Cuenta un autor, cuyo nombre
no conservo en la memoria,
porque fácilmente al hombre
se le va el santo a la gloria;
cuenta, repito, que un día
en una ciudad que expresa,
se sentó como solía
una familia a la mesa.
Según los datos completos
que tenemos a la vista,
constaba de los sujetos
que marca la adjunta lista:
un viejo temblón y cano;
dos esposos, por lo visto
hijo y nuera del anciano,
y un niño travieso y listo.
Cada cual con mucho celo
el estómago repara;
mas hete que al pobre abuelo
se le escurre la cuchara,
y como ésta es de metal,
hace doscientos añicos
un plato de pedernal,
por más señas, de los ricos.
El marido y la mujer
gritan con mil desacatos:
—i A ese modo de romper
no ganamos para platos!
Continuó la pelotera,
y cuentan que al otro día
en un plato de madera
el pobre viejo comía;
mas tan mal se las compuso,
como estaba tan temblón,
que pan y manteles puso
hechos una perdición.
—¡Esto ya pasa de raya!
—gritan marido y mujer— ;
levántese usted y vaya
a la cocina a comer;
y si allí no le conviene,
vaya a comer al establo,
que a todos dados nos tiene
con su suciedad al diablo.
En cuanto oyó este consejo
o más bien, este mandato,
bajó la cabeza el viejo
y se largó con su plato;
y desde aquella función
despachaba en la cocina
tristemente su ración
por evitar tremolina.
Llorando el anciano un día
la ingratitud de sus hijos,
sus tristes ojos tenía
el pobre en su nieto fijos.
Y al ver que un madero grueso
el niño afanoso esconde,
le dice : —¿ Para qué es eso ?
Y su nieto le responde:
—De este madero saldrá
un plato de buena clase
para que papá y mamá
coman cuando yo me case.
Y exclama el mísero anciano:
—¡ Hará lo que hacen conmigo!
¡ Dios mío ! ¡ Tu santa mano
puso en la culpa el castigo! |