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Ramón del Valle-Inclán en AlbaLearning

Ramón del Valle-Inclán

"Rosarito"

Capítulo 4

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Rosarito

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IV

El mayorazgo se había detenido en medio de la espaciosa sala, y saludaba encorvando su aventajado talle, aprisionado en largo levitón.

— Buenas noches, Condesa de Cela. ¡He aquí a tu primo Montenegro que viene de Portugal!

Su voz, al sonar en medio del silencio de la anchurosa y oscura sala del Pazo, parecía más poderosa y más hueca. La Condesa, sin manifestar extrañeza, repuso con desabrimiento:

— Buenas noches, señor mío.

Don Miguel se atusó el bigote, y sonrió, como hombre acostumbrado a tales desvíos y que los tiene en poco. De antiguo recibíasele de igual modo en casa de todos sus deudos y allegados, sin que nunca se le antojara tomarlo a pecho: Contentábase con hacerse obedecer de los criados, y manifestar hacia los amos cierto desdén de gran señor. Era de ver cómo aquellos hidalgos campesinos que nunca habían salido de sus madrigueras concluían por humillarse ante la apostura caballeresca y la engolada voz del viejo libertino, cuya vida de conspirador, llena de azares desconocidos, ejercía sobreellos el poder sugestivo de lo tenebroso. Don Miguel acercóse rápido a la Condesa y tomóle la mano con aire a un tiempo cortés y familiar:

— Espero, prima, que me darás hospitalidad por una noche.

Así diciendo, con empaque de viejo gentil-hombre, arrastró un pesado sillón de moscovia, y tomó asiento al lado del canapé. En seguida, y sin esperar respuesta, volvióse a Rosarito. ¡Acaso había sentido el peso magnético de aquella mirada que tenía la curiosidad de la virgen y la pasión de la mujer! Puso el emigrado una mano sobre la rubia cabeza de la niña, obligándola a levantar los ojos, y con esa cortesanía exquisita y simpática de los viejos que han amado y galanteado mucho en su juventud, pronunció a media voz — ¡la voz honda y triste con que se recuerda el pasado!:

— ¿Tú no me reconoces, verdad, hija mía? Pero yo sí, te reconocería en cualquier parte... ¡Te pareces tanto a una tía tuya, hermana de tu abuelo, a la cual ya no has podido conocer!... ¿Tú te llamas Rosarito, verdad?

— Sí, señor.

Don Miguel se volvió a la Condesa:

— ¿Sabes, prima, que es muy linda la pequeña?

Y moviendo la plateada y varonil cabeza continuó cual si hablase consigo mismo:

— ¡Demasiado linda para que pueda ser feliz!

La Condesa, halagada en su vanidad de abuela, repuso con benignidad, sonriendo a su nieta:

— No me la trastornes, primo. ¡Sea ella buena, que el que sea linda es cosa de bien poco!...

El emigrado asintió con un gesto sombrío y teatral y quedó contemplando a la niña, que con los ojos bajos, movía las agujasde su labor, temblorosa y torpe. ¿Adivinó el viejo libertino lo que pasaba en aquella alma tan pura? ¿Tenia él, como todos los grandes seductores, esa intuición misteriosa que lee en lo íntimo de los corazones y conoce las horas propicias al amor? Ello es que una sonrisa de increíble audacia tembló un momento bajo el mostacho blanco del hidalgo y que sus ojos verdes — soberbios y desdeñosos como los de un tirano o de un pirata — se posaron con gallardía donjuanesca sobre aquella cabeza melancólicamente inclinada que con su crencha de oro, partida por estrecha raya, tenía cierta castidad prerrafaélica. Pero la sonrisa y la mirada del emigrado fueron relámpagos por lo siniestras y por lo fugaces. Recobrada incontinenti su actitud de gran señor, Don Miguel se inclinó ante la Condesa:

— Perdona, prima, que todavía no te naya preguntado por mi primo el Conde de Cela.

La anciana suspiró, levantando los ojos al cielo:

—¡Ay! ¡El Conde de Cela, lo es desde hace mucho tiempo mi hijo Pedro!...

El mayorazgo se enderezó en el sillón, dando con la contera de su caña en el suelo:

— ¡Vive Dios! En la emigración nunca se sabe nada. Apenas llega una noticia... ¡Pobre amigo! ¡Pobre amigo!... ¡No somos más que polvo!...

Frunció las cejas, y apoyado a dos manos en el puño de oro de su bastón, añadió con fanfarronería:

— Si antes lo hubiese sabido, créeme que no tendría el honor de hospedarme en tu palacio.

— ¿Por qué?

— Porque tú nunca me has querido bien. ¡En eso eres de la familia!

La noble señora sonrió tristemente:

— Tú eres el que has renegado de todos. ¿Pero a qué viene recordar ahora eso? Cuenta has de dar a Dios de tu vida, y entonces...

Don Miguel se inclinó con sarcasmo:

— Te juro, prima, que, como tenga tiempo, he de arrepentirme.

El capellán, que no había desplegado los labios, repuso afablemente, afabilidad que le imponía el miedo a la cólera del hidalgo:

— Volterianismos, Don Miguel... Volterianismos que después, en la hora de la muerte...

Don Miguel no contestó. En los ojos de Rosarito acababa de leer un ruego tímido y ardiente a la vez. El viejo libertino miró al clérigo de alto a bajo, y volviéndose a la niña, que temblaba, contestó sonriendo:

— ¡No temas, hija mía! Si no creo en Dios, amo a los ángeles...

El clérigo, en el mismo tono conciliador y francote, volvió a repetir:

— ¡Volterianismos, Don Miguel!... ¡Volterianismos de la Francia!...

Intervino con alguna brusquedad la Condesa, a quien lo mismo las impiedades que las galanterías del emigrado inspiraban vago terror:

— ¡Dejémosle, Don Benicio! Ni él ha de convencernos ni nosotros a él...

Don Miguel sonrió con exquisita ironía:

— ¡Gracias, prima, por la ejecutoria de firmeza que das a mis ideas, pues ya he visto cuánta es la elocuencia de tu capellán!

La Condesa sonrió fríamente con el borde de los labios, y dirigió una mirada autoritaria al clérigo para imponerle silencio. Después, adoptando esa actitud seria y un tanto melancólica con que las damas del año treinta se retrataban, y recibían en el estrado a los caballeros, murmuró:

— ¡Cuando pienso en el tiempo que hace que no nos hemos visto!... ¿De dónde sales ahora? ¿Qué nueva locura te trae? ¡Los emigrados no descansáis nunca!...

— Pasaron ya mis años de pelea... Ya no soy aquel que tú has conocido. Si he atravesado la frontera, ha sido únicamente para traer socorros a la huérfana de un pobre emigrado, a quien asesinaron los estudiantes de Coimbra. Cumplido este deber, me vuelvo a Portugal.

— ¡Si es así, que Dios te acompañe!...

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