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"Bonifacio" |
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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia | |
Música: Schumann - Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie" |
Bonifacio |
Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo. Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo. Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho. «¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas. Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así.» Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!» ¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol. Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí. Había empezado a leer muchos libros para acabar muy pocos; le gustaba más soñar que leer. A todo escritor le reprochaba que aún le faltaba algo; evidentemente, le faltaba algo... se parecía a otros, y esto es horrible. «¿Cuál será mi aptitud?» Esto era su eterno tormento. Empezó a construir un nuevo sistema filosófico, y, ya casi terminado, echó de ver que todo lo que él decía lo habían ya dicho otros, e hizo trizas aquellos pliegos llenos de remiendos, borrones y añadidos. No hubo ramo del conocimiento humano en que no se ensayase; pero todos, absolutamente todos, ¡habían sido ya tan sobados...! ¡Había que trabajar tanto para espigar cosas tan viejas! Luego hay una horrible fatalidad: toda verdad descubierta se hace trivial. ¿Quién demonio daría con una verdad que eternamente chocara a los hombres? Bonifacio tenia buen fondo; pero él se obstinaba en buscarse en la forma. Se le había puesto en la cabeza que llegarla a ser hombre célebre: la cuestión era dar con el camino. El hogar, la familia, las dichas íntimas... ¡Bah!, vulgaridades que acaban por aburrir. A fuerza de espolear a los nervios conseguía horas nocturnas de tristeza, se entregaba a pensamientos lúgubres que el viento fresco de la calle arrebataba como nubes. Cuando hablaba, se olvidaba de su papel y sacaba su alma a escena: un alma sencilla y cándida, vulgarísima de puro humana. Bonifacio amaba, pero con un amor mortificante, nada original. Cualquier amor de cualquier héroe de cualquier novelucha se parecía al suyo. La mujer es un estorbo; evidentemete corre más quien sólo se lleva a sí mismo a cuestas que quien se lleva con su mujer: Platón, Santo Tomás, Descartes, Kant, fueron solteros; esto le desazonaba al pobre. Su mayor tormento era tener que trabajar para vivir. Resulta, además, que el vivir es tan vulgar y rutinario como el trabajar. Una vez íbamos de paseo a la caída de la tarde; el pobre hombre, desahogándose; yo, mordiendo una hoja de zarza. — En esta vida no queda tiempo más que para vivir — me decía. Yo le miraba con extrañeza y temor; instintivamente me aparté un poco de él. — Mira — seguía— : unas veces soy alegre; otras, triste; yo no veo las cosas ni claras ni oscuras; pero me falta algo; yo no sé lo que me pasa, pero me pasa algo. Dicen que estoy chiflado, que todas estas cosas no pasan de fantasía, que soy muy raro — al decir esto le brillaban los ojos de gusto—. Todos los majaderos me desdeñan, y como soy bueno, me veo obligado a tragar la hiel que destila mi hígado. ¡Pobre Bonifacio! No digo yo que se echó a llorar, porque sería mentir; yo no le vi llorar, pero ignoro si se tragó las lágrimas; se han dado casos de personas que por no entregar algún papelillo secreto se lo han tragado y digerido, que es peor. Algunos días estaba tan alegre que, francamente, me parecía que había conseguido sacarse del pozo: una alegría rarísima, extrahumana. Bonifacio no era pesimista, Bonifacio no era optimista, Bonifacio no era nada; nada quería ser, ni sabía lo que quería. ¡Pobre Bonifacio! Él quería ser algo que llamara la atención; no sabía bien qué. ¿Para qué continuar un cuento tan viejo? Cójanle ustedes a Bonifacio, denle unos cuantos martillazos por aquí y por allí, moldéenle hasta que se pliegue a las exigencias de la realidad, y díganme en conciencia si han conocido a Bonifacio. Me falta hablar del fin de Bonifacio. Respecto a éste, corren dos tradiciones igualmente atendibles. Según la una, Bonifacio acabó como había empezado, siempre el mismo, siempre buscándose y nunca hallado; acabó como las nubes de verano: mientras vivió hizo sombra, y cuando murió siguió alumbrando el sol su sitio vacío. Según otra tradición, Bonifacio, golpe aquí, golpe allí, se fue redondeando, se casó, tuvo hijos, y cuando fue padre halló la originalidad tan buscada, que, con ser tan común, es la más rara. Sus últimas palabras fueron: «Conque, ¡adiós, hijos míos!» Aún hay otras tradiciones, porque éstas son como los hongos; pero en todas ellas el fondo de verdad está exornado por mil retazos y añadiduras. |
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