Mi dueño que me vio nacer era optimista, me puso por nombre “Huaso”, como homenaje al campeón que tiene un monumento en medio del parque por su salto de record mundial. Diría que mi infancia fue muy feliz: retozaba en verdes praderas, tenía una cómoda pesebrera junto a mi madre, la leche y la avena nunca faltaron, no éramos ricos pero tampoco pobres. Bueno, no alcancé a tener descendencia, sufrí la vergüenza antes que fuera vendido a la Escuela de Caballería.
—Por su aire al paso, al trote y al galope, será un caballo de presentación—dictaminó el Coronel. Asígnenle una buena pesebrera y que comience su adiestramiento mañana; desde ahora será mi caballo.
Seguramente mis ancestros habían estado en estas lides, porque rápidamente adquirí las destrezas exigidas por Manuel, mi entrenador, y el Coronel. En más de alguna ocasión escuché: —Es muy inteligente.
Después de un par de años ya había ganado varios premios nacionales y nos preparábamos para un concurso mundial en el Regimiento Coraceros de Viña del Mar. El Presidente de la República practicaba el deporte ecuestre. Mi coronel y yo perteneceríamos al equipo del presidente y algunos fines de semana nos entrenábamos en conjunto. Para qué decir que mi coronel se jugaba el ascenso a General
A Manuel, preparador de mucha experiencia, le asignaban un conscripto permanente para que cuidara de mi aseo, alimentación, y esparcimiento. Ese año me fue asignado el conscripto José Urra LLanquilef, nacido y criado en un fundo de los alrededores de Quillota. José cumplía su anhelo de hacer el servicio militar en la Escuela de Caballería y vivir el elegante mundo ecuestre. —Tranquilooo, shiiiiito,—palmoteando mi cogote oí su voz cariñosa en nuestro primer encuentro como inicio de una relación de entrañables sentimientos de amistad. En sus salidas de los domingos José me traía las mejores zanahorias, manzanas y terrones de azúcar. En los largos paseos de descanso me contaba sus cuitas como si yo fuera su mejor amigo. A sus diez y ocho años se había enamorado, como siempre sucede, de la hija del dueño del fundo. No era mal parecido José y también, como yo, tenía buen aire nativo.
Faltaban solo dos días para que nos trasladaran para concentrarnos en el Coraceros; de madrugada José me despertó y me ensilló con la mejor silla de paseo de mi coronel. En la guardia Norte estaba el conscripto Sánchez, que nos dejó salir sigilosos a la calle. A las seis de la mañana llegamos al fundo y quedé en el establo con unos criollos guatones que mal podrían saltar un metro.
Amaneció con un sol radiante de primavera. A las once de la mañana llegó José vestido de huaso elegante acompañado de su amor imposible. Ella me montó y José montó el de ella y salimos de paseo. Escuché que le decía que nuestro binomio participaría en la competencia mundial internacional junto al Presidente, que éramos favoritos, y otras mentirillas propias de la juventud enamorada. Cuando volvimos noté que Margarita se acercaba más a José. José estaba radiante.
No todo puede ser perfecto. Terminado el crepúsculo entraron al establo dos enmascarados, me ensillaron con una vetusta montura chilena, y a punta de huasca y espuelas me obligaron a subir por los cerros hasta una guarida, a unos cinco kilómetros del fundo. —Por éste nos darán buena plata,— dijo uno de los cuatreros. Muy tarde se echaron a dormir. Al amanecer logré zafarme de las amarras, silencioso me escapé y eché a correr. Yo sabía que si José no volvía, lo acusarían de deserción, así que él debía ya estar en la Escuela, hacia donde dirigí mis cascos. Un caballo en pelo y sin jinete es muy apreciado en el campo y los pueblos aledaños, así que di un gran rodeo a través de cañadas y ribazos. Un peón estuvo a punto de lacearme.
Hubo una gran zalagarda cuando aparecí en la guardia. En la pesebrera me esperaba el Coronel y Manuel. Antes de irse el Coronel ordenó: —El conscripto Urra que permanezca en garito hasta que volvamos. Se le hará el sumario por robo y engaño a la guardia.
Llegamos al Coraceros en la tarde del lunes, el martes comenzó la preparación de la competencia, yo imaginaba a José en la celda de castigos y no podía concentrarme, me comportaba como un caballo chuzo. Por más que trataba de hacerlo bien, era imposible. Yo echaba de menos a José y sufría sus penas. En la tarde de ese día, el coronel enfurecido dijo: —Está para el matadero. —Perdía la paciencia y tiraba de mi boca herida por los cuatreros, el dolor era cada vez más profundo.
El presidente llegó al día siguiente. La noche anterior yo no pude dormir y era un desastre, había perdido mi estado físico. Manuel me observaba con atención. Escuché cuando el coronel ordenó: —pidan que envíen al “Romanche”, trataré de hacer con él un papel digno.
Con desparpajo Manuel le dijo al sargento: —Mi coronel ordenó que el conscripto Urra traiga al “Romanche”.
Relinché de contento cuando vi a José, yo diría que nos abrazamos. Manuel le dijo a José que no se dejara ver por el coronel.
Nuestro equipo ganó todas las pruebas. Vi cuando el presidente palmoteaba a mi coronel. Volvimos el lunes siguiente cargados de medallas y escarapelas. Escuché a Manuel cuando le confesaba al Coronel casi General, los motivos por los que yo me había recuperado tan pronto.
Ahora autorizan a José para llevarme al fundo a ver la Margarita. Estoy haciéndole empeño a saltar dos metros y veinte centímetros: en una de esas me hacen un monumento.
©Marcos Patricio Concha Valencia
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