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Eduardo Zamacois en AlbaLearning

Eduardo Zamacois

"Agonía"

Biografía de Eduardo Zamacois en Wikipedia

 
 
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Agonía
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Les había visto juntos muchas veces y siempre me inspiraron esta curiosidad que enciende la intuición de los grandes secretos.

El, blandengue y ahilado, con los débiles hombros muy altos, el tórax deprimido, la mirada cobarde de los enfermos de la médula y la frente angosta de los tontos sobre quienes la imbecilidad descargó su primer mazazo. Su mirada era fría; sus ademanes desmañados, sus piernas caminaban con paso incierto, cual si avanzasen por un terreno húmedo...

Ella, su mujer, era alta y hermosa, con esa hermosura mate de los temperamentos ardientes; el talle largo y esbelto, el semblante vivificado por la expresión inolvidable de sus ojos: ojos de calenturienta, con mucho negro y mucha luz en la pupila...

Al principio parecióme inverosímil que aquel macho débil fuese dueño de hembra tan poderosa: después fuí muy amigo de los dos: él logró conmoverme con su melancólico empaque de niño enfermo; ella, por el contrario, me sugestionó con sus apasionamientos y sus criminales ardores de hermosa bestia encelada; terrible como Pandora y, como ésta, fuerte y adorable.

***

—No, no le quiero—me dijo con voz vibrante de rencor;—pocos días después de casarnos, ya no le quería. Es insignificante, es débil, es vulgar... y mi temperamento salvaje de artista odia lo pequeño. Yo anhelaba un esposo como Nana-Saib, no un habitante del Liliput...

Me había recibido en el despacho, para que mi presencia no fuese sospechosa a la servidumbre, y desde el sitio donde me hallaba veía claramente su rostro pálido iluminado por la luz del quinqué colocado sobre la mesa.

Yo estaba sentado en un sillón; ella delante de mí, devorándome con sus rasgados ojazos negros en los que bullía el turbulento silabario de los amores ardientes.

—Le odio—continuó;—a su lado siento frío, ese frío repulsivo que inspiran los anfibios; y cuando sus labios me besan o sus manos yertas me acarician, mi cuerpo vibra como si sobre él se deslizase un caracol...

Tras un momento de silencio, agregó:

—Di, ¿me crees?

Había tanta ansiedad en su interrogación, que depuse toda reserva.

—Sí, te creo—dije—porque necesito creerte para vivir. Necesito saber que eres mía en cuerpo y alma, que vives para mí, que te engalanas tanto, para gustarme más, que soy el amante de tus pesadillas...

Sugestionada por las zozobras que en mi corazón producían los tormentos del suyo, manifestóse tal cual era, revelándome el gran secreto, el misterio criminal de su existencia de mujer casada; y lo dijo deprisa y con extraños barboteos, cual si una mano invisible le apretase fuertemente el cuello.

—Quiero ser tuya completamente—prosiguió;—para ello necesito enviudar... y, créeme... enviudaré muy pronto...

Y como yo hiciese un gesto de horror, exclamó sonriendo con su espantosa risa adorable de sirena:

—No te figures que soy una de esas criminales adocenadas que emplean el cuchillo o el veneno. ¡Nunca! ¡yo no soy vulgo!... El veneno por mí empleado no cabe en ninguna fórmula química; es intangente. El morirá y morirá entre mis brazos, sus yertos labios apoyados sobre los míos, bendiciéndome... ¡Morirá de amor!... Todas las noches, aunque no quiera, le sirvo una buena dosis de dulce veneno. La muerte viene a pequeñas jornadas, pero viene... y ten por cierto que del tremendo drama no quedarán rastros...

Así habló ella, la adorable fiera sobre cuyo seno iba quedando exangüe aquel horriblemente bufo polichinela del matrimonio...

***

Otro día conversé con él...

Tan débil, tan lacio, con sus labios anémicos, su mirada incierta y su cráneo desdibujado de idiota. Me habló de ella.

—Me quiere mucho—dijo;—durante el día, no bien estamos solos, acude a sentarse sobre mis rodillas, me estrecha la cabeza entre sus manos, me adormece con las palabras más suaves, me besuquea en los labios..... ¡Oh, unos besos muy fuertes, muy duraderos, que si bien me hacen muy feliz, también me causan infinito daño!...

Calló para destoser con esa tosecilla seca, entrecortada, de los tísicos; luego continuó:

—Por las noches su cariño se exacerba más aún. Ahora, como estoy tan delicado, no voy al teatro casi nunca; además, si alguna vez me acomete el antojo de ir al café, ella me lo quita de la cabeza. Pues bien; ella es quien me da el brazo para ir desde el comedor al dormitorio, quien me desnuda, quien me tibia el lecho acostándose antes que yo... Y ya ensabanados, ¡con qué esmero me abriga y sube el embozo, echándome los brazos al cuello y cosiéndose a mi como niña miedosa!... ¡Ay! ¿Qué quieres? Reconozco que estos excesos de cariño me son fatales, pero ella me quiere tanto que no sabe reprimirse... y yo tampoco acierto a regatearle mi amor.

La voz doliente de aquella pobre víctima explicando y disculpando las crueldades de su verdugo, era altamente conmovedora.

—Y tú, ¿la quieres?—pregunté.

—¿Yo? ¡Con toda mi alma! No tengo padres, ni hijos; mi único bien es ella. Si ella me faltase, me moriría...

Habló de sus proyectos, de sus ambiciones. En cuanto llegase el verano iría a baños; luego, si lograba restablecer un poco los descalabros de su salud, emprendería algún negocio.

—Y esas expediciones, ¿las harás con ella?

—¿Cómo no—repuso,—si ella es mi cielo y mi tierra... todo?...

Aquellos diálogos no pueden borrarse de mi memoria. La temible catástrofe no ha ocurrido aún, pero puede suceder hoy, mañana... cualquier día. El decae visiblemente; sus piernas se arrastran por el suelo; sus ojos se cierran, la fiebre estremece sus labios descoloridos... Ella, en cambio, es la hembra alta y poderosa de siempre, con su rostro marfileño y sus ojos fulgurantes de loca: nunca le deja y a todas partes le lleva trabado del brazo.

¡Oh, la quiero mucho, mucho!... Con una de esas pasiones bravías que sólo saben inspirar los malos; mas, no obstante, me repugnan su crimen y la estúpida candidez del mártir, y me acometen tentaciones de descubrir a éste el peligro que corre.

Pero, ¿para qué? Es inútil; la sentencia que le condena a morir es irrevocable: sin ella, le mataría la pesadumbre; con ella, le matará el deleite...

Que siga, pues, así.

¡Es tan dulce morir soñando!

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