Nunca necesité de la histérica campanilla de un despertador taladrando mis oídos; desperté esa mañana como tantas otras en estos últimos años recordando extraños sueños y envuelto en una opresiva sensación de angustia. Rendido, ya no volví a prometerme intentar exorcizar este constante sentimiento que me embargaba.
Aún acostado, extendí mi brazo izquierdo y mi mano oprimió el interruptor de un pequeño velador mientras que al mismo tiempo desplazaba una carga molesta de frazadas que asfixiaba mi cuerpo desnudo. Mis piernas buscaron el vacío y mis pies sintieron el contacto del piso frío y así, sentado en la cama, conmovido por algún que otro escalofrío refregué fuertemente mis ojos con ambas manos en una falsa actitud boxística; me erguí con un suspiro tratando de exhalar mis demonios, giré y la visión de una cama inútilmente grande redescubrió una vez más mi soledad. Aún a medio vestir caminé hacia el baño.
El agua helada acomodó las facciones de mi rostro, mi mirada buscó mis ojos en el espejo y mi mano derecha acarició mis mejillas pobladas de una incipiente barba de color gris. No me detuve en reflexiones triviales frente al espejo. Mal acomodé una toalla húmeda y me dirigí a la cocina sepultando penumbras con pequeños golpes de puño a los interruptores de luz.
Una vez allí, rebusqué en un montón de trastos la única taza limpia y preparé mi desayuno; tomé el último trago de café y con culpa aspiré el humo miserable de mi segundo cigarrillo. Eché un vistazo al reloj sobre la pared, años atrás, lo había decorado en su interior con un retrato de unos amigos que bromeaban y reían: la magia de la fotografía había detenido sus vidas en aquel momento de diversión y sus rostros estaban aún muy jóvenes; extrañamente, tal vez producto de algún desperfecto, se detuvieron las agujas del reloj. Tomé mi campera de plumas, ajusté con un movimiento brusco el cierre hasta sentir el contacto de su cremallera metálica en mi cuello y salí. Aquel día debía pedir un aumento de sueldo, todavía era noche y el frío de la madrugada me hizo apurar el paso.
Subí al auto, giré la llave y puse en marcha el motor. Una delgada capa de hielo cubría los cristales. Esperé pacientemente a que los metales adquieran la temperatura adecuada, “es lo que siempre debe hacer un buen conductor”, decía mi padre. Una mueca de nostalgia se adueñó de mi boca y, como todas las mañanas, dilapidé esos minutos de mi tiempo en observar por el espejo retrovisor cómo una inmensa nube de vapor espeso comenzaba a surgir desde el tubo de escape; fue inútil, no hubo genios ni apariciones… sólo vapor. En la radio un funcionario leía índices positivos en la lucha contra la pobreza.
Comencé con mi repetido trayecto de años, entonces sentí en lo rutinaria que se había convertido mi vida. A pocas cuadras giré instintivamente en aquella esquina de siempre, y me encontré con un pequeño tumulto de gente acompañado de sombras histéricas que se desplazaban arrebatadamente de aquí para allá. El patrullero del pueblo tenía sus refulgentes luces rojas y azules, encendidas sobre el techo escarchado, no pude resistirme… desvíe la mirada y observé el espectáculo multicolor reflejado en las alamedas desnudas y la verdad es que me gustó.
Era la casa de Boris. Las vecinas ya se encontraban en el lugar; algunas de ellas hablaban en secreto mientras otras observaban la escena con ojos de arpías. Supe al instante lo que había ocurrido pero no perdí la calma; incliné mi cabeza sobre el volante y susurré en voz baja una maldición. Me pregunté lo mismo que otras veces ¿por qué las tragedias ocurren en noches de invierno o en madrugadas heladas? Recordé una noche en el bar de Juan y la desapacible respuesta de Boris… “hay tres cosas que generalmente llegan con la noche: el dolor de muelas, la fiebre y la muerte”.
Descendí del vehículo, la casa se hallaba abierta y a pesar de la mirada represora de un agente de corta edad, apostado sin saber qué hacer no me fue difícil ingresar a la vivienda de mi amigo por la puerta principal.
El cuerpo había sido salvajemente cercenado en dos y la parte superior del mismo se hallaba desparramada sobre el sofá contiguo a la ventana que daba a la calle. Algunos policías se tomaban la boca conteniendo las arcadas, mientras, otros simplemente lo miraban tontamente como esperando alguna respuesta de una boca irremediablemente silenciada y muerta. El rostro, pálido, los párpados aterradoramente abiertos y los ojos hinchados parecían escapar a sus cuencas; el cabello totalmente en desorden y desde lo que había sido hasta hace pocas horas su cintura, colgaban confundidas con el cinturón de cuero… tripas de rellenos extraños. El olor fétido juro que era a mierda.
El televisor aún estaba encendido, recuerdo que un burócrata hablaba sobre la recuperación de la economía del país. Y un oficial tuvo que esforzarse para arrebatar de entre los dedos, de una de las manos del muerto que comenzaban a ponerse duros, el control remoto para apagar el aparato. Hubiera sido más simple oprimir el botón del interruptor.
La otra mitad del cuerpo parecía haber quedado pegada a la pared: los pies apuntando hacia arriba se apoyaba en un inmenso charco de sangre espesa, de color bordo. Pared antiguamente inmaculada, ahora tenía una inmensa mancha color roja con toques negros y verde oscuro. Era una mancha repugnante de líquidos pegajosos como suelen dejar los insectos que colisionan sobre el parabrisas; ni el artista plástico del pueblo - pensé – hubiera podido con su visión abstracta y los más sofisticados materiales recrear aquella extraña policromía. Me acuerdo que sus pies tenían puestos unos botines, como si las piernas planearan caminar obviando a la otra mitad.
El sol comenzaba a asomar y en medio de esa mancha perversa, un haz de luz comenzó a filtrarse a través de un pequeño orificio en la pared. Sobre la pequeña mesa del living se hallaban unas hojas abrochadas entre sí; el papel era de color amarillo, algunas gotas de sangre habían dejado su impronta en él, contenía un título impreso a máquina en letras grandes y negras. Aún no encuentro una respuesta racional a mi actitud, fue en un instante de distracción de los agentes que las tomé, y sin llamar la atención lo oculté entre mis ropas, luego, una vez en el exterior de la casa volví a leer la inscripción en la primera hoja… “EL MANUAL”.
Llegué a mi oficina cargado de confusas emociones. Luego, ya más calmo, tomé los papeles y procedí a su lectura. Parecían – a primera vista- contener simples instrucciones sobre el manejo o construcción de alguna maquinaria, pero sin embrago no era así.
EL MANUAL:
Elementos necesarios.
Cincuenta metros de cable de acero de cinco milímetros de espesor.
Tres grampas de dos cts. Con tornillos y sus respectivas tuercas.
Un candado mediano (no necesariamente caro).
Un taladro con mecha de diamante de cinco milímetros de espesor.
Una llave francesa (de pequeñas dimensiones).
Un vecino con un vehículo pesado.
INSTRUCCIONES:
1º Será un factor importante para el logro exitoso de esta empresa que uno de sus vecinos, (situado indistintamente a izquierda o derecha de su propiedad) sea propietario de un vehículo con buena capacidad de arrastre.
2º La acción se llevará a cabo preferentemente en los meses de invierno, (es de suponer que un chofer aplicado dará entre diez y quince minutos a su vehículo para que los metales adquieran la temperatura adecuada). Ese tiempo será fundamental, en el mismo usted tendrá el espacio suficiente para repensar una determinación que cambiará su vida o mejor dicho acabará con su vida, aunque ya sea imposible si se siguieron las instrucciones adecuadamente volver al proceso marcha atrás.
3º La pared elegida para realizar el orificio por donde introducirá el cable debe ser de buena consistencia, pudiendo optar por una que de solo al exterior o exterior e interior.
4º Respetar las dimensiones del cable y verificar la calidad de las grampas.
5º El cable deberá ser tendido en su posición final como máximo una hora antes de la partida habitual de su vecino, horarios que deberán ser estudiados por usted, con verdadera minuciosidad.
6º Importante: el cable deberá tener en uno de sus extremos una abertura de por lo menos treinta centímetros, esto se logrará uniendo el final del mismo con la parte anterior, en el otro extremo el procedimiento será más complicado; lo que requerirá de mayor atención: deberá ceñir el cable por su cintura y crear dos lazos uno al final del cable y otro que guarde la medida adecuada a su talle, sin posibilidad de extraerlo hacia arriba o hacia abajo.
7º El candado unirá herméticamente los dos lazos anteriormente mencionados en el apartado anterior.
8º La llave deberá ser partida estando aún introducida en el mismo sin dar la mínima posibilidad de abrirlo ante un súbito arrepentimiento.
9º Si usted lleva a cabo correctamente estas instrucciones la posibilidad de fracasar será mínima y usted tendrá un suicidio exitoso.
¡Triunfo o fracaso!! Grité enojado; hice un bollo de papel con las hojas y lo arrojé al cesto de basura. No tuve éxito, rebotó sobre el borde del tacho y rodó varios metros sobre el piso de madera: parecía tener vida y querer escapar. Me quedé observándolo por un instante, luego recliné mi cuerpo, entrecerré mis ojos y me dejé llevar por los recuerdos:
Era una noche en la cual el calor se volvía insoportable, contradictoriamente en el horizonte el resplandor de los relámpagos sobre los cúmulos de nubes creaba la imagen de una cordillera ficticia; cientos de insectos revoloteaban de forma frenética quemándose estúpidamente por la luz de las farolas de las calles. Di, insólitamente al primer intento, con la llave acertada, cerré la puerta y crucé a paso rápido la calle.
Cruzando la arteria, se encuentra el bar de Juan. A Boris le fascinaba su aura proletaria y sus silencios, aunque en ocasiones se lamentaba por la ausencia de cerveza negra y mujeres bonitas. Lo encontré sentado en su mesa habitual, abatido; me senté junto a él en silencio, su rostro sudaba y sus ojeras estaban aún más profundas y oscuras que de costumbre. Tiré mis cigarrillos y un manojo de llaves sobre la mesa, él las observó con desprecio y dijo: -“Cuánto más prolífico se hace tu llavero, más pequeña es tu libertad y un hombre sin libertad no significa nada”. Pensé que sólo era una frase cursi, entonces, levantó la mirada, sus ojos estaban invadidos por un sentimiento de bronca contenida y dolor, luego agregó muy pausadamente: - “Estoy harto, la soledad me corroe las tripas”- No contesté…. Simplemente lo observé sin saber qué decir, entonces el oportuno estampido producido por el impacto de dos bolas de billar y unas carcajadas necias rompieron el silencio. Luego de aquella noche desapareció, creí acertadamente respetar su intimidad, ahora veo claramente que me equivoqué.
El bollo de papel permaneció durante todo el día sobre el piso, comenzaba a anochecer y recogí mis libros para retornar a casa, no había tenido el coraje de solicitar un aumento, accidentalmente lo pateé, entonces lo alcé y lo guardé en mi mochila.
Esa mañana preparé mi frugal desayuno, de un sorbo tomé el último trago de café y con culpa aspiré mi segundo cigarrillo, eché un vistazo inútil al reloj de pared, en su interior, la foto de los amigos donde estaba Boris.
Minutos después entré al corralón; el despachante me observó con ojos llenos de codicia. “¿Qué vas a llevar?” No respondí -en la radio alguien hablaba de un mejoramiento en la calidad de vida- deposité en sus manos una lista impresa en papel, él comenzó a leer en voz alta, una vieja con ojos indiscretos palideció; quince metros de cable de acero, una mecha de diamante de cinco milímetros de espesor, etc. etc. etc.
©Daniel Cabaza |