Cerró don César los ojos
y en una postura cómoda
esperó de un sueño dulce
la calma reparadora.
Sentía a la verdad algo
que le producía incómoda
sensación de un malestar
nuevo; como una narcótica
pesadez que al mismo tiempo
le desvela y le amodorra
con los síntomas variables
de una exaltación nerviosa;
mas consecuencia creyéndola
natural de su anhelosa
expedición subterránea,
del sueño esperó mejora.
Fiado en su buena estrella
y en su contextura sólida,
seguro de despertarse
nuevo hombre a la nueva aurora,
dejó evocarse en su mente
las halagüeñas memorias
que en su corazón arraigan
y en ella se desarrollan.
De su amor y su venganza
las esperanzas recónditas
a revestirse empezaron
de mil halagüeñas formas;
y en mil vagarosos grupos
visiones vertiginosas,
creándose y disolviéndose
sin cesar unas en otras,
comenzaron a mecerle
entre la luz y las sombras
en que el sueño y la vigilia
del caos al borde flotan.
Mas aunque flotó rasando
del Leteo con las ondas,
no pudo lograr hundirse
del olvido en la agua lóbrega,
porque estas sombras del sueño,
en vez de una calma próxima,
disipó una repentina
jamás sentida congoja.
Sintió un malestar profundo,
una sed devoradora
que le seca las entrañas
y una fiebre que le aploma.
Mas todavía tomándolo
por impresión espasmódica,
efecto del paso
súbito
del subterráneo a la alcoba,
esperando que la fiebre
en sudor próximo rompa,
inmóvil y cobijado
permaneció entre la ropa.
Empero con nuevas ansias
sintió el mal que le acongoja
crecer con terribles síntomas
que todo su ser trastornan.
Concibiendo al fin que tiene
su mal una causa incógnita
que ha menester pronto auxilio
y una medicina pronta,
se incorporó con intento
de llamar quien le socorra
antes de perder las fuerzas
que siente que le abandonan.
Pero antes que de su lecho
saltara, una luz dudosa
esclareció el aposento
al que se abría su alcoba:
y con asombro, y creyéndola
visión que su fiebre forja,
vio una mujer que alumbrándose
con una linterna sorda
avanzaba a él poco a poco
sin hacer ruido en la alfombra,
y envuelta en un largo manto
que impide que la conozca.
A pesar del dolor físico
que a cada instante le acosa
con más violencia, don César
concentró su atención toda
en aquella visión vaga
de quien allí a tales horas
la presencia no concibe
y el ser e intentos ignora.
Seguro de haber cerrado
con atención cuidadosa
las puertas, y convencido
de que debe hallarse a solas,
dudaba aún si ser podía
quimérica e incorpórea
creación que los delirios
de su calentura forjan.
Mas con la angustia en el alma,
sin voz ni hálito en la boca,
brotar del sudor del miedo
sintiendo en su faz las gotas
y con ojos que amagaban
saltársele de las órbitas,
avanzar hacia él veíala
paso a paso silenciosa:
porque hay una circunstancia
que su afán mortal redobla
y que antes que su faz muestre
hace que él la reconozca,
y es que la dama velada
exhala de sí el aroma
que del mueble que fue de ella
aún la madera atesora:
del en que Beatriz guardaba
sus papeles y sus joyas
y en el cual de su recuerdo
dejó tras sí la ponzoña;
y es que aquel perfume, mezcla
que ella misma confecciona
con cantidades selectas
de esencias de Asia y Europa,
no es posible que se exhale
de la dama misteriosa
sino siendo Beatriz misma
la visión aterradora.
«¡Beatriz!,» exclamó don César;
«Beatriz,» repitió sonora
la voz de aquella visión
que en realidad se transforma,
porque echando a tierra el manto
mostróse ante él en persona
la más que nunca temible
Beatriz, más que nunca hermosa.
Don César, bajo el mal físico
y el espanto que le postran,
tan sólo acertó a exclamar:
«¿Qué es esto, ay de mí?» y la torva,
la resuelta, la implacable
Beatriz, con mofadora
sonrisa infernal le dijo:
«Que llegó tu última hora:
que los Mejías son águilas
y los Tenorios son moscas:
que tú mueres como un perro
a manos de una leona
y que en la partida yendo
empeñadas vida y honra,
te la ganan los Mejías
que juegan por los Ulloas.»
Incapaz de más don César,
espantado contemplóla
sintiendo que lucha en vano
con la muerte ya muy próxima.
Beatriz continuó impasible:
«Yo te he puesto en esa pócima
la muerte y tú la has bebido:
muere y mi alma al morir sonda
Per Antúnez dio tormento
a mis criados en Córdoba
de la casa de Juan Miera
en la cueva, y su bigornia
martilleaba éste cantando
a gritos alegres coplas
para ahogar los que sus víctimas
con mis secretos arrojan.
De éstos para recoger
la carta denunciadora,
la primera, a mi vez diles
tormento y muerte en Lisboa;
y te escribí la segunda.
Como una inocente tórtola
diste en mi red; mientras ibas
a ver dónde desemboca
el subterráneo, yo abría
la puerta herrada, que sólida
te pareció, y registraba
tu camarín y tu cómoda.
Las cartas serán ceniza
antes que expires: la bóveda
y el secreto a la merced
quedarán de los Ulloas;
tu casa a la de esa austera
comunidad religiosa;
y si algún día lo exigen
afrenta o venganza postumas,
mientras un Ulloa viva
podrá como yo a estas horas
del Tenorio primogénito
penetrar hasta la alcoba.
Y ahora, don César, expira
con una muerte católica,
mientras mis cartas te sirven
de funerales antorchas.»
Así Beatriz diciendo,
quemó en la luz las dos hojas
de pergamino, y su tío
el guardián entró en la alcoba.
Mas ya don César yacía
en la eternidad; la cólera
y el tósigo oir le ahorraron
aquella oración mortuoria.
A la luz de su linterna
mostró Beatriz su faz roja
y apoplética a su tío:
el fraile a través miróla
y exclamó: «Ha sido una muerte
de reprobo; Dios acoja
su pobre alma bajo el manto
de su gran misericordia.»
Beatriz dijo con sonrisa
de incredulidad diabólica:
«Su muerte era lo que urgía:
¿de su alma a mí qué me importa?
Vamonos.» Echóse fuera
de la cámara; siguióla
el guardián; quedó tras ellos
la chimenea traidora
fría, maciza y barreada
por defuera, y en la cóncava
profundidad al perderse
sus pasos, rayó la aurora.
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