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Miguel de Unamuno en AlbaLearning

Miguel de Unamuno

"Una historia de amor"

Capítulo 6

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Una historia de amor
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VI

La vida del novicio Fray Ricardo llegó a espantar al maestro de ellos; tan excesiva era. Entregábase con un ardor insano a la oración, a la penitencia, al recogimiento y, sobre todo, al estudio. No, no era natural aquello; parecía más obra de desesperación diabólica que no de dulce confianza en la gracia de Dios y en los méritos de su Hijo humanado. Diríase que buscaba ansiosamente sugerirse una vocación que no sentía, o arrancar algo de manos del Todopoderoso. El cielo padece fuerza, dicen las Escrituras; pero las violencias de Fray Ricardo no llevaban sello de unción evangélica.

Las penitencias eran para rescatar su aventura de amor profano. Decíase que un matrimonio en que se entra por el pecado nunca puede ser fecundo en bienes espirituales. Rezaba por Liduvina y por su destino, que creía indisolublemente ligado al suyo. Sin aquella fuga providencial tal vez se hubiesen casado, marrando así uno y otro el sino que les estaba divinamente prescrito.

Sus oraciones eran oraciones de inquietud y de turbulencia. Pedía a Dios sosiego, le pedía vocación, le pedía también fe.

Leía el Kempis, los Santos Padres, los místicos, los apologetas y, sobre todo, las Confesiones de San Agustín. Creíase un nuevo Agustín, habiendo pasado, como el africano, por experiencias de pasión carnal y del terrestre amor humano.

Sus hermanos, los demás novicios, le miraban con un cierto recelo y también con envidia, con esa triste envidia que es la plaga oculta de los conventos. Parecíales que Fray Ricardo buscaba singularizarse, y que en su interior los menospreciaba. Lo cual era cierto. Tenía que violentarse para soportar la cándida simplicidad, la satisfecha ramplonería de sus compañeros de noviciado, la incomprensión y la tosquedad de no pocos de ellos. Y huía de los mejores, de los más ingenuos y sencillos, hallándolos tontos. Los maliciosos le entretenían más. Dolíale el observar que los más de ellos no sabían bien por qué habían entrado en el claustro; los metieron allí sus padres, cuando eran unos pequeñuelos, para deshacerse de ellos y no tener que darles oficio y estado; otros empezaron por monacillos o fámulos; a otros les arrastró una oscura visión poética de la primera y vaga adolescencia: casi ninguno conocía el mundo, del que hablaban como de algo lejano y misterioso. Le hacía sonreír de conmiseración a su simplicidad al oírles discurrir de los peligros de la carne y del pecado de su concupiscencia. Tenían por diabólico lo que él, Fray Ricardo, creía saber bien que no es sino tonto. No habían gustado la vacuidad del amor mundano.

Como entre los novicios corría el rumor confuso de la aventura que a Fray Ricardo le llevó al convento, nacíanle veladas alusiones a ello, y cuando él, con su más altanera sonrisa, les daba a entender que no se debe exagerar el poderío del demonio, el mundo y la carne, le contestaban:

—Claro, usted tiene más experiencia de ellos que nosotros...

Lo que halagaba su vanidad. Pero las alusiones más directas a sus amores y su fuga con Liduvina le irritaban. Creía que ni las altas tapias del convento ni la simplicidad de sus hermanos de claustro eran barreras bastantes contra el ridículo en que en su ciudad natal se sintió envuelto.

Al maestro de novicios no acababan de convencerle los ardores de Fray Ricardo. Hablando con el Padre Prior, le decía:

—Créame, padre, no acabo de ver claro en este Fray Ricardo. Entró demasiado hecho y con malos resabios. Siempre oculta algo, no es de los que se entregan. Trata de singularizarse; se cree superior a los ernas y desdeña a sus compañeros. Le molesta más la simplicidad virtuosa que el ingenio maligno. Ha llegado a confesarme que cree a los tontos peores que los malos. Le entusiasman los santos más singulares y más rigurosos, pero no creo que sea para imitarlos. Es mas bien, me parece, por literatura. La vida de nuestro hermano el Beato Enrique Susón hace sus delicias; pero me temo que no es sino para convertirla en materia oratoria...

— ¡En materia oratoria la vida de Susón...! — exclamó el Padre Prior, que pasaba por un gran orador en la orden de ellos.

— Sí, nuestro Fray Ricardo se siente orador, y su vocación no es sino vocación oratoria. Y de oratoria sagrada, que es la que estima más apropiada a la índole de sus talentos. Sueña con los tiempos oratorios de un Savonarola, de un Monsabré, de un Lacordaire ... ¿Quién sabe? Acaso más. Esa revelación evangélica que cuenta haber tenido, la del «Id y predicad la buena nueva», le atrae, no por la buena nueva, ni por el Evangelio mismo, sino por la predicación...

— ¡Padre Pedro! ¡Padre Pedro! — exclamó el Padre Prior, reconventivamente.

— ¡Ay, Padre Luis! Mire que soy perro viejo en mi oficio ... Que han pasado ya muchos novicios por mí... Que tuve siempre cierta afición, acaso excesiva, a estos estudios psicológicos...

— ¡Hum! ¡Hum! Esto me huele a ...

— Sí, lo entiendo, Padre Prior; pero, créame, algo sé de vocaciones. Y la de este mozo, Dios quiera que me engañe, pero me parece que no es vocación de religioso, sino de predicador. Y acaso de algo más...

— ¿Cómo, cómo? Padre Maestro, ¿qué es eso? ¿Qué quiere decir?

— ¡Vocación... vamos... de obispo!

— ¿Lo cree usted?

— ¡Que si lo creo! Este mozo es en el fondo egoísta. Acaso hizo lo que hizo con ... pues... con la pobre muchacha aquella a la que engañó, acaso eso no fue sino egoísmo. Después de aquel desengaño, o lo que fuese, se nos vino acá un poco por romanticismo y otro poco por deseo de lucirse...

— ¡Lucirse de fraile!— exclamó el Padre Prior, soltando la más franca de las risas, que hizo ver su hermosa dentadura — . ¡Lucirse de fraile! ¡Alabado sea Dios! ¡Qué cosas se le ocurren, Padre Pedro!

— Sí, lucirse de fraile he dicho, y no me retracto. Usted, Padre Luis, y yo no nos lucimos, pero en los tiempos que corren, y para caracteres como el de nuestro novicio Fray Ricardo, el hacerse fraile es algo así como un desafío al mundo y como una de las más románticas singularidades. Además, la ambición...

— ¡Ambición!

— ¡Ambición, sí! Hay puestos, hay honores, hay glorias que desde aquí, desde el convento, mejor que desde otro sitio cualquiera, se alcanzan. Y yo creo que este mozo tiene puesta su mira muy alto... No hablemos de esto. Y luego no será el primero a quien la vocación teatral, obrando sobre ciertos desengaños y sobre un fondo de religiosidad, no lo niego, ¿cómo he de negarlo?, le haya llevado al claustro. Recuerde usted, Padre, a aquel Fray Rodrigo, el carmelita, que tanto se distinguía como actor en los teatros caseros de la aristocracia, y que en vez de irse a las tablas se fue a un convento...

— Sí, y ahora, fuera ya del convento, anda inventando una religión nueva, con hábito...

— ¡Siempre cómico! Y éste, nuestro Fray Ricardo, lleva también un comediante dentro. Sólo que espera acabar haciendo papel de protagonista, con una mitra, o quién sabe; acaso suben más sus sueños...

— ¿Qué, qué? Diga, Padre, diga.

—¡Nada, no, nada! Esto me parece que es ya murmurar.

—Hace tiempo que me viene pareciendo eso.

—Pero, en fin, Padre Prior, yo creo de mi deber darle estos informes. Este mozo cree que nuestro traje viste mucho. Y hasta sospecho que se tiene por guapo y quiere lucirse con el hábito blanco, desde el púlpito.

—¡Qué malicioso es usted. Padre Pedro...!

—Perro viejo, Padre Prior, perro viejo ... — «Y que no llegará ya a obispo», pensó entre sí el Padre Prior, que se había también despedido de tal esperanza.

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