángel.

-Voy a llevarte con tu mamá -le dijo, cogiéndola de la mano.

Los dos tenían hambre, pero como estaban sin dinero no pudieron tomar alimento ninguno.

Ángel se dirigió al hospital y supo que la madre de Anita había muerto. Quiso dejar allí la niña para volverse solo a la granja, pero no se lo permitieron y forzoso le fue quedarse de nuevo con ella, pues no podía dejarla desamparada por completo.

Al pobre niño no se le ocurrió entonces otra cosa que ir llamando de puerta en puerta, y a los que le preguntaban lo que deseaba, les decía con la mayor candidez:

-¿Vive aquí el tío de Anita?

Bien fuese porque ninguno de los habitantes de aquellas casas tuviera una sobrina de ese nombre, o porque tomasen al muchacho por un raterillo, lo cierto es que ni una sola morada se abrió para los infelices huérfanos.

A Ángel lo único que no se le ocurría era separarse de la niña; la había tomado cariño y se creía en el deber de velar por ella.

Mendigando reunió algunos cuartos y pedazos de pan duro que mojó en el agua cristalina de una fuente; se comieron estos y guardaron aquellos para cuando tuviesen que hacer algún gasto.

Durante varios días continuaron su vida errante, temiendo Ángel que su antiguo amo le buscase y le encerrara en la granja, a la que no deseaba volver; pero el niño se engañaba, pues en la granja apenas se había notado la falta del pobre ser abandonado.

-¿Qué habrá sido de ese chico? -habían preguntado una mañana, y a la siguiente nadie había vuelto a acordarse de él. Otro mozo más fuerte cargaba con la leña, el amo le reñía menos y le pagaba algo.

Harto Ángel de mendigar, se hizo arenero yendo a todas partes acompañado de Anita, la que cogía frecuentemente en brazos.

Una tarde la niña jugaba en el campo con la arena que Ángel vendía luego; una ráfaga de viento se llevó parte de ella, y Anita se enfadó con aquel enemigo invisible que la importunaba.

-Voy a hacer un montón muy grande para que el aire no la mueva -dijo.

Y casi grano a grano fue formando un pequeño montecillo.

Un anciano que cerca de los niños buscaba plantas raras miró a los dos muchachos con sorpresa, se aproximó muy despacio a ellos y murmuró:

-El grano de arena fue el origen de la montaña que se eleva al cielo. No hay hombre, grano de arena también, que nacido en la más baja esfera no pueda engrandecerse poco a poco por el talento, por el valor o por la virtud.

-Señor, señor -exclamó con vehemencia Ángel- yo quiero ser sabio, bravo y bueno: haga usted algo por mí.

-¿Qué dices tú, niño? -preguntó el anciano- tu mirada es inteligente, tu frente es despejada y dulce tu sonrisa. Siéntate a mi lado y cuéntame quién eres, y cuáles han sido tus primeros pasos por la áspera senda de la vida.

El muchacho obedeció y le refirió cuanto le había sucedido desde su más tierna infancia. El viejo le escuchó guardando silencio hasta que Ángel cesó de hablar.

-Has hecho un gran bien amparando a esta niña; muchos hombres hubieran vacilado antes de tomar tal determinación. Que el débil ampare al débil debe ser un mérito inmenso a los ojos de Dios. Yo soy muy pobre, tanto como tú, pero lo poco que gano quiero compartirlo contigo.

-¿Ves esta planta que guardo en mi caja? Pagan mucho por ella, buscaremos juntos otra semejante, y te daré la mitad de su valor. Además, si anhelas estudiar, ve diariamente a mi morada, que es aquella casita blanca que se descubre desde aquí y te enseñaré cuanto sé.

Ángel no deseaba más que instruirse, le prometió ir todas las noches, pues el día lo necesitaba para trabajar por su querida niña.

 

III

El muchacho hizo rápidos progresos al lado del anciano, y gracias a su buen comportamiento, fue recomendado por él a unos señores que le admitieron como criado para hacer los recados, y le ascendieron después a secretario del amo de la casa. Con lo que ganaba pagó el hospedaje de Anita en la cabaña de unos buenos labradores, y allí iba a visitarla con frecuencia y a continuar la educación de la niña.

Pero Ángel cumplió los veinte años y tuvo que ser soldado. Entonces fue preciso que partiese de aquellos lugares donde había sido tan feliz. Anita se despidió de él llorando, y Ángel se alejó.

No le seguiremos durante algunos años, baste decir que logró hacerse querer y respetar de todos, y conquistó como militar los más altos puestos y los laureles más envidiables.

Estas noticias llegaron hasta a Anita a quien Ángel escribía siempre como un hermano. La joven las oía con orgullo y al propio tiempo con temor.

-Cuando vuelva -se decía con amargura- se avergonzará de mí, y tal vez ya no me querrá.

Ángel regresó por fin, y Anita creyó notar en él cierta frialdad, que no era otra cosa que una excesiva timidez.

Aquella noche dio el joven un gran banquete, al que asistieron su protegida y el anciano a quien los dos tanto debían.

-Es un león en la pelea -decía uno de los convidados.

-Ha hecho grandes descubrimientos para la ciencia -añadía un segundo.

-Ha ganado honradamente una inmensa fortuna -proseguía un tercero.

-Es necesario que haga un brillante casamiento.

Sólo una princesa sería digna de unirse a él.

Anita oía esto sin atreverse a pronunciar una palabra.

Antes de terminar la comida, Ángel, dirigiéndose a sus amigos, dijo:

-Puesto que muchos de vosotros me habéis acompañado en mis días de desgracia, quiero participaros mi felicidad. Voy a retirarme a estos lugares con la mujer que mi corazón ha elegido, si ella se digna aceptar mi mano.

Anita, pálida y triste, no levantaba los ojos del suelo, temiendo a cada instante oír un nombre desconocido en los labios de su protector. Él le tomó una mano, y le preguntó con dulce acento:

-¿Te negarás a hacerme venturoso siendo mi esposa?

-¡Dios mío -exclamó ella-, gracias te doy porque me concedes tan inmensa felicidad!

-Hijos míos -dijo el anciano maestro-, dignos sois el uno del otro. Mientras el bravo militar se cubría de gloria en los campos de batalla, la modesta aldeana socorría a los pobres y consolaba al desgraciado. El grano de arena es ya montaña y ha subido tanto, que su cúspide toca al cielo y puede ver el reino de Dios representado por uno de sus ángeles. Dichosos aquellos que nacidos en la miseria, todo se lo deben a ellos mismos elevándose por el valor, por el talento y por la virtud.

 

 

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