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Capítulo 3: Por amor a un niño
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Biografía de Henry van Dyke en Wikipedia | |
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Música: Brahms - Three Violin Sonata - Violin Sonata No. 3 - Op. 108 |
El otro rey mago |
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Por amor a un niño |
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Se había hecho el silencio en el Vestíbulo de los Sueños. Y en este silencio yo veía la figura del otro rey mago cruzar el desierto sobre su camello que, avanzando y avanzando, se mecía con regularidad como un barco sobre las olas. La región de la muerte extendía su red de crueldad en torno al viajero. Las pedregosas soledades no brindaban más fruto que zarzas y espinas. Ante Artabán se alzaban las sierras áridas e inhóspitas, surcadas por los canales resecos. A lo largo del horizonte aparecían colinas de arena traicioneras cual otras tantas tumbas. Durante el día, el calor abrasador hacía sentir su peso intolerable sobre el aire trémulo y ninguna criatura viviente se movía, salvo diminutos jerbos que se escurrían por entre los marchitos matorrales, o lagartijas que desaparecían entre los resquicios de las piedras. Por la noche, los chacales rondaban, aullando a lo lejos mientras un frío penetrante y agotador seguía a la fiebre del día. A pesar de las temperaturas extremas, el mago continuaba adelante. Avisté luego los jardines y huertos de Damasco, irrigados por los ríos de Abana y Farpar, y sus extensiones de césped con botones en flor. Vi la extensa y nevada loma del monte Hermón, los oscuros bosquecillos de cedros, el valle del Jordán, las azules aguas del lago de Galilea y, más allá, las tierras altas de Judá. La figura del mago avanzaba sin descanso a través de todo aquello. Por fin llegó a Belén, fatigado pero henchido de esperanzas, con sus dos joyas para ofrecérselas al Rey. “Ahora -se decía- lo encontraré. No importa que sea solo y después que mis hermanos”. Las calles de la aldea parecían estar desiertas. Por la puerta abierta de una casucha de piedra, Artabán alcanzaba a oír el canto suave de una mujer. Entró en la vivienda y halló a una joven madre arrullando a su hijo. Ella le relató sobre los forasteros que llegaron al villorrio tres días antes. Estos peregrinos, según dijeron, venían desde Oriente guiados por una estrella que los llevó al sitio donde José de Nazaret se alojaba con María, su esposa, y con su hijo recién nacido, Jesús. Allí le rindieron homenaje al niño depositando ante sus pies ofrendas de oro, incienso y mirra. - Pero los viajeros –agregó la mujer– desaparecieron repentinamente. Lo extraño de su visita nos infundió temor. La familia de Nazaret huyó en secreto aquella misma noche, y se murmuraba que iba hasta Egipto. Desde entonces, una influencia maligna se cierne sobre la aldea. Se comenta que vendrán soldados romanos con el fin de imponernos un nuevo tributo. Los hombres se han ido a ocultar con sus rebaños a las montañas. El pequeño que la mujer sostenía en brazos alzó los ojos al rostro de Artabán y le sonrió mientras alargaba hacia él sus manitas. Al tocarlas, el mago se sintió reconfortado “¿No podría este niño haber sido el Príncipe prometido?”, se preguntaba acariciando la mejilla suave del niño. “Ha habido Reyes que nacieron en viviendas más humildes que ésta; el favorito de las estrellas podría incluso nacer en una choza. Pero, el Dios de la Sabiduría no ha querido satisfacer mi pesquisa tan fácilmente. El que busco ya ha partido y ahora tendré que seguirlo hasta Egipto”. La joven madre acostó al niño en su cuna y le sirvió de comer al singular huésped que el destino habría traído a su casa. Le brindó de buen grado su sencilla comida que era rica en alivio para el alma y el cuerpo. Mientras Artabán comía, el niño cayó en un apacible sueño. De pronto, el ruido de una violenta confusión en las calles llegó hasta ellos. Entre los llantos de las mujeres y el estruendo de unas trompetas, se oyó un grito desesperado: - ¡Vienen soldados! ¡Son los soldados de Herodes! Están matando a nuestros hijos! Pálida de terror, la joven madre se agazapó en el rincón más oscuro de la pieza y envolvió a su hijo en los pliegues de su manto. Artabán se dirigió al umbral de la casucha y allí se quedó. Sus anchos hombros cubrían totalmente el hueco de la entrada. Los soldados con sus manos y espadas ensangrentadas se detuvieron vacilantes frente a aquel desconocido de imponentes vestiduras. El capitán se adelantó con el propósito de apartar al intruso que se mostraba tan tranquilo como si estuviera contemplando las estrellas. Artabán detuvo con suave firmeza al soldado y declaró en voz baja: - Estoy solo en esta casa, esperando entregar esta joya al prudente capitán que me deje en paz. Y le mostró el rubí, que brillaba en la palma de su mano como una enorme gota de sangre. El capitán, maravillado ante el esplendor de la joya y con las pupilas dilatadas por la codicia, tomó el rubí. - ¡Seguid adelante! –ordenó a sus soldados– ¡Aquí no hay ningún niño! Mientras el clamor y el fragor de las armas se alejaban calle abajo, Artabán volvió el rostro hacia el Oriente y oró: “Dios de la Verdad, ¡Perdona mi pecado! He mentido para salvar la vida de este niño, y me he desprendido de otra de mis ofrendas. He gastado a favor del hombre lo que estaba destinado a Dios. ¿Seré digno de contemplar el rostro del Rey?” La mujer, que lloraba de gozo en las sombras, le dijo dulcemente: - Yahvé te bendiga y te guarde; ilumine Yahvé su rostro sobre ti y te sea propicio; Yahvé te muestre su rostro y te conceda la paz. |
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