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"Epitalamio. Historia de amores " Capítulo 4
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Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia | |
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
Epitalamio Historia de amores |
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IV La dama, con el abanico extendido, señalaba el horizonte. — ¡Los celajes de la tarde, en este país, son encantadores! Estaba muy bella, detenida en la puerta del «patín», bajo el arco de flores que las enredaderas hacían; en el fondo de sus ojos negros reía el sol poniente con una risa dorada; aureolaban su frente las campanillas blancas y azules, y las palomas torcaces venían a picotear en ellas, deshojándolas sobre los hombros de Augusta como una lluvia de gloria. El príncipe Attilio, olvidándose de Beatriz, pronunció entusiasmado: — ¡No sabes tú todo lo bella que estás! Beatriz se volvió a mirarle con ojos llenos de asombro; pero ya Augusta le interrumpía riendo muy en alto con su reir sonoro y claro. — ¡Príncipe! ¡príncipe!... Ese tuteo con que usted me honra ahora, debe ser una licencia poética, ¿verdad? El príncipe se inclinó ante aquella actriz admirable y audaz. — Ciertamente, señora, una licencia involuntaria; pero el ingenio de usted todo lo salva y todo lo perdona. Los labios de Augusta se plegaron maliciosos. — ¡Qué he de hacer! ¿Ofenderme?... ¡Ah! ¡es usted tan capaz de achacarlo a coquetería! Si se tratase de Beatriz, dudaría si representaban ustedes la «Divina Comedia». Las mejillas de aquella pálida y silenciosa Gioconda se tiñeron de rosa. El poeta, sin poner cuidado en ello, repuso irónico y desenfadado. —Harto sabe usted, Augusta, que en la divina y en la diabólica comedia, todos mis parlamentos los tengo con «Francesca ». La dama, haciendo un gracioso mohín de horror, ocultó el rostro y la risa en el pañolito de encajes. —¡Con qué cinismo lo confiesa el adúltero! Atendía Beatriz estas gentiles burlerías con una sonrisa casi dolorosa. Apoyada en el alféizar del «patín», poseída de nerviosa inquietud, deshojaba las yedras que alegraban la vejez de los balaustres. Augusta vió la ansiedad que contraía las facciones de aquella hija tan cruelmente olvidada, y tuvo una intuición dolorosa. Vagos y obscuros despertáronse los remordimientos pero no fue más que un instante, allí estaba el poeta para adormecerlos. Los ojos del hombre la decían amores, mientras sus manos, aquellas manos ungidas para las turbulentas y silenciosas caricias, le ofrecían un ramo de jazmines; la mirada de Augusta se perdía en el fondo de las pupilas de su amante, inmóvil, intensa, en éxtasis escandaloso. La angustiosa expresión, la palidez casi trágica que cubría la faz de Beatriz habían sido olvidadas. Feliz y sonriente la dama recibe las flores que le ofrece el poeta. Con los labios arranca un jazmín, y entorna Ids ojos y suspira para beber su aroma. La fragante campanilla engarzada en la fresca boca de Augusta, parecía un beso del Abril galán. El príncipe Attilio se la pidió con un gesto; ella se la negó con otro gesto lleno de malicia. Contemplaba al poeta y le sonreía con los ojos a través del velo eléctrico y sedeño de las pestañas; al mismo tiempo sacaba la lengua tentadora y divina para humedecer los labios y la flor. Algunas veces se volvía a Beatriz, y la saludaba con un guiño picaresco que parecía decir: ¡Ya ves, hija mía, como todo ello es un juego inocente, en el cual no me olvido de tí, corazón!—Beatriz clavaba en su madre aquellos ojos de Gioconda, misteriosos y profundos, y se ruborizaba; pero en el fondo de sus pupilas dijérase que temblaban entonces dos llamas de inocente alegría. Augusta se puso en pie y llamó a «Ninón»; luego inclinándose sobre el hombro del príncipe, pronunció en voz baja: — iToma la flor, ingrato! Enderezóse velozmente, y con un grito de circo lanzó por alto el jazmín que «Ninón» atrapó en el aire. La dama, sin dejar de reir, dió una vuelta por el «patín», arrancando puñados de hojas y flores que echó sobre la frente del poeta, cual si por modo tan gentil quisiese borrar su ceño. Beatriz no se movió: con mirada supersticiosa seguía los macabros aleteos de un murciélago que danzaba en la media luz del crepúsculo. Augusta, con una mano apoyada en el talle de su hija, descansaba, cobrando aliento, y reía, reía siempre... La respiración levantaba su seno en ola perfumada de juventud fecunda. Al mismo tiempo, con los ojos, Augusta imploraba del galán uno de esos perdones fáciles y ligeros que, como todos los escarceos del amor, hacen el encanto de las mujeres. Por momentos su cabeza desaparecía entre los verdes penachos de las yedras que columpiaba la brisa... En el recogimiento silencioso de la tarde resonaba el coro glorioso de sus risas: ¡Numen sagrado de las bacanales! ¡Canto de amor en el jardín de Venus! ¡Salmo Pagano en aquella boca roja, en aquella garganta desnuda y bíblica de Dalila tentadora!... |
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