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"El poema vivo del amor" |
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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia | |
Música: Schumann - Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie" |
El poema vivo del amor |
Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra, acariciándola, y el aire consonaba con el compás de la respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo. Apagóse de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal. Cuando se hubo empapado en la visión serena, inclinóse al ciego e, inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje. — ¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! — exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad. Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla. — ¡Dios le bendiga! — dijo al cruzar con ellos un cansado caminante, sintiendo sobre sí la espiritual limosna de la mirada aquella. — ¡Mi vida, mi eternidad, mi luz, mi gloria, mi poema. — rezaba al oído de su hija el ciego, en tanto que de la rítmica pulsación de la mano que cogido le llevaba recogía la vida de la campiña toda. Era, si, su vida, el cáliz en que apuraba con ansia el jugo de la creación; era su eternidad, la eternidad sobre que rodaban pausadas sus horas a romperse en el olvido en espumosa crestería de dulces recuerdos; era la luz que alumbraba sus tinieblas con lumbre de amor; era la gloria en que se proyectaba al infinito; era, en fin, su poema, el poema vivo de sus entrañas, amasado con su carne y con su espíritu, con su sangre y con su meollo, con sus potencias y con sus sentidos. Había sido Julián, el ciego, de joven, un rimador ingenioso, y, por ingenioso, frío, un cerebral producto de la ciudad, donde pocos van al paso y donde nunca se oye el silencio. Había sido un destilador de sentimientos quintaesenciados en el alambique del ingenio, un alquimista del amor humano de la muerte, un erótico impotente para amar con fruto. Había sido el cantor de las opulentas rosas de cien hojas, sin perfume ni fruto, todo pétalos encendidos, nacidas al borde del graso estercolero. Enfermo de la ciudad, después de haber vertido en estrofas intrincadas la espuma del amor cerebralizado, tuvo que recogerse al campo a renovar en su fuente la vida del cuerpo. Y allí sintió por momentos volverse idiota, que el filtro en que cernía sus exquisitas sensaciones se le enturbiaba, que la carne se le hacía tierra. No podía sufrir el contacto con el aldeano receloso, egoísta y zafio; no podía resistir a Tajuña, el molinero, el héroe popular, un borracho perdido; a Martinillo, cuyas farsas grotescas desataban la risa, siempre pronta a estallar, de sus convecinos; a Panchote, el bruto del herrero, que trabaja como un buey sin dársele de nada un ardite, un egoísta que jamas pensó en el prójimo. Dolorido del ámbito, recorría valles, encañadas y collados recitando sus propias rimas, cual conjuro al maleficio de la naturaleza que le envolvía. Se asfixiaba falto de sociedad. Su prima Eustaquia, la hija de la familia de que era huésped, sólo pensaba ante él en no aparecer cándida. Mas poco a poco ibale ganando el campo, invadiéndole el espíritu gota a gota, a la vez que, enriquecida su sangre, barría de sutileza su cerebro y regalaba a su corazón empuje. Iba gustando la salud, y con ella vergüenza de su pasado al ver que la Naturaleza, impasible, sonreía desdeñosa a toda su postura de afectación y fingimiento. Llegó el día de la fiesta y se fue al monte, de romería, con su prima Eustaquia. De todo el contorno concurrían a la famosa fiesta. Al borde de la senda canturriaban quejumbrosamente sus patéticas súplicas los pordioseros. «Consideren, almas cristianas, la triste oscuridad en que me veo»... Más allá: «No hay, hermanitos, como el don precioso de la salud»... Más lejos, junto a un árbol, mostraba un muchachuelo enclenque el vientre enorme, lustroso y tostado al sol. Apartó Julián su vista de tanta miseria para descansarla en los humildes escaramujos que vestían al zarzal que festoneaba el otro lado del camino. Llegaron a la explanada de la ermita, en que entró a rezar un momento Eustaquia, cubriéndose antes la cabeza con el blanco pañuelo. Olía a frescura de campo preñado de cosecha y a guisos suculentos: de entre la fronda subían al cielo columnas de humo. En el ahumado hueco de un castaño centenario aprestaban como todos los años una merienda, y como todos reverdecía el viejo. Junto al carro del vino estaba Tajuña, el molinero, infatigable sangrador de pellejos, taza va, taza viene, y él tan arrecho. Flaquearíanle las piernas, pero la cabeza no. Y Julián admiró con el pueblo al héroe. Vio con qué recogimiento merendaba Panchote, y entendió que nunca es egoísta el que trabaja. Aquellas gentes eran naturaleza, y la naturaleza es también sociedad. Metióse con su prima por entre los corros, donde los aldeanos bailaban con toda el alma, vertiendo en saltos y piruetas y en gritos desbordamiento de vida, el limpio goce de la libertad de los movimientos, el disfrute del propio cuerpo. Bailaban con ellos las notas claras y estridentes del pito, repletas del agrete del vinillo viejo de las montañas aquellas, notas que estrumpían de consuno con las risas francas que hacían vibrar de alegría al aire, mientras bailoteaban al viento las hojas de los castaños, bebiendo luz. Era aquella danza común, danza litúrgica, acción de gracias de la vida desnuda y pura, holocausto de energía vital. Palpitáronle a Julián las entrañas, empezaron a cantarle la canción de la salud que rebosaba, y, tomando a Eustaquia de la mano, se puso a bailar en un corro con ella entre los aldeanos. Era el campo mismo quien con él bailaba. «¡Bien, bien Por el señorito!», le decían; «¡Alza, Julianete, alza!», le azuzaba Martinillo, provocando risa general. Batían con ritmo los pies de Eustaquia sobre el suelo; oreaba con rozagancia el aire su florecido cuerpo; esplendían arreboladas en sus mejillas rosas de salud; eran sus labios fuente de júbilo, e irradiaban sus ojos vida anhelosa de derramarse. Cuando al terminar la danza embrazó Julián por el talle a su prima, cuyos ojos decían vida, fundióle la sangre las entrañas, derritiendo sobre su corazón a su cerebro. Sentáronse con otros en el suelo sobre la mullida alfombra a comulgar en la merienda, a beber del mismo vaso, a respirar del mismo aire y a calentarse al mismo sol. Entonces sintió Julián el abrazo de la montaña, y que al beso de la brisa se le apagaba en el alma el eco de las exóticas rimas ciudadanas. Zumbábale en la cabeza la campiña y se sentía esponjado en la alegría de vivir que le rodeaba. Era el amor que le nacía del campo, el amor fructuoso, cogüelmo de vitalidad. A la vuelta volvían en pareja los más de los romeros, cogidos de las manos o de la cintura bajo el derretimiento de la luz crepuscular. De cuando en cuando se escapaban de algún pecho fresco relinchidos potentes, que volaban como alondras sobre el valle para morir lánguidamente en la garganta de que como de nido salieron. Julián sintió un escalofrío vivificante al recibir el suspiro con que Eustaquia respondió al beso apretado y lento gozado en un recodo de la senda, y entonces intuyó el curado ciudadano que es el erotismo la impotencia del querer. Cuando un año después volvió a la ciudad llevaba a ella con Eustaquia a una hija, flor aromática del amor cordial, una obra del cuerpo y del alma, del ser entero y uno; inspiración del campo en que dan en el agavanzo fruto las sencillas rosas del zarzal, los humildes escaramujos de cinco pétalos; un poema engendrado en el desmayo del cerebro, poema de amor hecho carne viviente, su vida, su eternidad, su luz, su gloria, su poema. Y cuando más tarde, perdida su compañera y olvidadas sus rimas, le cegó el cerebro, de antiguo herido, quedáronle aquellos filiales ojos que serenaban todo ambiente en que descansara con paz su mirada de inocencia. (Los Lunes de «El Imparcial», Madrid, 24-IV-1899) |
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