Y tan a gusto en su cama
don César permanecía
como debió San Lorenzo
estar sobre sus parrillas.
Su curación retardaba
con la impaciencia y la ira
en que su indomable espíritu
perpetuamente se agita.
Noches eternas de insomnio
pasa, a sus memorias íntimas
eternamente pasando
su imaginación revista:
y cuanto más las repasa
con más rabia se imagina
lo que pasa o pasar puede
en casa que él no vigila.
De sus hermanos inquiere
perpetuamente noticias
de las que sólo sospechas
adquiere y no ratifica.
De noche, a la luz escasa
de una mustia lamparilla,
él con el oído alerta
y el ojo avizor espía
y escucha, sin darse cuenta
de su origen, las efímeras
visiones y los mil ruidos
que en la atmósfera vacía
crea el silencio nocturno
en sus tinieblas tupidas
de fantásticos rumores
y fantasmas movedizas.
Don César, de sus sentidos
con la lucidez perspicua
en que les tienen sus ansias,
la abstinencia y las vigilias,
ve y oye, y si no los oye
ni los ve los adivina,
mil rumores y mil sombras
cuyo origen no averigua.
A veces, imperceptible
casi, tras de la maciza
pared con que está su cama,
no en contacto, mas contigua,
siente pasos que seguros
sobre la piedra se afirman
sin dar a la piedra sólida
la trepidación más mínima:
sin provocar de eco alguno
la repercusión más nimia
y sin que sepa si al lado
de él es, debajo o encima:
y él cree, tiene certidumbre
que no son quimeras hijas
de los celos y delirios
de su alma y su fantasía,
sino huellas de entes vivos
que en un pavimento pisan
del palacio, iguales siempre
y siempre a las horas mismas.
Quién es el que las produce
y en qué suelo las afirma
es con lo que él dar no puede
por más que el seso se hila:
pero ello es algo de ser
y gravedad positiva
que pesa y pasa a través
de la fábrica maciza.
Mas nada en aquellos ruidos
y visiones le horripila
el alma, que tiene siempre
absorta en su idea fija:
ni la tuvo de que fuesen
cosas estas producidas
por causas maravillosas,
porque él no cree en maravillas:
no; estos ruidos y quimeras
le acosan y martirizan
el ánimo en la impotencia
que su cuerpo inmoviliza:
mas si él pudiera del lecho
alzarse e ir de puntillas
tras de sombras y de ruidos,
él con su origen daría:
pues no hay efecto sin causa
ni ruido se determina
en el silencio, si en él
choque o son no le motiva.
Ya una vez inútilmente
ha hecho registrar de arriba
abajo el palacio entero:
ya ha un mes que tiene vigías
de noche puestos en todas
sus entradas y salidas,
y él oye y siente..., mas nada
sus sospechas justifica.
Sus hermanos le complacen
suponiendo que delira,
y duermen con centinelas
en una paz profundísima.
El veintinueve de agosto,
en la noche de aquel día
en que de la legendaria
degollación del Bautista
hace la Iglesia Católica
conmemoración fatídica,
yacía en brazos del sueño
ya en altas horas Sevilla.
Don César, que ya habla recio
aunque no aun sin fatiga
y sin dolor ya excesivo
de los pulmones respira,
en su lecho desvelado
su cuerpo flaco reclina
en un montón de almohadones
de cerda fresca y mullida.
De ante muy bien adobado
una sábana suavísima
le cubre el cuerpo sensible,
no le acalora y le abriga.
Por una de las ventanas
de su cuarto entra la brisa
no libre aún del bochorno
del ardor de la canícula,
y a su soplo casi inerte
la llama mustia agoniza
de la lamparilla y hacen
leves ondas las cortinas.
Don Luis, que ha puesto su cama
en la cámara vecina,
pues ya tener a don César
no es menester a la vista,
dormía en paz cuando en sueños
sintió que con mucha prisa,
pero muy quedo, don César
en despertarle insistía.
Echóse fuera del lecho
y acudió a la lamparilla
para dar luz a la alcoba
a encender una bujía:
pero a los «no» repetidos
con que con voz decidida
aunque muy baja don César
hacer luz le prohibía,
fuese a él en la penumbra:
y al sentir su mano asida
por él diciéndole «escucha,»
escuchó..., mas nada oía.
CÉSAR
¿Oyes?
LUIS
Nada.
CÉSAR
¿No percibes
unos pasos que gravitan
cercanos, como de monjes
que sobre sandalias pisan?
Don Luis escuchó un momento
con atención profundísima
y dijo al fin:
LUIS
No oigo nada.
CÉSAR
Ya pasó.
LUIS
Tu pesadilla.
CÉSAR
Te digo que no está sola.
LUIS
¿Quién?
CÉSAR
Beatriz: comunica
con los de fuera de noche.
LUIS
¡Qué extraña monomanía
te acosa, César!
CÉSAR
Te digo
que siento, que oigo, que arriba
pasa algo que nos afrenta,
que nos burla.
LUIS
¿Qué?
CÉSAR
Una intriga
que hay que sorprender; un velo
que hay que rasgar; un enigma
que hay que descifrar... ¡Escucha!..
¿No oyes pasos?... Se aproximan.
LUIS
Sí, pero son en la calle.
CÉSAR
Sí, mas con los que yo oía
se confunden..., los ahogan;
su son al suyo domina.
LUIS
Es gente que pasa; déjate
de quimeras, César; mira
que te matas con fantásticos
delirios que te aniquilan.
Es gente que pasa: duérmete.
Y así diciendo, mullía
las almohadas a don César
don Luis, cuando repentina
sonó una aldabada recia
sobre la puerta maciza
del palacio, retumbando
por sus bóvedas vacías.
Los dos hermanos la oyeron
con asombro: a la rejilla
del postigo acudió atónito
el guardián que en él vigila,
y a su voz de «¿quién va?» afuera
respondió otra conocida:
«Abrid. -¿A quién? -A don Diego
Tenorio. -¡Virgen Santísima!»
Claras don Luis y don César
oyeron por la vecina
reja abierta las palabras
por el que llegaba dichas.
Corrió don Luis al vestíbulo:
y ante la puerta, al abrirla,
los brazos tendió a don Diego
que tornaba de Sicilia.
Tras él, con los ojos bajos
y pálida faz, venía
su buen ayo Per Antúnez,
del mozo guardián y egida.
Al verle don Luis, del hombro
de don Diego por encima
al abrazarle, sintió
que un miedo vago encogía
su corazón; y soltando
a don Diego, a las pupilas
mirándole, preguntóle
con angustia profundísima:
LUIS
¿Y tu padre?
DIEGO
. Muerto.
LUIS
¡Muerto!
DIEGO
Sí.
LUIS
¿Cómo?
DIEGO
De dos heridas
en el pecho y la garganta,
tras dos meses de agonía.
Quedó don Luis aterrado
con tan infausta noticia
dada tan sin circunloquios,
y sintió por sus mejillas
correr abundantes lágrimas
que brotaban ardentísimas
de sus ojos, a los cuales
de su corazón subían.
Mas a través de una pena
tan profunda y tan legítima,
mientras que su alma en silencio
en ella estaba sumida,
una reflexión bizarra
se la asaltó repentina:
la extraña coincidencia
e igualdad de las heridas:
en la garganta y el pecho
las de don Gil en Sicilia
y en el pecho y la garganta
las de su hermano en Sevilla.
¿Fueron por la misma mano
y por una causa misma
con la misma intención hechas?
¿Quién sabe? ¿Quién lo averigua? |