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Miguel de Unamuno en AlbaLearning

Miguel de Unamuno

"Una historia de amor"

Capítulo 7

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Una historia de amor
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VII

¡Si hubiese oído la pobre Liduvina este coloquio entre el Padre Prior y el Padre Maestro de novicios!

Pero Liduvina, que había esperado a su Ricardo, cuando éste entró en el claustro, ella también, con los ojos secos y el corazón desolado, fue a enterrarse en un convento. Pensó hacerlo en una orden de enseñanza para inculcar sutilmente en las educandas el asco y el desprecio que hacia el hombre, egoísta y cobarde, sentía. Mas ¿para qué exponerse así a que se le mostrase el corazón al desnudo? ¿Para qué ir a exacerbar sus dolores dándoles pábulo de venganza? No; era mejor profesar en una orden contemplativa, de recogimiento, silencio, penitencia y oración; en un monasterio, a cuyas puertas se rompieran los ecos del mundo de fuera. Allí se enterraría en vida, a esperar a la muerte, a la justicia eterna y al amor que sacia.

Fuese a la lejana y escondida villa de Tolviedra, colgada en un repliegue de la brava serranía, y se encerró entre las cuatro paredes de un viejo convento que antaño fue de Benedictinas.

En la huerta había un ciprés, hermano del de las Ursulinas de su ciudad natal, del ciprés de sus mocedades. Y sentada al pie del árbol negro contemplaba los encendidos arreboles del ocaso, recordadizos de otros. Recreábase extrañadamente en aquella triste huerta, su compañera de silencio, la mayor parte de hortaliza, con sólo raras flores mustias, que ella sola regaba; aquella huerta triste, prisionera entre altos muros, jirón de naturaleza enclaustrado también. Desde allí no se veía del resto del mundo más que el cielo; el cielo, que no sufre tapiales ni cancelas. Por su azul cruzaban mansamente las nubes con frecuencia, regalándole su sombra; otras veces, alguna paloma que iba aleteando blancamente en busca de la tibieza del nido. Cuando llovía de un mismo dulce manto negro, rendíase el agua a la tierra de afuera y a la de dentro del convento. Por las noches derramaba en las estrellas la mirada de sus ojos negros o contemplaba a la media luna que, como una navecilla, parecía bogar a toda marcha entre las nubes. A días, colábanse rumores de turbas que pasaban junto a los muros, guitarras, bandurrias y cantos de romería, y un anochecer, apoyada a la tapia, sorprendió su oído, a través de ella, desliz de besos y revoloteo de suspiros rotos. Y ante estos ecos de fuera, soñaba recordando a la anciana de tembloroso vientre que recorría, de rodillas y rosario en mano, el vía-crucis, en el solitario templo de las lágrimas, y aquel viaje en tren, a lo largo del río de aguas amarillas por la tormenta, entre pinos, olivos y naranjos. Aparecíasele la ciudad del pecado. ¿Del pecado? Pero ¿fue pecado, fue realmente pecado aquello? ¿Es eso el pecado que con tales colores de atracción se nos pinta? Oh, el pecado es la curiosidad, sin duda, no más que la curiosidad. Por curiosidad, por ansia de conocer, pecó Eva. ¡Y por curiosidad siguen pecando sus hijas!

¿Había sido mejor o había sido peor que Ricardo la sacrificase así? No quería saberlo. El hombre es egoísta siempre. Lo que más le dolía era la extraña sonrisa de su hermana, aquella sonrisa que le desarrugó el ceño cuando se despidió de ella a la puerta del convento diciéndole: «¡Y ahora, que seas feliz!» ¡Qué lodazal el mundo!

Y allí dentro volvió a encontrarlo; el convento era un mundo pequeño. La ociosidad, la falta de afecciones de familia, la monotonía de la existencia, exacerbaba ciertas pasiones. Aquella triste paz de los claustros estaba henchida de pequeñas pasiones y recelos, de amistades hostiles.

Una vez al año pasaba por la calle a que daban las rejas del convento una procesión de niños, y en ese día, las hermanas y las madres — ¿madres? ¡pobrecillas!— se asomaban a la reja a verlos pasar, a echarles flores deshojadas, que fingían ir al santo. De seguro que si les anuncian que iba a entrar en la ciudad Don Juan Tenorio redivivo, no se inquietan tanto en ir a verlo.

Tenía cada una en su celda su niñito Jesús, un lindo muñeco al que vestía y desnudaba y adornaba. Poníanle flores, le besaban, sobre todo a hurtadillas; alguna lo brezaba sobre sus rodillas como a un niño de verdad. Rodeábanles de flores. Una vez que un fotógrafo entró, con permiso del obispo, a sacar la vista de un arco románico que daba sobre el jardín, acudieron las monjas, cada una con su niño Jesús, Para que les sacase el retrato.

— ¡Quítate ahí — decía una a otra— ; el mío es más lindo, mira qué ojos tiene!

Liduvina miraba en silencio y con el corazón oprimido aquella rivalidad ingenua de madres marradas. ¡Y ella que pudo tener un hijo, pero un hijo verdadero, un hijo vivo, un hijo de carne! ¡Oh!, ¿por qué, por qué fue estéril aquella escapatoria? Así, estéril como fue, resultaba ridícula; tenía razón Ricardo. ¡Pero si hubiese florecido, no! Si hubiese fructificado en un niño, en un hijo del amor. Entonces — pensaba Liduvina — , el amor habría renacido, ¡no!, se hubiese mostrado; porque ellos se querían sí, se querían, aunque el egoísmo, la vanidad de Ricardo se empeñase en no reconocerlo. Si hubiesen tenido un hijo, Ricardo no la habría sacrificado a aquella vocación. Vocación ¿de qué? ¡Ah, si la pobre Liduvina hubiese oído al Padre Maestro de novicios!

Y pasaba por su mente la visión radiosa de aquel hermanito de rientes ojos azules, en medio de la corona de cabellos de oro. Y se oía llamar de allá, de muy lejos, de las lontananzas íntimas de sus recuerdos de mocedad primera: ¡Ina! ¡Ina! ¡Ina! ¡Qué pronto se fue Ina con aquel ensueño fugitivo de madrugada! ¡Qué pronto se fue también la nena de Ricardo! Gracias a Dios que acabaría de irse del todo también pronto. ¿Adónde? A un mundo sin tanto lodo y tanta falsía, sin silencio de madre, sin ceño de hermana, sin egoísmo de novio, sin envidias de compañeras.

Más de una vez, tendida la pobre hermana Liduvina al pie de una imagen de la Virgen Madre, le decía: «¡Madre, madre! ¿Por qué no conseguiste del Padre de tu Hijo, de Nuestro Señor Todopoderoso, que mi Ricardo me hubiese hecho madre? ¡Pero no, no... perdóname!» Y se anegaba en lágrimas, queriendo resignarse al ya irrevocable destierro del convento.

En él nutría su tristeza, aquella incurable tristeza que le acompañaría hasta el borde mismo de la tumba. Y heríale por eso profundamente la infantil alegría de sus hermanas de claustro, que por haber leído en libros místicos que el verdadero santo es alegre, fingían un regocijo ruidoso y pueril de risotadas y palmoteos. Era durante las fiestas de Navidad, las del Dios Niño, cuando esta boba alegría, casi de precepto, se daba más libre curso. Era entonces, en la huerta, bailes, entre risas locas y repiqueteo de panderetas.

—Vamos, Hermana Liduvina, ¿no baila?

Y ella respondía:

—No, soy muy débil de piernas.

Respetaban su tristeza, adivinando, si es que no sabiendo algo, de su origen.

Y seguían su jolgorio, exclamando alguna de vez en cuando: «¡Ay, Jesús mío bendito! ¡Qué contenta vivo!» Y a esto llamaban vivir alegre, con la alegría de la santidad.

Y así se le iban los días, todos iguales y todos grises. No olvidaba rezar por Ricardo, para que Dios le iluminase y le perdonase.

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