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Miguel de Unamuno en AlbaLearning

Miguel de Unamuno

"La carta del difunto"

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La carta del difunto
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I

Jorge y Juana se querían mucho y se querían desde muy niños. Yo no me precio de saber describir el amor, y así me bastará decir al lector de este verosímil cuento que se querían Jorge y Juana tanto y tan bien como se quieren un joven y una joven rayanos en los veinte años, cuando bien se quieren.

Era Juana una muchacha sencilla y natural, positivamente idealista, que se levantaba a las seis, tomaba chocolate, iba a misa, volvía de misa, hacía la cama y se ponía a trabajar. Leía el Año Cristiano y creía a pies juntillas todo cuanto enseña nuestra santa madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, aunque es lo cierto que ella ignora a la mitad de lo que enseña, y creía también otras muchas cosas que nuestra san ta madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana no enseña, como son que de los matrimonios entre parientes nacen hijos sordos, que los judíos son feos y tantas otras cosas más. Tenía sus puntas y ribetes de idealismo y sus trencillas de misticismo bordando un fondo positivista a carta cabal. Rezaba mucho y dormía más, creía querer a Dios sobre todas las cosas y al novio como a sí misma y quería en realidad a sí misma sobre todas las cosas y a su novio como a Dios.

Basta de datos psicológicos, que con los que preceden tendrá bastante todo lector de buena voluntad.

Jorge era otro que tal, genio alegre y sombrío, fantástico y franco, idealista y práctico, que vivía en prosa y soñaba en verso. Cuando el sol más vigoroso cosquilleaba a la madre Tierra se estaba él metidito en su casa pasándose el tiempo, y cuando la lluvia más torrencial inundaba los campos, recorría a pie y solo los montes envuelto en su ancho impermeable. Todo lector discreto conoce ya a mi Jorge.

Jorge y Juana se querían mucho y porque sí.

Aseguro a mis lectoras, si alguna tiene este cuento, que se querían tanto, por lo menos, como cada una de ellas quiere a su novio.

Jorge enfermó del pecho y el médico anunció la tempestad en cuanto vio los relámpagos y oyó los truenos. Jorge se moría como si tal cosa.

Días antes de su muerte tuvo la extraña ocurrencia, a despecho de su familia y contra sus consejos, de pasarse escribiendo las horas muertas, y escribió más que ciento veintitrés escribanos en cuatro horas. Y se murió sin que su muerte tuviera nada de diferente de las demás muertes.

 

II

Cuando Juana supo la muerte de Jorge creyó que se moría también, pero no murió; «la tenía el Señor reservada para nuevos destinos». No murió, pero sí pasó en la cama unos días en los brazos ardientes de la fiebre. El doctor Tiempo la curó admirablemente sin emplastos ni potingues.

Juana sanó y fue poquito a poco recobrando sus colores...

Quieren decir estos puntos suspensivos que han pasado ya dos años. Juana tiene un nuevo novio, Emilio. Juana y Emilio se querían mucho, se querían tanto como se habían querido Jorge y Juana. Jorge quiso a Juana, y fue por ella amado, y ésta quería ahora a Emilio, que la quería. Este argumento se llama sorites.

Pero Emilio no murió, ni Juana tampoco; Jorge ya estaba muerto.

Pidió Emilio a la familia de Juana la mano de ésta, y de común acuerdo se concertó la boda para el día 5 de junio del año de 1...

Llegó el 5 de junio jadeante, pisando los talones al 4. La víspera de la boda, es decir, el 4, Juana se hartó de rezar, y en el hermoso horizonte de sus venideros goces veía de tiempo en tiempo la sombra negra de sus memorias viejas. «¡Pobre Jorge!», murmuraba, y era la verdad, ¡pobrecillo! Los casó el cura en la iglesia, y se fueron con los parientes y convidados, que sólo deseaban zambullir a la salud de los novios, como si la felicidad futura (como quien dice lo absoluto relativo) de
éstos consistiera en la panza de sus parientes y allegados.

 

III

Llegaban a los postres cuando llegó como postre una carta para Juana. La que fue novia de Jorge y era mujer ya de Emilio se sobrecogió de espanto y quedó lívida. Los rasgos de la letra de aquel sobre eran los rasgos de la letra del difunto; aquellos palos de las eles, las haches y las ges, sus palos; aquellos puntos de las íes, sus puntos.

Todo el cuerpo le sacudió y se le fue la cabeza creyendo ver la huesosa mano del difunto que trazaba aquellos renglones. Volvió en sí y, más muerta que viva, rompió el sobre. Los convidados esperaban como palominos atontados el fin del suceso, pero sin dejar de comer.

Y leyó Juana esta

Carta

«Desde la tumba, 4 de junio de 1...

»Cuando leas esta carta creerás ver la mano descarnada y huesosa de mi cadáver trazando sus muertas líneas. ¡Dales vida con tu mirada! ¡Quién lo hubiera dicho! Yo me morí y tú vives; yo te quise y tú quieres, no a la sombra de tu Jorge, sino a otro..., no sé a quién. ¿Conque te casas? Haces bien, y que sea enhorabuena. Pero te escribo no para reprocharte, ni para burlarme de ti, ni para pedir tus oraciones, sino para aconsejarte. Si llegas a ser feliz como espero, piensa que conmigo lo hubieras sido más; si alguna vez tu marido te falta, piensa que yo no te hubiera faltado, y si le faltas tú y lo comprendes y te arrepientes, piensa y cree que a mí no me hubieras faltado, y piensa siempre en mí para compararme con tu marido.

» Aunque nazca alguno de tus hijos, si es que los tienes, el día de San Jorge, no le pongas por nombre el mío; renuncio a la parte (espiritual, se entiende) que en el angelito pueda yo tener.

»No reces por mí; estoy bien y nada deseo; otros, vivos, habrá que necesiten más de tus oraciones.

»Cuando algo te eche en cara tu marido, replícale. ¡Ay, Fulano, otra cosa hubiera sido mi Jorge! Verás como le escuece.

»Piensa también a menudo que como mueren los amantes pueden morir los maridos. Por lo demás, mis consejos en otras menudencias nada tienen de nuevo; lee la Higiene del matrimonio, el Arte de ser buenos y felices, el Arte de hacer maridos, el de cocina, la Guía de los casados y la Imitación de Cristo y asiste de cuando en cuando al oficio de difuntos.

»Cuando te halles en las horas de mayor deleite no olvides que duerme lleno de frío y con la cabeza de hueso apoyada en almohada de piedra, solo y en un nicho estrecho, húmedo y oscuro, sin sentir el cosquilleo de los gusanos, tu

» Jorge.»

 

Juana inclinó la cabeza sobre el pecho, perdió el color y cayó desplomada al suelo, presa de un terror pánico, estrujando en sus manos convulsas la carta maldita. Los convidados la acostaron y se fueron a sus casas cariacontecidos, aunque no sin haber llenado antes sus bolsillos de yemas, bizcochos, hojaldres y otras golosinas.

 

IV

Juana pasó los primeros días de recién casada horribles: en el delirio de la fiebre, veía ante su cama la imagen viva de Jorge el muerto, y a las veces daba un grito y quería saltar de la cama, viendo en ella el esqueleto blanco y helado de su antiguo novio. No prosigo en esto, porque no trato de hacer un cuento terrorífico.

Sanó del accidente, pero es lo cierto que toda la vida vivió presa de horribles pesadillas y de manías tristes. Ni la solicitud de su marido, ni las mil diversiones que la procuraba daban juego. A las noches, en el silencio solemne, daba a las veces un grito agudo y se abrazaba a su marido, diciéndole:

— ¡Emilio! ¡Emilio! ¡Guárdame! Mírale cómo se ríe.

No podía ver ni pintados la Higiene del matrimonio, el Arte de ser buenos y felices, el de hacer maridos, y el de cocina, la Guía del matrimonio y la Imitación de Cristo. Le parecían libros escritos por el mismísimo demonio, siendo así que son lecturas sanas y alguna de ellas insuperable.

 

V

Jorge había tenido un solo amigo, Perico, con quien hablaba, paseaba, reía y lloraba.

Dos días antes de morir le llamó y, entregándole una carta, le dijo:

— Júrame cumplir lo que te encargo.

Perico juró.

— Toma esta carta abierta; si algún día sabes que Juana se casa, ábrela, llena los huecos de la fecha poniendo el día y el año de la víspera de la boda, y ese mismo día echa al correo la carta, pero sin mirar antes ni una jota de su contenido.

»Perico juró cumplirlo y lo cumplió tan fielmente como suele un buen amigo y debe un buen cristiano.

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