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Ramón del Valle-Inclán en AlbaLearning

Ramón del Valle-Inclán

"Juan Quinto"

Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia

 
 
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Juan Quinto
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Micaela la Galana contaba muchas historias de Juan Quinto, aquel bigardo que, cuando ella era moza, tenía estremecida toda la Tierra de Salnes. Contaba cómo una noche, a favor del oscuro, entró a robar en la Rectoral de Santa Baya de Cristamilde. La Rectoral de Santa Baya está vecina de la iglesia, en el fondo verde de un atrio cubierto de sepulturas y sombreado de olivos. En este tiempo de que hablaba Micaela, el rector era un viejo exclaustrado, buen latino y buen teólogo. Tenía fama de ser muy adinerado, y se le veía por las ferias chalaneando caballero en una yegua tordilla, siempre con las alforjas llenas de quesos. Juan Quinto, para robarle, había escalado la ventana, que en tiempo de calores solía dejar abierta el exclaustrado. Trepó el bigardo gateando por el muro, y cuando se encaramaba sobre el alféizar con un cuchillo sujeto entre los dientes, vio al abad incorporado en la cama y bostezando. Juan Quinto saltó dentro de la sala con un grito fiero, ya el cuchillo empuñado. Crujieron las tablas de la tarima con ese pavoroso prestigio que comunica la noche a todos los ruidos. Juan Quinto se acercó a la cama, y halló los ojos del viejo frailuco abiertos y sosegados que le estaban mirando:

—¿Qué mala idea traes, rapaz?

El bigardo levantó el cuchillo:

—La idea que traigo es que me entregue el dinero que tiene escondido, señor abad.

El frailuco rió jocundamente:

—¡Tú eres Juan Quinto!

—Pronto me ha reconocido.

Juan Quinto era alto, fuerte, airoso, cenceño. Tenía la barba de cobre, y las pupilas verdes como dos esmeraldas, audaces y exaltadas. Por los caminos, entre chalanes y feriantes, prosperaba la voz de que era muy valeroso, y el exclaustrado conocía todas las hazañas de aquel bigardo que ahora le miraba fijamente, con el cuchillo levantado para aterrorizarle:

—Traigo priesa, señor abad. ¡La bolsa o la vida!

El abad se santiguó:

—Pero tú vienes trastornado. ¿Cuántos vasos apuraste, perdulario? Sabía tu mala conducta, aquí vienen muchos feligreses a dolerse… ¡Pero, hombre, no me habían dicho que fueses borracho!

Juan Quinto gritó con repentina violencia:

—¡Señor abad, rece el Yo Pecador!

—Rézalo tú, que más falta te hace.

—¡Que le siego la garganta! ¡Que le pico la lengua! ¡Que le como los hígados!

El abad, siempre sosegado, se incorporó en las almohadas:

—¡No seas bárbaro, rapaz! ¡Qué provecho iba a hacerte tanta carne cruda!

—¡No me juegue de burlas, señor abad! ¡La bolsa o la vida!

—Yo no tengo dinero, y si lo tuviese tampoco iba a ser para ti. ¡Anda a cavar la tierra!

Juan Quinto levantó el cuchillo sobre la cabeza del exclaustrado:

—Señor abad, rece el Yo Pecador.

El abad acabó por fruncir el áspero entrecejo:

—No me da la gana. Si estás borracho, anda a dormirla. Y en lo sucesivo aprende que a mí se me debe otro respeto por mis años y por mi dignidad de eclesiástico.

Aquel bigardo atrevido y violento quedó callado un instante, y luego murmuró con la voz asombrada y cubierta de un velo:

—¡Usted no sabe quién es Juan Quinto!

Antes de responderle, el exclaustrado le miró de alto abajo con grave indulgencia:

—Mejor lo sé que tú mismo, mal cristiano.

Insistió el otro con impotente rabia:

—¡Un león!

—¡Un gato!

—¡Los dineros!

—No los tengo.

—¡Que no me voy sin ellos!

—Pues de huésped no te recibo.

En la ventana rayaba el día, y los gallos cantaban quebrando albores. Juan Quinto miró a la redonda, por la ancha sala donde el tonsurado dormía, y descubrió una gaveta:

—Me parece que ya di con el nido.

Tosió el frailuco:

—Malos vientos tienes.

Y comenzó a vestirse muy reposadamente y a rezar en latín. De tiempo en tiempo, a par que se santiguaba, dirigía los ojos al bandolero, que iba de un lado al otro cateando. Sonreía socarrón el frailuco y murmuraba a media voz, una voz grave y borbollona:

—Busca, busca. ¡No encuentro yo con el claro día, y has de encontrar tú a tentones!…

Cuando acabó de vestirse salió a la solana por ver cómo amanecía. Cantaban los pájaros, estremecíanse las yerbas, todo tornaba a nacer con el alba del día. El abad gritóle al bigardo, que seguía cateando en la gaveta:

—Tráeme el breviario, rapaz.

Juan Quinto apareció con el breviario, y al tomárselo de las manos, el exclaustrado le reconvino lleno de indulgencia:

—¿Pero quién te aconsejó para haber tomado este mal camino? ¡Ponte a cavar la tierra, rapaz!

—Yo no nací para cavar la tierra. ¡Tengo sangre de señores!

—Pues compra una cuerda y ahórcate, porque para robar tampoco sirves.

Con estas palabras bajó el frailuco las escaleras de la solana, y entró en la iglesia para celebrar su misa. Juan Quinto huyó galgueando a través de unos maizales, pues se venía por los montes la mañana y en la fresca del día muchos campanarios saludaban a Dios. Y fue en esta misma mañana ingenua y fragante cuando robó y mató a un chalán en el camino de Santa María de Meis. Micaela la Galana, en el final del cuento, bajaba la voz santiguándose, y con murmullo de su boca sin dientes recordaba la genealogía de Juan Quinto:

—Era de buenas familias. Hijo de Remigio de Bealo, nieto de Pedro, que acompañó al difunto señor en la batalla del Puente San Payo. Recemos un Padrenuestro por los muertos y por los vivos.

Jardín umbrío: Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones (1920)

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