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Abraham Valdelomar en AlbaLearning

Abraham Valdelomar

"El vuelo de los cóndores"

Biografía de Abraham Valdelomar en Wikipedia

 
 
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El vuelo de los cóndores
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos
El hipocampo de oro
El palacio de hielo
El vuelo de los cóndores

ESCRITORES PERUANOS

Abraham Valdelomar
César Vallejo
Ciro Alegría
Clorinda Matto de Turner
Clemente Palma
Jose Antonio Román
Julio Ramón Ribeyro
Raymundo Morales de la Torre
Ricardo Palma
Ventura García Calderón
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Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.

–Ese es el barrista –decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.

–Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.

–Éste es el payaso –dijo alguien.

El buen hombre volvió la cara vivamente:

–¡Qué serio!

–Así son en la calle.

Era un joven alto, de movibles ojos, nariz respingada y manos ágiles. Después pasaron algunos artistas más. Pasaron todos. Seguí entre la multitud y los acompañé hasta que tomaron el cochecito. Yo estaba dichoso de haberlos visto. Al día siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero caminando a casa me di cuenta de que ya estaba oscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué iba decir?

–¡Cómo! ¿Dónde has estado?

Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.

–Nada –apunté con despreocupación – que salimos tarde del colegio…

–No puede ser porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto…

Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino. Le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. Llegamos a casa y todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir una sola palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a saludar a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente:

–Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir?

Yo no respondí nada. Mi madre agregó:

–¡Está bien!, vaya para cuarto.

Me metí en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.

– Oye – me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente –, anda a comer…

Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.

– ¿Ya comieron todos? le pregunté.

– Hace rato. ¡Ya vamos a acostarnos!

– Oye, –le dije–, ¿y qué han dicho?

– Nada, mi mamá no ha querido comer…

Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde.

–Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada. Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer.

–No, no quiero.

–Pero oye, ¿a dónde fuiste?

Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mis preocupaciones, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo! Le hablé de los volantineros, del barrista y sus brazos fuertes; de un domador muy feo y muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y el payaso! Y unos hombres en caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah, era un circo espléndido!

–¿Y cuándo dan función?

–El sábado.

E iba a continuar, cuando apareció la criada:

–Niñita, ¡a acostarse!

Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba. Cuando todos ya estaban dormidos, apareció mi madre. Se sentó a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente y entonces tuve el claro concepto de mi falta. ¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa tenía con las manos cruzadas en su regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me había perdonado!

Me dejó acostado. Al poco rato sentí unos ruidos. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado:

– Los dos centavos son para ti, el trompo también te lo regalo.

Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y en medio de ellos, una niña rubia, delgada, de ojos negros, que me miraba sonriente.

¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte y en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer. Todo se iba borrando en mi sueño, quedaban solo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada.

Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron del circo. Halagaban la agilidad del barrista, la del mono que era un prodigio y de aquel payaso, “Confitito”, del que jamás se había oído hablar, pero era muy gracioso. Todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo.

Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre.

– ¡Entradas! – cuchichearon mis hermanos.

– Sí, entradas. ¡Espera!

– ¡Entradas! –insistía el otro.

El sobre fue al poder de mi madre. Mi papá se levantó y con él la solemnidad de la mesa. Todos saltaron de sus asientos y rodeamos a mi madre.

– ¡¿Qué es? ¿qué es?!

– Estarse quietos o ¡no hay nada!

Volvimos a nuestros asientos. Abrió el sobre y de él salieron unos papelillos morados.

Eran las entradas para el circo. Adentro también venía un programa. ¡Qué programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué maravilla!

El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Mister Glandys, la bellísima Miss Blutner con su caballo blanco, el graciosísimo payaso “Confitito” y su mono pero más allá, el extraordinario y emocionante espectáculo “El vuelo de los cóndores”, ejecutado por la pequeñísima Miss Orquídea.

Me dio una corazonada. La niña rubia no podía ser otra. Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel número tan arriesgado? Celebraron alborozados mis hermanos el circo y yo, pensando, me fui al jardín. Aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas.

A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos.

– ¡El “convite”! ¡El “convite”!

– ¡Abraham, Abraham! –gritaba mi hermanita –¡Los volatineros!

Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba. Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Nos vestimos y nos despedimos de mamá. Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Llegaron por fin al pueblo y poco después al circo. Un grupo de gente se estacionaba en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces.

A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos que ofrecían comida. Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde algunos charlaban y al fondo, en un inmenso corralón, estaba la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.

– ¡Segunda! –gritaron todos, aplaudiendo.

El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche.

Sonó largamente otro campanillazo:

– ¡Tercera! ¡Bravo, bravo!

La música comenzó con el programa. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía. Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, giró retorcido y se paró firme en la barra. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa.

Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo. Salió Mister Glandys con su oso; pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto:

– ¡Que venga el vuelo de los cóndores!

Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgaban en cada lado. Sonó la tercera campanada y apareció entre dos artistas Miss Orquídea con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó al público, se colgó de una cuerda y la ascendieron al estrado. Se paró con delicadeza, como una golondrina en el breve espacio de una ventana. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.

Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo –detenida la música– producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!

Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia.

La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.

Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó.

¿Qué le pasó? Nadie lo sabía. Quizá había cogido mal el trapecio o se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible pavoroso y cayó como una avecilla herida sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud.

Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé que cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos.

Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.

El sábado siguiente, cuando había vuelto de la Escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música.

– ¡El convite! ¡Los volatineros!…

Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?… ¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, platillos estridentes, los acróbatas, y después, después el caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza … Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido… ¿Dónde estaba Miss Orquídea? … No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista.

Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, sentéme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba.

Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil.

Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado.

Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquél día salía el barco que se los llevaría. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas pero la niña no estaba. Me encaminé a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad del pueblo y de granujas que le hacían muecas al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura.

Me metí entre la multitud para verla bajar del bote al embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:

– Adiós.

– Adiós…

Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle y me miraba triste, con los ojos húmedos. Sacó su pañuelo y lo agitó mirándome. Yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor.

Volví a mi casa y a las cinco, cuando salí de la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento de la tarde.

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