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Marcos Concha Valencia en AlbaLearning

Marcos Concha Valencia

"El último viaje"

Marcos Concha Valencia

 
 
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Música: Piazzozla - Sin rumbo
 
El último viaje
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-¡Setenta con treinta bajando, treinta y cinco de pulso irregular! -lejos, de ultratumba, escuché la voz preocupada de la enfermera.

La botella de suero se desvanecía en el espacio, dejando al fondo una pared blanca borrosa. Las sombras y tinieblas apagaban la luz de la lámpara clínica. No sentía dolor, sólo cansancio que me arrastraba a cerrar los ojos y dormir.

El monitor emitió pitos acelerados y agudos, reflejando mi corazón que se resistía a detenerse.

-¡Veinte mililitros! ¡Inyecte una dosis de veinte mililitros de solución de adrenalina! ¡Rápido!  Prepare el resucitador de paro cardíaco. -El roce de las medias y faldas, los pasos apresurados, el choque de los instrumentos al caer sobre la mesa de vidrio, me indicaron la ansiedad que producía la extinción de mis signos vitales. Mi cuerpo se apagaba y un frío gélido lo invadía lentamente. El monitor advirtió la detención de mi corazón con un sonido plano y alargado. Se produjo el último estertor voluntario.

Mi cuerpo saltaba con un ruido apagado al chocar mi espalda con el colchón de la cama clínica. Diez veces se repitió hasta que una voz interrumpió:

- La perdimos. No me explico lo que produjo el deceso. Estuvimos a punto de recuperarla del coma. Avise a su marido el doctor Garcés.

Se extendió un profundo silencio de desaliento, que fue perturbado por una voz triste y piadosa:

- Límpiale la boca, ciérrale los párpados y arréglale el pelo. Los deudos que se encuentran en el pasillo querrán verla.

Tuve conciencia de mi situación cuándo escuché la palabra “deudo” y comprendí que estaba declarada muerta.

Los sollozos de mi madre rompían el corazón.

- ¡Hijita! ¿Por qué te fuiste? -repetía sin cesar.

Atrás, mi hija mayor lloraba desconsolada.

Traté de abrir los ojos para verlos y demostrarles que estaba viva, pero los párpados no reaccionaban. Los músculos se negaban a moverse como si los nervios se hubiesen cortado cual cuerdas de una guitarra vieja.

Mentalmente revisé la sensación de mi olfato con el olor de la Unidad de Tratamientos Intensivos. Ese aroma indefinible mezcla de dolor, miedo, ansiedad, sangre, medicinas, antisépticos y alcohol, sólo era un recuerdo. No sentía la temperatura de mi cuerpo; era como si no estuviese presente y adiviné que estaba frío como mármol de cementerio. Nunca había imaginado una oscuridad tan negra y absoluta. Recordaba sabores, pero mi boca, lengua y saliva habían dejado de funcionar para mí.

Escuchaba y razonaba, pero para los vivos estaba muerta. Es una pesadilla, aunque todo parece tan real, pensé tratando de tranquilizarme.

- Pueden venir a buscarla -oí la voz del enfermero.

Las barandas de la camilla se cerraron. Los goznes de las puertas de batientes chirriaron como quejidos cansados. Golpearon las ruedas en las junturas de las baldosas imitando los viajes en tren. Voces se escuchaban a lo lejos. Se abrieron las puertas del ascensor. Comenzó a bajar.

- Aquí está el formulario de entrega. No se ha decidido la autopsia -dijo la misma voz ronca que había empujado la camilla.

Se cerró la puerta y pensé que estaba en la morgue. Imaginé los cadáveres vecinos.

El terror me asaltó. El segundero de un reloj marcaba el paso del tiempo. Siempre sentí recelo escuchándolo en la oscuridad de la noche; ahora su tic tac era mi comunicación con el mundo de los vivos en mi entrada al de los muertos.

Me obligué a calmarme y a pensar detenidamente en mi mortal situación. El procedimiento respecto de mi cadáver se cumplía paso a paso. Buscando una explicación hice memoria de los días recién pasados:

Juan Carlos había regresado después de dos días de ausencia de sus frecuentes viajes a Perú y Bolivia. Su exclusiva habilidad como cirujano cerebral lo requería en operaciones programadas en La Paz. Esa tarde del sábado pasé por su consulta. La recepcionista no estaba. Decidí entrar sin llamar para darle una sorpresa. Los dos hombres que se encontraban sentados frente a su escritorio se volvieron para mirarme con estupor. Juan Carlos se paró violentamente y tomándome del brazo me sacó a la sala de recepción.

- Estoy ocupado, mejor me esperas afuera.

Sobre el escritorio, alcancé a ver varios paquetes pequeños, envueltos en bolsas de plástico trasparente.

- ¿Qué haces aquí? -y atropellando las palabras continuó: -¿Por qué entraste sin llamar? Estoy con unos proveedores. Espérame en la casa -Me empujó al pasillo y cerró la puerta de la consulta.

A la hora de comida estaba intranquilo y evitaba mirarme a los ojos.

- Debo estar mañana temprano en el hospital del Salvador. Alojaré en Viña. Volveré muy tarde -dijo levantándose de la mesa.

- Mis dolores continúan -llamé su atención.

- A propósito, te traje de La Paz esta pastilla para eliminar de raíz esos malestares. Tómala con la bebida que queda en el vaso.

Más tarde se despidió con un beso cariñoso. Estaba emocionado.

A las tres de la mañana desperté intranquila con taquicardias y traspirando en todo el cuerpo. Desperté a Raquel para que llamara de urgencia al hospital.

El golpe seco y metálico de la puerta y las pisadas me volvieron a la realidad.

- Murió finalmente de paro cardíaco -reconocí al doctor que me atendió en urgencia.

- Si es así, no se justifica una autopsia -dijo Juan Carlos.

- No te preocupes, estableceré la causa de muerte como paro cardíaco. Siento mucho lo que ha sucedido. Dios te consuele.

- Gracias. Me quedaré unos momentos a solas con ella -lo que parecía dolor quebraba sus palabras.

Murmuró a mi oído:

- Fui obligado, querida mía; de lo contrario moriríamos todos en un accidente -sus sollozos se transformaron en un llanto desconsolado.

Descubrí espantada la fuente de la inmensa fortuna que habíamos acumulado en estos últimos años, la mansión en el barrio alto, autos, fundo en el sur, departamentos en la costa y la montaña, viajes a Europa y varias inversiones.

Traté de abrir los ojos, la oscuridad continuó. Volví a llorar con mi mente, sentí rabia e impotencia; le odié. La puerta sonó al abrir y cerrarse. Pasos de mujer se acercaron donde yo yacía.

- Luego vendrán a buscarla de la funeraria -dijo mi madre- debemos vestirla. 

En mi desesperación recordé la habilidad de comunicarnos por telepatía:

- ¡Mamita! ¡Mamita! ¡Estoy viva! ¡te puedo escuchar! ¡sálvame! -grité con un alarido, que me pareció llenar todos los espacios.

Cesaron sus lamentos y suspiros por algunos instantes.

- Me llama como cuando era niña. La imaginación engaña -Continuó llorando en su dolorosa tarea.

Perdí toda esperanza. Deseé morir y no continuar con este injusto tormento. ¿Cuál fue mi pecado para merecer este infausto castigo? Sufría con la mente y descubrí que era el centro de mi ser. Deseé caer en la eterna inconsciencia, que mi alma abandonara el cuerpo, dejar este mundo miserable.

- No es necesario sellar el cajón. Será cremada después del servicio religioso en el Parque del Recuerdo. -La madera retumbó como un tambor. Los ruidos se atenuaron. Experimenté la sensación de claustrofobia, de ahogo, de un sudor frío en todo mi cuerpo.

Escuché imperceptible el choque de las ruedas en las baldosas y resaltos del pavimento. Luego la partida del motor del furgón funerario y los sonidos apagados de vehículos en las calles me indicaron que viajaba por la ciudad. Una vez que todo se tranquilizó adiviné que estaba en la capilla ardiente de mi funeral.

Imaginé las flores, coronas y la tapa de la cabecera de la urna abierta y mi cara enfrentando el techo de la capilla con la figura de Cristo crucificado. Mi cabeza apoyada en la seda blanca, ondulada. 

El rumor y murmullo de los rezos se alternaban con los cantos de los salmos. Durante un tiempo una voz hizo retumbar la capilla como si fuera una catacumba. Tuve la visión del sacerdote oficiando la misa de difuntos; familiares, amigos y conocidos con caras consternadas observando alternativamente el féretro y luego a Juan Carlos junto a mis hijos. Lloré al verlos desamparados.

Calculé que la misa había terminado. Clamé a Dios que me salvara y volviera mi cuerpo a la vida o recibiera mi alma en ese momento. Oré fervorosamente, concentrada, creyendo en Dios como nunca lo había hecho. ¿Por qué debía experimentar la hoguera? La Edad Media y la Inquisición habían quedado siglos atrás en la historia. ¿Cuál fue mi horrible pecado? ¿Se muere con el sentido del oído y la conciencia?

Rechinaron los engranajes y los cables. Tuve la sensación de que bajaba hasta que la madera se posó en una superficie sólida.

El tiempo volvió a detenerse. Conciencia e inconsciencia se alternaron innumerables veces. Pena, ira, odio, dolor, impotencia, indignación, desesperanza se mezclaban y agolpaban en oleadas de sentimientos. En un segundo se proyectó la película de mi vida, incluidos mis sueños.

Abrieron la urna. Las voces se hicieron nítidas.

- Nunca vi un cadáver con tanta amargura en su cara.

- Sujétala bien, aún no está rígida. Que quede bien centrada en la correa.

El ronroneo ronco y pausado de un motor y la correa sobre las poleas me indicaron el movimiento. Detrás de mi cabeza se cerró una puerta metálica. Silbó un chorro y la niebla de un líquido lanzado a gran presión, la explosión del combustible recién encendido ensordeció mis oídos………….Un silencio universal... -

©Marcos Patricio Concha Valencia

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