¡Gran tierra es Andalucía!
La gente allí alegre toma
la vida efímera a broma,
y hace bien por vida mía.
Con un clima siempre sano,
bajo un cielo siempre puro,
afán no pasa ni apuro
por lo que no está en su mano;
y en un suelo siempre abierto
a doble y feraz cosecha,
sobre él duerme y cuentas no echa
con un porvenir incierto.
Gran tierra es Andalucía,
y la flor de aquella tierra
es Sevilla, porque encierra
la flor de cuanto Dios cría.
Los moros sobre Granada
pusieron su paraíso,
mas nadie en él entrar quiso
si hizo en Sevilla jornada.
Quien a Sevilla no vio
no vio nunca maravilla,
ni quiso irse de Sevilla
nadie que en Sevilla entró.
«¡Ver Nápoles y morir!»
dicen los napolitanos;
mas dicen los sevillanos:
«¡Ver Sevilla, y a vivir!»
Fenicia, romana, goda,
árabe y al fin cristiana,
de toda la raza humana
la flor atesoró toda:
árabes, godos, romanos
dejaron al paso en ella,
de su genio con la huella,
los primores de sus manos,
y de ellos tiene a millares
modelos, tipos y ejemplos
de acueductos, puentes, templos,
alcázares y alminares:
porque los siglos su frente
fueron tocando a porfía
con la flor de lo que hacía
de cada siglo la gente.
Sevilla cristiana o mora,
por Mahoma o por Castilla,
fue siempre una maravilla
lo mismo antaño que ahora:
y bizantina o moruna,
fue, predilecta del cielo,
el manantial del consuelo
y el mimo de la fortuna.
Antídoto de pesares,
depósito de primores,
mina rica de cantares
y nidal de ruiseñores,
entre un vergel de azahares
que aroma con sus olores
las florestas de olivares
que son sus alrededores,
es semillero de flores
donde, harto de andar lugares,
labró el amor sus hogares
y el nido de los amores.
Su gente es como Dios quiso
hacerla en su juicio eterno,
con un tizón del infierno
y un rayo del paraíso.
Hija del fuego infernal
y de la luz del Edén,
es capaz de todo bien
y propicia a todo mal.
Es la Sevilla de hogaño,
como la de Alonso onceno,
de cuanto hay de malo y bueno
conjunto gentil y extraño:
mas la de hoy y la de antaño
mezclan tan bien en su seno
la triaca y el veneno,
que la mezcla no hace daño.
Sevilla, a margen de un río
que con sus aguas fecunda
tierra en donde todo abunda,
jardín de invierno y estío,
poblada de hombres sin cuitas
y mujerío sin par,
es pueblo tan singular
cual sus torres y mezquitas.
Dejó en Sevilla el fenicio
su espíritu comercial,
y a nadie falta caudal,
ya por virtud, ya por vicio.
Dejó en Sevilla el romano
su espíritu de grandeza,
y nadie allí en su pobreza
tiene en más a un soberano.
La Edad media tiempos góticos
diéronla su tinta mística,
de ortodoxa y cabalística
con extremos estrambóticos.
En Sevilla dejó el moro
su guzla y su pandereta,
y en cada calle y placeta
hay de alegría un tesoro.
Su gente, gran narradora
de consejas y leyendas,
las cuenta y las cree muy sendas:
mas las cuenta que enamora.
Y como allí en cada esquina
se tropieza una antigualla,
tras de cada esquina se halla
una invención peregrina.
Creyente, como es corriente
que sea el pueblo de España,
la verdad y la patraña
creyendo con fe la gente,
Sevilla meridional,
de rica imaginativa,
es una leyenda viva,
verbosa y original.
En Sevilla, como en Roma,
tras cada ruina o fragmento
de la madeja de un cuento
algún cabo suelto asoma.
Allí, como en Roma, a Cristo
de todo se le encomienda:
no hay vieja que no pretenda
haber un milagro visto.
Por doquier, de ellos provisto,
de prodigios tiene tienda,
y no hay Cristo sin leyenda
ni leyenda sin su Cristo;
y en Sevilla, como en Roma,
todo el año es fiesta igual:
un perpetuo carnaval
y doce meses de broma.
Y ya un santo se celebre
o un pagano aniversario,
lo que urge es que el calendario
anuncie fiesta y no quiebre:
y aunque dé gato por liebre,
que ande alegre el vecindario.
Cuestión de clima: Dios quiso
desparramar la alegría
en la bella Andalucía
y aquello es un paraíso.
Allí sin miedo y sin pena
se vive alegre y se muere:
por mal tiempo que corriere,
siempre es Pascua o Nochebuena.
La noche en Sevilla es día;
pues con cancelas por puertas,
todas las casas abiertas
la dan luz, voz y alegría.
Su gente vive en la calle,
y como de noche sea,
no hay nadie a quien no se vea
como en Sevilla se halle.
La gente ama, se divierte,
canta, cuenta, danza y cuida
de no pasar en la vida
más pesar que el de la muerte.
A quien da el diablo un mal día,
da una buena noche Dios:
que el mal siempre trae en pos
al bien en Andalucía.
Nadie en Sevilla se cuida
de tomar la vida a pechos:
los días por Dios son hechos
para gozar de la vida.
Las noches son para el diablo:
se peca como se quiere;
mas por menos de un vocablo...
a quien San Juan se la diere
no se la quita San Pablo.
Por un palillo de enebro
se arma lid y se hace gente,
mas también alegremente
aguanta a un majo un requiebro
la mujer del asistente.
Mientras a un hombre se mata
de un callejón a la esquina,
rompe en la calle vecina
una amante serenata:
y el mal en el bien no influye,
todo marcha de concierto:
mientras entierran al muerto,
la moza se casa o se huye.
Y vuelve a salir el sol,
y vuelve el baile a romper:
conque ¿quién ha de poder
con este pueblo español?
Cumple, empero, que se entienda
que no es la Sevilla de hoy
la Sevilla en que yo voy
a abrir campo a mi leyenda.
La de mi cuento es la antigua:
mas no hace la antigüedad
de la opulenta ciudad
la hermosura más exigua.
Juzgarla fuera locura
como si fuera mujer
que pierde, vieja por ser,
todo al perder la frescura.
No; Sevilla es como el oro
cuanto más viejo, más sube;
el tiempo, como una nube
de vapor limpio, incoloro,
de entoldarla en vez la aclara:
es como la veladura
con que una antigua pintura
un diestro pintor repara.
La Sevilla de que yo hablo
es la de la media edad
que aún partía por mitad
su fe entre Cristo y el diablo.
Aquella Sevilla antigua
árabe, apenas cristiana,
dama a medias y gitana,
de faz doble y de fe ambigua:
cargada de chapiteles
belvederes y alminares,
asombrosos ejemplares
del poder de los cinceles;
aquella ciudad vestida
de encajes y filigrana,
de fábrica soberana
para reyes construida;
que en aéreos botareles
y esbeltísimos pilares,
en peanas con doseles
de labor rara y sutil,
tiene en nichos angulares
estatuetas a millares
que del arte son joyeles
de trabajo el más gentil:
aquella Sevilla pura,
genuina, aún no revocada,
ignara aún y aún no preciada
del valor de su hermosura:
ignara de la riqueza
de la casa en que vivía,
cuajada de crestería
de increíble sutileza
y del precio inestimable
de la artística estructura
de su noble, incomparable
y bizarra arquitectura:
aquella Sevilla vieja
de estucados caserones
con gigantescos balcones,
hondas ventanas con reja,
miradorcillos volados,
puertas forradas de bronce
con postiguillos de un gonce
por de dentro barreados:
la Sevilla de Don Pedro,
de alcázares de alabastro
de cuya cifra aún hay rastro
en las techumbres de cedro
y en las moriscas labores
de sus estancias gentiles
al salir a los pensiles
calados por surtidores
cuyas gotas en el día
primero que se soltaron
el albornoz salpicaron
que a la Padilla cubría:
aquella Sevilla obscura,
tortuosa, sórdida, estrecha,
esa es la Sevilla hecha
para cuentos de esta hechura.
Esa es a la que yo intento
llevar en éste al lector,
a no que fuerza mayor
venga a destripar mi cuento.
La Sevilla cuya gracia
espontánea y natural,
revelando perspicacia
y agudeza sin igual,
no empezaba aún a estar lacia
con lo bufo artificial,
hijo sólo de una audacia
de arlequín de carnaval:
la Sevilla verdadera,
virgen, fresca, primitiva,
noble, franca, brava y fiera;
de vis cómica instintiva,
en ingenio la primera,
en el chiste sin rival;
rebosando por doquiera,
viva, gárrula y parlera,
eso que ella llama sal,
esa gracia intuitiva
propia, indígena, nativa,
sola, suya, original.
Que me explique quien me entienda
y quien no, que no se pique,
ni tirárselas pretenda
de penseque y de entendique:
porque en esto ni hay trastienda,
ni está dicho con repique:
conque vuelvo a mi leyenda
y a la edad del cuarto Enrique |