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Miguel de Unamuno en AlbaLearning

Miguel de Unamuno

"Una historia de amor"

Capítulo 3

Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia

 
 
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Una historia de amor
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III

Y fue como pensaron. Una tarde, al ir a ponerse el sol, Ricardo cobró coraje y, recostándose en la reja, después de haber soltado de ella las manos, dejó caer estas palabras:

—Mira, nena, esto va muy largo, y yo no sé cuándo voy a acabar la carrera, que cada vez me apesta más. Mi padre no quiere oír hablar de que esto se acabe como debe acabarse mientras yo no sea licenciado, y, francamente — hubo un silencio — , esta situación es insostenible, así se nos gasta la ilusión...

—A ti — dijo ella.

— No, a los dos, Lidu, a los dos. Y yo no veo más que un medio...

—El que rompamos...

— ¡Eso, nunca, nena, nunca! ¿Cómo se te ha podido ocurrir tal cosa? Es que tú ...

—No, yo, no, Ricardo; era que leía tu pensamiento ...

—Pues leiste mal, muy mal... Ahora, si es que tú...

— ¿Yo, Ricardo, yo? ¡Yo, contigo, adonde quieras y hasta donde quieras!

— ¿Sabes lo que dices, nena?

— ¡Sí, sé lo que me digo, porque lo he pensado muy bien antes de decirlo!

— ¿De veras, sí?

— ¡Sí, de veras!

— ¿Y si te propusiese...?

— ¡Lo que me propongas!

— ¡Qué resuelta, Liduvina!

—Es que tú no me conoces, a pesar de las horas que pasamos juntos...

— Puede ser ...

—No, no me conoces. Di, pues, eso a que quieres darle tanta importancia. ¿Qué es ello? ¿Qué vas a proponerme con tanta preparación?

— ¡Fugarnos!

— ¡Pues me fugaría!

— ¡Mira lo que dices, Liduvina!

— ¡No, quien tiene que mirarlo eres tú!

— ¡Escaparnos, Liduvina, escaparnos!

— Sí, Ricardo, te entiendo; salir cada uno de nosotros de nuestra propia casa e irnos por ahí, no sé adonde, los dos solos... a ... a dar cuerda al amor.

— ¿Y tú?

— Yo, Ricardo, cuando tú lo digas.

Se siguió un silencio. Acostábase el sol entre sábanas de grana; el ciprés, más ennegrecido aún, parecía una advertencia; las campanas de la Colegiata dejaron caer el Angelus. Liduvina se persignó como todos los días a aquella hora y palpitaron sus labios. Tenía cogidas sendas rejas entre sus manos, y las apretaba mientras su seno palpitaba contra los hierros. Ricardo miró al suelo y susurró en su interior: «Ve y predica la buena nueva a los pueblos todos».

Fue penoso el reanudar del coloquio. Ricardo parecía haber olvidado lo último que dijera, y ella no se lo recordaba tampoco. Algo fatal pesaba sobre ellos. La despedida fue triste.

Y pasaron días, sin que él volviese a mentar lo de la fuga, hasta que llegó uno en que ella, después de un silencio, le dijo:

— Y bien, Ricardo, ¿de aquello, qué?

— ¿De qué, Liduvina? — De aquello. ¿Qué, no te acuerdas ya?

— Como no hables más claro ...

— Eres tú, Ricardo, tú, el que tiene que pensar y recordar más claro ...

— No te entiendo, nena.

—Y bien que me entiendes...

—Vamos, ¿qué? ¡Acaba!

— Sea. ¡Lo de la fuga!

— ¡Ah! Pero ¿lo tomaste en serio?

— ¿Entonces es que tú, Ricardo, tú tomas en broma nuestro amor?

— El amor es una cosa...

— Sí, y la cobardía, el miedo al qué dirán, otra. ¡Al fin hombre!

— ¡Ah, si es por eso!...

— ¿Qué?

— ¡Cuando quieras!

— ¿Yo? ¡Ahora mismo! Así como así me pesa ya esta casa.

— ¡Ah! ¿Es por eso?

— No, es por ti; por ti, Ricardo.

Y luego, recapacitando, añadió:

—Y por mí ... ¡Y por nuestro amor! No podemos seguir de esta manera.

Cambiaron una mirada de profunda comprensión mutua. Y desde aquel día empezaron a concertar la fuga.

Y este concierto, esta trama para una aventura romántica y con su prestigio de pecaminosa, les animaba las tardes y parecía dar aliento y alas a su amor. Permitíales, además, despreciar a las otras parejas de novios, pobres doctrinos de la rutina amorosa, que no habían caído en la cuenta de la misteriosa virtud reparadora de una fuga, de un rapto de común acuerdo.

Ricardo sentíase vencido y aun humillado. Aquella mujer había sido más fuerte que él. Le cobró admiración, tal vez a costa del cariño. Así, por lo menos, creía él.  

Por fin, una mañana, Liduvina pretextó tener que salir a ver a una amiga, y acompañada de la doncella salió llevando un pequeño hato de ropa en la mano. A los no muchos pasos de haber salido, encontraron un coche parado, que dejaron atrás. Pero de pronto, Liduvina, volviéndose a la criada, le dijo: «Espera un poco; me olvidé una cosa, vengo en seguida». Volvióse, entró en el coche y éste partió. Cuando la doncella, harta de esperar, se volvió a casa por su señorita, se encontró con que no había vuelto.

El coche fue, a toda marcha, a la estación de un pueblecillo próximo. En el trayecto, Ricardo y Liduvina, cogidos de la mano, callaban, mirando al campo.

Montaron en el tren, y éste partió.

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