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"Epitalamio. Historia de amores " Capítulo 8
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Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia | |
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
Epitalamio Historia de amores |
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VIII Un momento se distrajo Beatriz, y el príncipe murmuró al oído de Augusta: — ¿Quieres quedarte hoy sin los pendientes? Augusta contestó con aquella risa sonora y clara, que semejaba borboteo de agua en copa de oro. — ¡Príncipe! ¡Príncipe!... No me tiente usted. Luego, volviéndose a Beatriz, quedóse un momento contemplándola con alegre expresión de amor y de ternura. — Ven aquí, hija mía. Este caballero... Y señalaba al Príncipe con ademán gracioso y desenvuelto. El Príncipe saludó. — Ya lo ves como se inclina... ¡Jesús, qué poco oradora siento!... En suma, hija mía, que me acaba de pedirme tu mano... Beatriz dudó un momento; después, abrazándose a su madre, empezó a sollozar nerviosa y angustiada... — ¡Ay mamá! ¡mamá de mi alma!... ¡perdóname! —¿Qué he de perdonarte yo, corazón. Y Augusta, un poco conmovida, posó los labios en la frente de su hija. —¿Tú no le quieres? Beatriz ocultaba la faz en el hombro de su madre, y repetía cada vez con mayor duelo: — ¡Mamá de mi alma, perdóname!... ¡perdóname! — ¿Pero tú no le quieres? En la voz de Augusta descubríase una ansiedad oculta. Pero de pronto, adivinando lo que pasaba en el alma de su hija, murmuró con aquel cinismo candoroso que era toda su fuerza: — ¡Pobre ángel mío!... ¿Tú has pensado que las galanterías del príncipe se dirigían a tu madre, verdad? Beatriz se cubrió el rostro con las manos. — ¡Mamá! ¡mamá!... ¡Soy muy mala!... — ¡No, corazón! Augusta apoyaba contra su seno la cabeza de Beatriz. Sobre aquella aurora de cabellos rubios, sus ojos negros de mujer ardiente se entregaban a ios ojos del poeta. Augusta sonreía, viendo logrados sus ensueños de matrona adúltera. — ¡Pobre ángel!... ¡Quiera Dios, príncipe, que sepa usted hacerla feliz! El príncipe no contestó. Acariciábase la barba, y dejaba vagar distraído la mirada. Pensaba si no había en todo aquello un «poemetto» libertino y sensual, como pudiera desearlo su musa. Augusta le tocó con el abanico en el hombro. — ¡Hijos míos, daos las manos!... Debimos haber esperado a que llegase mi marido; pero qué diablo, la felicidad no es bueno retardarla... Ahora vamos a las colmenas para celebrar esa pastorela mundana que ha dicho Beatriz. Príncipe usted me servirá de caballero. Y apoyándose en el poeta, murmuró emocionada, con voz que apenas se oía: — ¡Ya verás lo dichoso que te hago esta noche!... Se detuvo enjugándose dos lágrimas que abrillantaban el iris negro y apasionado de sus ojos. ¡Después de haber labrado la ventura de todos, sentíase profundamente conmovida! Y como Beatriz tornaba la cabeza con gracioso movimiento, y se detenía esperándolos, suspiró mirándose en ella con maternal arrobo. — ¡Hija de mi alma, tú también eres muy feliz! Las pupilas de Beatriz respondieron con alegre llamear. Augusta, reclinando con lánguida voluptuosidad todo el peso delicioso de su cuerpo en aquel brazo amante que la sostenía, exclamó con íntimo convencimiento: — ¡Qué verdad es que las madres, las verdaderas madres nunca nos equivocamos!...
Madrid 7 de Marzo de 1897 |
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