«Voy con María. Espéranos. --Octavio».
Octavio R..., el escritor neurótico de palabra helada, eras mi amigo de la infancia; y María, su mujer, era mi querida.
Octavio estaba medio loco. Por su modo extraño de sentir y por su modo extraño de adorar la belleza pagana de su esposa.
Un escéptico que creía en todo.
Cuando llegó el exprés y vi a María en un reservado, corrí a saludarlos; pero ella, abriendo la portezuela y separándose para mostrarme el fondo, dijo desoladamente:
—Allí venía él.
—¡Octavio!
—Muerto —respondió tan bajo y tan secamente, que apenas la oí.
Luego, sin derramar una lágrima, saltó al andén, me suplicó silencio, indicó por señas a un mozo que nos siguiera con el equipaje, entre cuyos objetos reconocí el sombrero de mi amigo, y nos dirigimos al hotel a la carrera del ómnibus.
***
En cuanto estuvimos solos en un gabinete, cuyo balcón daba a la playa, sepultó María la cara entre los brazos y lloró mucho. Yo, abrumado en la butaca, cerca de la suya, lanzaba la vista idiotamente a la inmensa curva donde se unían el mar y el cielo; éste encapotado de gruesas y blancas nubes, aquél tranquilo y de un fuerte azul plomizo, sin un vapor, sin una vela en su vasta y comba superficie.
No osaba mirarla. ¿Qué cuentas iba a darme aquella histérica de la muerte de su marido?
Al fin pudo hablar, y dijo, estrechando mi mano entre las suyas, blandas y calientes como las de un niño:
—Cogió tu carta. Tu última carta, que yo guardaba en el pecho. Me la cogió dormida… y se mató. Nunca me había amado tanto como en este viaje. Mi amor y la tormenta horrible de esa noche produjeron en su alma efectos espantosos. ¡Oh, era preciso haberle visto!
—¿Y dónde está? —me atreví a preguntar.
—¡Allí! —dijo la joven, señalando el Océano.
Durante algunos segundos vi los dedos de la pobre mujer temblando sobre el pañuelo que llevó a los ojos. Las comisuras de su boca saltaban en nerviosas convulsiones.
Cuando logró serenarse, habló así, con voz cansada, de apacible y gran monotonía:
—Ignoro si influí decisivamente en el destino de Octavio o si fuí nada más la fútil ocasión del rapto que le arrancó la vida: carga para él, de todo cansado y hasta de sí propio. Tú sabes cómo me quería. Con desesperaciones que me daban miedo, con exaltaciones insensatas. Cuando ayer tomamos el tren, estaba alegre, expansivo, contento de vivir, como pocas veces. Nadie debía acompañarnos, él y yo solos, en un reservado. Habló mucho todo el día, y a poder haberse escrito cuanto me dijo, sería sin duda lo más hermoso de todo lo que jamás pasara por su imaginación. El era feliz, y yo, ¿a qué negártelo?, contagiada de aquella eterna sonrisa de ventura que jugaba en sus labios, también lo era. ¡También feliz, muy feliz…!
Al anochecer, después que comimos en el restaurant de la estación más alta de la cordillera, paseamos un rato. El paisaje solitario e inmenso nos parecía hecho para el éxtasis de nuestra dicha.
Todo nos movía a la ternura. Y como si la máquina que nos había arrastrado a tantos deleites pudiera entender nuestra gratitud, la mirábamos juntos, con su negra mole finamente fileteada de reflejos de luna, encendidas ya en sus topes las farolas blanca y roja. Estábamos delante de ella, escondidos del andén por los chorros de vapor de sus grifos, cuyas nubes nos rodearon como en apoteosis de amor, cuando la campana anunció la marcha. No sé por qué me pareció que Octavio, abrazado a mí, hubiera querido permanecer en los rieles…
Recuerdo que una de sus máximas era ésta: No se debe morir acosado por la vida, sino despreciándola, en plena felicidad.
Subimos al reservado. De nuevo el tren empezó a correr en la soledad de las montañas, huyendo por la cinta que cortaba sus laderas. Yo iba junto a la ventanilla, abierta para respirar el fresco, y Octavio a mi lado, rodeándome el cuello con el brazo, murmurando a mi oído, que rozaban sus labios, dulcísimas palabras. La pantalla de la lámpara obscurecía el interior del coche. Estaba la noche espléndida.
La luna, que parecía más alta sobre la enorme profundidad del valle, vertía su luz tranquila sobre los pinares de la sierra, y arrojaba sobre los desmontes la sombra del tren, que corría despeñado cuesta abajo.
Sentía la cara de Octavio rozando con la mía en los bamboleos de la marcha. Sus manos acariciaban mi cabello y mi garganta. Perdí la conciencia y no sé cuánto nos duró aquel mareo de ventura; pero creo que más de una vez nos alumbraron las linternas de pequeñas estaciones, cruzando a escape, y sólo recuerdo que ya no veía la luna en las sombras del cielo, cuando al fin, reclinada en el hombro de Octavio, que besaba todavía el cabello de mi frente, me fui quedando dormida entre la presión suave de sus brazos, llena el alma de celeste paz, sin temores, sin memoria, sin más vida que la de aquel momento y la de aquel estrecho espacio del carruaje, blando, solo nuestro como un nido de amor, trepidando siempre y envuelto en el estruendo de la carrera del tren por la solitaria noche…
***
Una luz blanca, intensísima, rápida, que me hirió dormida, me hizo despertar en la obscuridad para escuchar un estrépito formidable.
Es decir, la obscuridad no era a mi alrededor completa; el farolillo del coche, aunque tapado por la pantalla azul, permitía ver las cosas esfumadas. Octavio no estaba junto a mí.
La luz eléctrica de un relámpago volvió a iluminarlo todo. Entonces vi a Octavio al otro extremo, tirado sobre su asiento, con el hermoso cabello negro levantado en rizos por el vendaval y mirando por las abiertas ventanillas el horror de los cielos… Un nuevo relámpago, tan grande que me hizo exclamar un ¡Dios me valga!, dibujó y me mostró en los labios de mi marido una sonrisa diabólica. Sus ojos habían mirado fijamente la nube negra que se rayó de fuego, y cuando un trueno pavoroso estalló seco sobre nuestras mismas cabezas, él, mi Octavio, con una serenidad inconcebible, con una satisfacción parecida a la del escenógrafo que oye los bravos para sus decoraciones, me obligó a ocupar otra ventana, sacó un brazo fuera y dijo:
—¡Esto sí que es grande! ¡Esto es inmenso!
Podría jurar que un rayo cayó sobre los hilos del telégrafo. Temblé. El sonrió otra vez.
—¡Qué hermosa esta luz! —me dijo, y el trueno ahogó sus palabras.
Caía la lluvia en gotas gruesas como una granizada de balas. El huracán rugía con incesante rabia. El tren, en dirección opuesta al viento, volaba a toda máquina por una curva, silbando y lanzando espumarajos de vapor; de modo tan intenso resplandecían los relámpagos, que pude ver netamente, sobre el negro rodaje de la locomotora, la biela y la manivela, limpias y brillantes, moviéndose con el vaivén furioso de los brazos de un loco.
—¡El mar! ¡El Océano! —gritó Octavio de improviso, queriendo sobreponer la satánica alegría de su voz al trueno que inundó los espacios.
Y en efecto, otro relámpago habíanos descubierto el mar por entre un desfiladero de rocas. Diríase que la máquina marchaba despeñada hacia él, con su temblorosa cadena de carruajes y sus ruidos de metal.
No sé qué temor me invadió y me estreché a Octavio. Pero al cogerle la mano tropecé con un papel que me hizo retroceder.
Era tu carta. Súbitamente comprendí que su mano, guiada a mi corazón por mi cariño, la encontró mientras yo dormía. Y comprendí también con espanto la tempestad que en competencia con la del cielo hubiera provocado en su alma. El terror me helaba.
Al fatídico serpear de una centella que incendió los aires, vi que el tren comenzaba a salvar sobre el mar un ángulo de la costa por un puente colgante. Las olas se estrellaban allá abajo contra las peñas, deshaciéndose en espuma; el huracán, metiéndose en las concavidades de granito, arrancaba un bramido continuo, monótono en sus cambios; las nubes se abrían incesantemente despidiendo fuego sobre el mar, y el trueno retumbaba cada vez más potente, como creciendo en su grandeza. Y el tren, entre la obscuridad y la luz, entre el viento y la lluvia, seguía y seguía, haciendo retemblar la trabazón del puente con su carrera sin freno y sus resoplidos de monstruo, envuelto en lumbre y vapor.
¡Un relámpago…! ¡Otro…! ¡Ah!, de pronto ábrese la portezuela. Octavio arrójase por lo alto de la barandilla del puente, y… ¡sí, Dios mío, al tercer relámpago, un momento antes de chocar su cuerpo allá abajo con los escollos, y ser arrebatado por las olas, me pareció ver que el insensato sonreía!¡Al mar!
Yo caí rodando por la alfombra del reservado.
Publicado en la revista "Cervantes" (Madrid. 1916) 10/1916
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