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"Beatriz" Capítulo 2
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Biografía de Ramón del Valle-Inclán en Wikipedia | |
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto |
Beatriz |
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II | ||
La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí: — ¿Da su permiso la Señora Condesa? — Adelante, Fray Ángel El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aún no se descalzara las espuelas. Allá en el fondo del estrado, la suave Condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: Agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer... Fray Ángel se santiguó: — ¡Válgame Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la Señorita Beatriz? La Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró: —¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego... Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros. Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza: —Sí que los hace, pero lleva veinte años encamada. — Se manda el coche, Fray Ángel. — Imposible por esos caminos, señora. —Se la trae en silla de manos. —Únicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo... Es una reliquia... Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: Era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados, que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa que, sollozante, musitaba casi sin voz: — ¡Pobre hija! ¡Pobre hija! Fray Angel preguntó: — ¿No estará sola? La Condesa cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé: — Está con mi tía la Generala y con el Señor Penitenciario, que iba a decirle los exorcismos. — ¡Ah! ¿Pero está aquí el Señor Penitenciario? La Condesa respondió tristemente: — Mi tía le ha traído. Fray Angel habíase puesto en pie con extraño sobresalto: — ¿Qué ha dicho el Señor Penitenciario? — Yo no le he visto aún. — ¿Hace mucho que está ahí? — Tampoco lo sé, Fray Angel. — ¿No lo sabe la Señora Condesa? — No... He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de Bradomín. Si sana a mi hija, le regalaré el collar de perlas y ios pendientes que fueron de mi abuela la Marquesa de Barbanzón. Fray Angel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas, parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán permaneció en pie: — Señora Condesa, voy a mandar ensillar la muía, y esta noche me pongo en Celtigos. Si se consigue traer a ¡a saludadora, debe hacerse con gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí. La Condesa volvió al cielo ios ojos, que tenían un cerco amoratado: — ¡Dios lo haga! Y la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantóse para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando... Fray Ángel se adelantó: La mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La Condesa pasó con los ojos bajos, y no pudo ver cómo aquella mano temblaba... |
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