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Capítulo 1
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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia | |
Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie" |
Una historia de amor |
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I Hacía tiempo ya que a Ricardo empezaban a cansarle aquellos amoríos. Las largas paradas al pie de la reja pesábanle con el peso del deber, a desgana cumplido. No, no estaba de veras enamorado de Liduvina, y tal vez no lo había estado nunca. Aquello fue una ilusión huidera, un aturdimiento de mozo que al enamorarse en principio de la mujer se prenda de la que primero le pone ojos de luz en su camino. Y luego, esos amores contrariaban su sino, bien manifiesto en señales de los cielos. Las palabras que el Evangelio le dijo aquella mañana cuando, después de haberse comulgado, lo abrió al azar de Dios, eran harto claras y no podían marrar: «Id y predicad la buena nueva por todas las naciones». Tenía que ser predicador del Evangelio, y para ello debía ordenarse sacerdote y, mejor aún, entrar en claustro de religión. Había nacido para apóstol de la palabra del Señor y no para padre de familia; menos, para marido, y redondamente nada para novio. La reja de la casa de Liduvina se abría a un callejón, flanqueado por las altas tapias de un convento de Ursulinas. Sobre las tapias asomaba su larga copa un robusto y cumplido ciprés, en que hacían coro los gorriones. A la caída de la tarde, el verde negror del árbol se destacaba sobre el incendio del poniente, y era entonces cuando las campanas de la Colegiata derramaban sobre la serenidad del atardecer las olas lentas de sus jaculatorias al infinito. Y aquella voz de los siglos hacía que Ricardo y Liduvina suspendieran un momento su coloquio: persignábase ella, se recogía y palpitaban en silencio sus rojos labios frescos una oración, mientras él clavaba su mirada en tierra. Miraba al suelo, pensando en la traición que a su destino venía haciendo; la lengua de bronce le decía: «Ve y predica mi buena nueva por los pueblos todos». Eran los coloquios lánguidos y como forzados. La reja de hierro que separaba a los novios era una verdadera cancela de prisión, pues prisioneros, más que del amor y del sentimiento, de la constancia y del pundonor estaban. Ya los ojos de Ricardo no bebían ensueños, como antaño, en las pupilas de ébano de Liduvina. — Si tienes que hacer, por mí no lo dejes — le había dicho ella alguna vez. — ¿Qué hacer? Yo no tengo, nena, más quehacer que el de mirarte — le respondía él. Y callaban un segundo, sintiendo la vacuidad de sus palabras. Su tema de coloquio era la murmuración casi siempre; sobre todo, acerca de las demás parejas de novios de la ciudad. Y alguna vez, Liduvina exhalaba embozadas quejas de la vida de su hogar, entre aquella pobre madre, casi paralítica y siempre silenciosa, y aquella hermana, corroída de envidia, y sin hombre alguno en la casa. De su padre no se acordaba, y muy poco de un hermanito, con quien jugaba como si fuese un muñeco, y que se le fue de entre las manos y los besos como se va un ensueño de madrugada. Retirábase Ricardo de la reja cada noche pensando más aún que aquel amor había muerto no bien nacido, pero volvía arrastrado por un poderoso imán. Llamábale la apacible y triste melancolía que del ámbito todo del callejón se exhalaba. El negro ciprés, las altas y agrietadas tapias del convento, los incendios de la puesta del sol, los conciertos de los gorriones, todo ello parecía formado para concordar con los grandes ojos negros de Liduvina y con las negras ondas de su cabellera. ¡Cuántas veces no contempló Ricardo los arreboles de la tarde reflejados en los cabellos de su novia! Y entonces tomaba ésta algo de los rojores aquéllos, algo también del canto de las campanas, que parecía, sonorizándola, espiritualizarla; y pensaba el pobre esclavo del cortejo si no era Liduvina misma la buena nueva que se sentía llamado a predicar. Pero muy pronto veía en los rizos, donde morían los últimos rayos del sol, olas de un río negro, que lleva a quien a él se entrega a un mar de naufragio. Tenía que acabar con aquello, sin duda; pero ¿cómo? ¿Cómo romper aquel hábito? ¿Cómo faltar a su palabra? ¿Cómo aparecer inconstante e ingrato? Adivinaba, sabía más bien, que ella estaba tan desengañada de aquel amor y tan cansada de él como él de ella; y hasta se lo habían dicho en silencio el uno al otro, con los ojos, en un desmayo de la conversación, y sobre todo al mirarse después de la breve tregua de la oración del Ángelus. Pasábanse, sí, las tardes velando un muerto sentimiento, prisioneros del honor y del bien parecer. No; ellos no podían ser como otros a quienes tantas veces censuraran. Pero para no ser como otros, no eran ellos mismos. ¿Cómo provocar una explicación, confesarse mutuamente, darse la mano de amigos y separarse, con pena, sí, pero con el goce de la liberación? A él le esperaba el claustro; a ella, tal vez, el alma de hombre predestinada a ser el rodrigón de su vida. Cavilando en su caso, dió Ricardo en una solución, a la par que ingeniosa muy sentimental. Los amoríos se prolongaban; hacía ya cinco años que venían con ellos, y aunque tanto él como ella tuviesen más que lo suficiente para poder vivir sin trabajar, la madre de ella y el padre de él no querían acceder a darles el consentimiento para que se casasen hasta que él concluyese su carrera, que por estudiarla a desabrimiento iba alargándose. Fingiría, pues, él, Ricardo, impaciencia y, a la vez, un reflorecimiento del primer amor, y le propondría la fuga. Ella, naturalmente, no lo habría de aceptar, lo rechazaría indignada, y él, entonces, dueño de un pretexto para poder echarle en cara que no le quería con verdadera pasión, con dejación de prejuicios y de encogimientos, podría liberarse. ¿Y si lo aceptaba? No, no era posible que aceptase la fuga Liduvina. Pero si la aceptaba... , entonces... ¡mejor aún! Ese acto de desesperación, ese reto lanzado a la hipócrita conciencia de los esclavos todos del deber, haría resucitar el amor, si es que alguna vez lo tuvieron; lo haría nacer, si es que nunca habitó en medio de ellos dos. Sí, acaso fuese lo mejor que aceptara; pero no, no podía ser, no lo aceptaría. Veladamente, con alusiones remotas y reticencias, había ya insinuado Ricardo a Liduvina lo de la escapatoria. Y ella pareció no haberlo entendido, o se hizo la desentendida, cuando menos. ¿Qué sentía de ello? ¿Aprovecharía aquel asidero para recobrar su libertad de enamorarse de nuevo y de veras? |
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